Por Arturo Pérez-Reverte |
Ocurre con cierta frecuencia, y supongo que a otros
escritores también les pasa. De vez en cuando se acerca un lector con un libro
tuyo en las manos y solicita que lo dediques a Fulanito, o Menganita. Por
rutina, buscando la frase adecuada, preguntas quién es, o qué edad tiene. Y la
respuesta es «Mi hija, seis meses»; o «Es para él», señalando a un niño pequeño
que te mira con curiosidad; o, si quien pide la dedicatoria es una joven embarazada,
que ésta señale su tripa con una serena y dulce sonrisa.
Me ha ocurrido varias
veces durante las firmas de mi última novela, cuando traían libros como El pequeño hoplita, que es para niños, o El Quijote juvenil adaptado para la RAE. Pero
también con novelas para adultos. «Le estoy haciendo su biblioteca», he oído
decir varias veces. Y en casi todos los casos puse la misma dedicatoria: «Deseándole una hermosa vida llena de hermosos libros».
A menudo algunos de esos padres piden consejos
sobre cómo hacer que sus hijos acaben siendo lectores. Y yo suelo responder que
no sé nada de pedagogía, aunque sí de lectura, pues empecé a hacerlo de muy
pequeño, al tener la suerte de crecer en una casa con biblioteca grande. Y
precisamente por eso, cuando tuve una hija procuré reconstruir para ella, en la
medida de mis posibilidades, ese fértil escenario de infancia. Desde que nació
y tuvo su habitación, su madre y yo se la fuimos llenando de libros, con la
intención de que ese decorado, esa compañía, fuese para ella absolutamente
natural: el libro, considerado no como un objeto venerable o como una
obligación, sino como parte natural de su mundo. Como complemento cotidiano y
rutinario. Objeto familiar.
Al principio fueron cuentos. Relatos elementales
para niños que le leíamos mientras miraba las ilustraciones, hasta que fue
capaz de hacerlo sola. Después fuimos añadiendo en los estantes de su cuarto
tebeos e historietas adecuadas a su edad. Así, poco a poco y de forma natural,
fue dando el paso a asuntos más serios, de viajes y aventuras. Yo conservaba
buena parte de mis libros de infancia, y se los fui poniendo allí procurando no
abrumarla, ni forzarla. Se le dejaban cerca, a mano, y era su curiosidad lo que
la empujaba a abrir uno u otro. Algunos de esos viejos libros tuvieron éxito, y
otros no. La colección de Guillermo de Richmal Crompton, fetiche para los
lectores de mi generación, fracasó en sus manos. Pero otros acabarían marcando
su vida: Sherlock Holmes, Tintín, Astérix, Los tres mosqueteros –su primer
perro se llamó como el hijo de Milady–, Arsenio Lupin, El fantasma de la Ópera…
Todo eso se completaba con cine, claro. Vio mucho porque sus padres veían una
película cada noche: clásico de aventuras, del Oeste, histórico, policial. Y
siempre que había un libro detrás, procurábamos encaminarla hacia él. Suscitar
su curiosidad. Ponerle el cebo del cine, a ver si picaba.
Un detalle importante es que el libro se le planteó
siempre como natural. No como objeto singular que se regalara en ocasiones
especiales, sino como algo que se compraba con idéntica naturalidad que la
comida o el periódico. La llevábamos a las ferias o a libreros de viejo para
que con una pequeña cantidad, eligiendo ella misma, comprase ediciones baratas.
Cada vez que salíamos de viaje, varios libros formaban parte de nuestro
equipaje básico con tanta normalidad como el pasaporte, el billete de tren o un
bocadillo. Y lo que era más decisivo: leía porque veía a sus padres hacerlo.
Porque éstos siempre procuraban disponer el día, el viaje, las vacaciones, con
momentos adecuados para eso.
Sobre todo, nunca intentamos aislarla del mundo de
su tiempo, de las costumbres de los demás niños. Jamás pretendimos convertir a
nuestra hija en una extraterrestre sabihonda y erudita. Los libros fueron para
ella un complemento feliz, no una forzada alternativa; y siempre se le permitió
combinar sin problemas a Mario Bros o Guybrush Threepwood con Rudolf Rasendyll,
el pequeño Nicolás o el capitán Achab. Por supuesto, nunca tuvo tele en su
habitación, como tampoco sus padres; y el ordenador personal le llegó sólo
cuando fue realmente necesario. Castigada a su cuarto cuando llegaba el
momento, te asomabas con cautela y la veías leyendo. Por puro aburrimiento, tal
vez. Pero leyendo.
Y, bueno. Creo que eso es cuanto puedo decir. De
ese modo lo hicimos con mi hija, ya que a menudo me lo preguntan. Así que les
deseo suerte en eso, a quienes lo procuran y lo merecen. Les deseo hijos con
hermosas vidas llenas de hermosos libros.
© XLSemanal
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