Por Carlos Ares (*) |
En el origen, “oligarca” era un tipo de clase alta
considerado un “chupasangre” de trabajadores. Con el tiempo, “garca” se popularizó
como una voz del lunfardo que califica sin reparos a todo canalla, traidor,
falso, estafador o miserable probado en los hechos. De tal modo que, en opinión
de quienes lo conocen, permite advertir a otros sobre la amenaza que representa
la cercanía del que vulgarmente se llama “un cagador”, sin necesidad de
explicar ni de entrar en detalles.
Con perdón de la mesa, también podríamos describir al
“garca” común como “un tipo de mierda”, según otra de las acepciones habituales
en ciertos bares. Es decir, alguien que sintetiza en su decir y hacer las más
despreciables condiciones para las relaciones humanas, de acuerdo con normas y
valores respetados como tales. No escritos, ni inscriptos en ninguna tabla de
la ley, pero aceptados como fundantes de los intercambios sentimentales que se
dan y se incorporan sin palabras en los barrios de la periferia. “Garca” es un
anagrama y, a la vez, el “vesre”, el revés, de “cagar”.
En fin, demasiado palabrerío para decir lo que todos
seguramente sabemos, hemos aprendido y sufrido al menos una vez en la vida: por
más que te adviertan, lo sospeches o te avives a tiempo, un “garca” es un tipo
que, tarde o temprano, te va a cagar. Y, contra toda prevención, lo logra. Al
fin, te caga. Cada uno podría hacer ahora su propia lista de nombres. Nadie,
nunca, se salvó de, al menos, un cagador.
Fue así que, en el trámite de pensar en tanto “garca”,
apareció primero “una garcha”. ¿De qué otro modo calificarían ustedes a las
“honorables” cámaras de diputados y senadores que acaban de renovar parte de
sus miembros y se trenzaron de movida en una disputa feroz por los despachos, a
la vez que defendían privilegios, colocaban asesores y justificaban la protección
a los reclamados o condenados por la Justicia? Todo esto mientras se llenan la
boca de medialunas, promesas, juramentos y se preguntan: “¿Qué más hay para
mí?”.
Las cámaras funcionan como el convento para los bolsos de
López. Son refugios seguros, siempre que todas las monjas reciban su parte. Hay
una cantidad de “garcas” históricos que alguna vez fueron militantes
comprometidos con alguna causa decente, pero que en el tránsito se fueron
creyendo sus propias arengas, probaron las mieles del poder y quedaron
pringados. Ahora les cuesta despegar los dedos de la caja, de los pasajes
gratuitos, de los coches, de la guita pública. Una vez consumido ese ácido que
te corroe el alma, nada vuelve a ser igual. El cerebro se convierte en una
fábrica de producir excusas y echar culpas a otros sobre lo que debía ser y no
fue, sobre lo que debe ser y no es. “La oposición”, “el gobierno”, “el
imperialismo”, “los empresarios”, “la defensa de los trabajadore” (esta va sin
“s”) y más, según a quien va dirigido el discurso. Justifican todo: la
violencia, las chicanas, los arreglos, los negocios, los sobornos, las coimas.
Si los que escuchan en la intimidad de un asado son
simpatizantes, ahí el “garca” confiesa: “Si no arreglás, te deja afuera”, “dan
ganas de largar todo, pero hay que bancar por el proyecto”. Fue en uno de esos
encuentros cercanos donde escuché contar su historia a un diputado nacional que
–tomen nota– hace treinta años, ¡treinta años ya!, vive de la política. El
relato era de tono “heroico”, como el de un ex combatiente de Malvinas en la
primera línea de fuego. Egresado de la Universidad Católica (hombre de “la
Iglesia”), siempre ocupó altos cargos –presidente de banco público, secretario
de Estado, embajador y diputado, con Cafiero, con Menem, con Duhalde, con De la
Rúa, en el Parlamento del Mercosur, con Massa y, ahora, con Macri, del que
habla como si se le hubiera revelado el Mesías–.
Y ahí está, a salvo de las denuncias y procesos que le
iniciaron, disfrutando “con un inmenso sacrificio”, de almuerzos y recursos.
Sin pedir perdón, sin reconocer alguna responsabilidad en el fracaso.
Esperando, convencido, que la Historia y la Patria le harán el debido
reconocimiento cuando se comprenda todo lo que ha hecho por todos nosotros, el
pueblo del llano que él nunca pisó. Los antecedentes de semejante infame les
caben a varios, hagan sus propias listas. Nadie, nunca, en ningún Parlamento
del mundo, se salvó de, al menos, un cagador.
Fue entonces que pensé: en el caso de que el “garca” sea un
funcionario, deberíamos describirlo como un “garcha”. Esto es un “garca”
agravado por ser, además, un ruin e indigno servidor público. Si pertenece al
Congreso, con el debido respeto a las cámaras, sería un “honorable garcha”.
Esto es: el clásico “tipo de mierda” que, además, nos viola a todos en
representación de nuestros derechos.
(*) Periodista
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