Por James Neilson |
Para conseguir lo que más quiere –que gracias a su liderazgo
la Argentina se transforme en lo que llama un “país normal” capaz de cumplir un
rol destacado en el orden internacional–, Mauricio Macri tiene que luchar, como
un caballero errante medieval, contra una larga serie de enemigos que podrían
serle mortales. No bien vence a uno, surge otro que le plantea un desafío
distinto.
Así, pues, luego de hacer caer a la hechicera Cristina después de un
duro combate electoral en que la dama lo trató como un salvaje neoliberal capaz
de hacer “desaparecer” a opositores inofensivos, se vio frente a una horda de
desharrapados violentos apoyados por una banda de legisladores rabiosos que lo
acusaron de robar a los abuelos para financiar las maniobras siniestras de María
Eugenia Vidal en el conurbano bonaerense. A juicio de los más asustados por lo
que sucedió, se trató de un intento de socavar el orden democrático que, por
fortuna, el Gobierno logró superar combinando pasividad policial en la calle
con firmeza en el Congreso.
Tranquilizados por un rato los más combativos, Macri reanudó
la batalla contra el enemigo más temible de todos: la economía nacional. Sabe
que se trata de un monstruo que a través de los años se ha acostumbrado a
humillar a todos, fueran dictadores, presidentes o superministros, que se
creían capaces de domarla. Ya derrotó al Proceso militar, al gobierno radical
de Raúl Alfonsín y a la Alianza de Fernando de la Rúa; de haber permanecido
algunos meses más en el poder, los peronistas Carlos Menem y Cristina, pudieron
haberse agregado a la lista. A menos que tenga mucha suerte, el ingeniero Macri
será la próxima víctima de su voracidad.
No lo ayudará el que la actitud mayoritaria ante la economía
sea, por decirlo de algún modo, bastante ambigua. Aunque todos se afirman
convencidos de que el país merece una que sea mucho mejor que el bodrio
disfuncional existente, al statu quo no le faltan defensores aguerridos. Como
pronto descubren los interesados en ensayar reformas drásticas para adecuar la
economía a las exigencias no sólo de los tiempos que corren sino también de las
que le aguardan en los años venideros, cualquier cambio, por menor que fuera,
que un gobierno sospechoso de liberalismo se propone llevar a cabo se verá
resistido por quienes insisten en que les corresponde a otros hacer los
sacrificios.
La aversión instintiva que tantos sienten hacia la palabra
“ajuste” es fruto del consenso de que todo gobierno que se precie debería ser
capaz de hacer de la Argentina una dinamo productiva sin perjudicar a nadie.
Pocos se oponen al cambio como tal, pero casi todos insisten en que tendría que
ser indoloro, lo que suele condenar al fracaso a aquellos gobiernos que se
animan a hacer algo más que hablar de lo bueno que sería reducir el déficit
fiscal o la tasa de inflación.
Para esquivar la dificultad así supuesta, el de Cambiemos ha
elegido obrar de manera subrepticia, de ahí el gradualismo, pero sus intentos
de anestesiar a la gente con modificaciones dosificadas no han prosperado.
Incluso los dispuestos a reconocer que no le cabe más alternativa que la de
hacer subir las tarifas de luz, gas y transporte, ensañarse con los ñoquis que
han proliferado en distintas reparticiones politizadas, derribar algunas
barreras proteccionistas o tratar de depender menos de la maquinita y de los
préstamos facilitados por bancos foráneos, lo critican por lo que llaman
“problemas de comunicación”. Es como si creyeran que un relato más dulce
serviría para hacer menos antipáticas ciertas medidas oficiales.
Por desgracia, el asunto no es tan sencillo. Aunque todos
los gobiernos del planeta se ven obligados a procurar conciliar lo político con
lo económico, puede que en ninguna otra parte hacerlo sea tan arduo como es en
la Argentina. Parecería que las dos formas de analizar la realidad se separaron
hace aproximadamente un siglo al llegar quienes estaban a cargo del país a la
conclusión de que la economía era como el campo, una cornucopia natural que
generaba riqueza, de modo que podrían limitarse a cosechar lo que producía sin
preocuparse por los molestos detalles técnicos que obsesionaban a los tristes
materialistas que vivían en lugares menos generosos, tema este de algunas
arengas urbi et orbi pronunciadas por Hipólito Yrigoyen. Con alivio, el resto
de la población decidió que estaban en los cierto quienes les advertían contra
los riesgos espirituales que les supondría dejarse tentar por el economicismo.
En adelante, gobernar sería sinónimo de repartir.
A pesar de todo lo sucedido desde entonces, la mentalidad
así supuesta ha cambiado poco. Puesto que casi todos los gobiernos de las
décadas últimas han tomado muy en serio la consigna de que “hay que subordinar
lo económico a lo político”, o sea, a su propia voluntad, no extraña del todo
que lo político haya ganado la guerra que está librando contra lo económico,
dejándolo tan postrado que no le será nada fácil levantarse. Pero, como no pudo
ser de otra manera, el triunfo de lo político tuvo un costo; más de doce
millones de personas están hundidas en la “pobreza estructural”, lo que, entre
otras cosas, significa que pocos tienen los conocimientos necesarios o las
aptitudes para hacer un aporte positivo a la clase de economía prevista por
quienes sueñan con una Argentina pujante y competitiva.
En vísperas del año nuevo, lo político se anotó una nueva
victoria, la enésima, sobre lo meramente económico. Al forzar al presidente del
Banco Central, Federico Sturzenegger, a modificar la meta de inflación para
2018, ubicándola en el 15 por ciento en lugar del 12 por ciento, además de
permitir que lo anunciara el jefe de gabinete, Marcos Peña, el ala política del
Gobierno señaló que en adelante privilegiaría lo que llama “realismo” por
suponer que le convendría apostar más al crecimiento. Puede que en esta
oportunidad, el Gobierno haya acertado, pero a menos que la inflación se modere
muy pronto, la negativa a atacarla con el vigor que hubiera preferido
Sturzenegger tendrá consecuencias infelices para todos salvo aquellos que saben
defender sus ingresos contra la bestia insaciable que día tras día los devora.
Salir de una espiral inflacionaria nunca es fácil; lo
entienden muy bien los gobiernos de países “normales” que, frente a un rebrote
que aquí pasaría inadvertido, se apuran a poner en marcha un ajuste feroz. Los
más golpeados por el mal son los más vulnerables, comenzando por los jubilados,
pero sucede que quienes un par de semanas atrás nos abrumaban con
manifestaciones conmovedoras de solidaridad hacia “los abuelos” serían los
primeros en protestar si al Gobierno se le ocurriera dar prioridad a la lucha
contra la inflación. Por lo demás, aun cuando entiendan que para que sea viable
el sistema previsional las cajas tendrían que llenarse de plata, se opondrían
con indignación a los aumentos impositivos necesarios.
No se trata de un problema que sea exclusivamente argentino.
Aunque por razones demográficas, los esquemas jubilatorios vigentes en muchos
países ricos también resultarán insostenibles en el tiempo, hasta los intentos
más tibios de reformarlos motivan protestas multitudinarias. Es de prever,
pues, que algunos, en especial el español y el italiano, compartan el destino
de las variantes griega y argentina que, si bien son demasiado onerosas para
las economías debiluchas que tienen que brindarles los recursos que precisan,
son claramente incapaces de satisfacer las expectativas legítimas de los muchos
que dependen de ellas para sobrevivir.
El proyecto macrista es sumamente ambicioso. Antes de
comenzar lo que para el Presidente será la parte más importante de la tarea que
ha emprendido, el Gobierno tendrá que estabilizar una economía tambaleante sin
provocar la ira de los muchos que reaccionarían con furia si los priva de sus
conquistas y sin permitir que el gasto público se expanda hasta tal punto que
todo estalle.
Además de lograr todo eso, al Gobierno –mejor dicho, a la
sociedad en su conjunto– le será necesario encontrar el modo de cambiar las
perspectivas frente a los muchísimos jóvenes y no tan jóvenes que sencillamente
no están en condiciones de valerse por sí mismos en una economía en vías de
modernizarse, una que, para colmo, tendrá que competir en un mundo en que el
progreso tecnológico está eliminando, con rapidez desconcertante, empleos que
son aptos para aquellos que no han alcanzado un nivel educativo relativamente
alto.
¿Es una misión imposible? A juzgar por la experiencia
reciente de Corea del Sur y China, las sociedades sí pueden cambiar
radicalmente en un lapso muy breve, pero no lo harán a menos que el grueso de
la ciudadanía acepte que la alternativa a un gran esfuerzo colectivo
consistiría en resignarse a que el país desempeñe un papel insignificante en el
orden mundial. Con todo, si bien es evidente que hay muchos que, por sus
propios motivos, preferirían que la Argentina fracasara nuevamente a dejar que
el gobierno de Cambiemos, que se ve acompañado a cierta distancia por
opositores que en términos generales aprueban lo que Macri está tratando de
hacer, alcanzara los objetivos que se ha fijado, sorprendería que la mayoría
compartiera la actitud tan negativa de los presuntamente convencidos de que el
liberalismo, aun cuando sea llamativamente solidario, es peor que la miseria.
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