La voluntad contra el destino
Por Manuel
Ruiz Amezcua
“Creo en la voluntad contra el destino”
Antonio Machado
Los molinos de la Historia muelen lento, pero
muelen fino. O aquello que decía Galileo: La verdad
viene del tiempo, no de las autoridades. Las dos cosas nos ayudan en este
caso. Miguel Hernández es uno de esos grandes poetas
donde el pulso de la Historia individual, y el pulso de la Historia colectiva,
son más que poderosos.
Uno de esos poetas necesarios para la Historia de la
Humanidad. Necesarios porque en ellos advertimos que el poder de las palabras
es el mayor poder que tienen los hombres. En España hemos tenido varios poetas
de esa naturaleza en el siglo XX. Poetas en los que la idea de libertad no se
aparea con ninguna variante del conformismo: Antonio
Machado, García Lorca,
Miguel Hernández, Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda. A los tres
primeros su obra les costó la vida. A los otros dos les costó el exilio. Pero
para matar a un gran poeta hay que matarlo muchas veces. Cuanto más se le mata,
más veces resucita. Ni el sistema educativo actual consigue eliminarlos del
todo, que ya es decir. Y mira que lo intenta. Los grandes poetas crean lo que
permanece, nos dijo Hölderlin. Eso
ha pasado hasta ahora. Los grandes poetas son peligrosos porque dicen lo que
nadie se atreve a decir. Dicen lo que gusta oír, pero también lo que la gente
no quiere oír. No se dedican a regalarle el oído a la gente, que es a lo que se
dedican hoy la mayoría de los que escriben. Estos se han entregado al mercado,
al Dios mercado y, para ellos, y para las editoriales, lo más sagrado es el
mercado. En esto está acabando lo que Julien Benda llamó
en los años 30 del siglo pasado “la traición de los
intelectuales”. Savater diagnosticó muy bien
la enfermedad: “Los intelectuales somos como las putas: vivimos de gustarle a
la gente”. A su entender, “hay una cobardía generalizada en España, también
entre los intelectuales”, que hace a los eruditos “arrastrarse” con tal de no
perder adeptos. “Esa es la enfermedad que los intelectuales han desarrollado
en este país”. Si aplicamos esto al mundo de la poesía oficial de la
España de hoy, la cosa se agiganta. Menudos “apóstoles del compromiso”. Qué
cinismo, incluso en el disimulo.
Decía Octavio Paz que
en poesía es mucho más importante lo que no se quiere ver que lo que se ve.
Esto ocurre en todos los grandes poetas. Y esto ocurre en Miguel Hernández.
Escriben lo que ven, lo que piensan y lo que sienten. Dan testimonio, son
testigos. Son un bien público. Esta clase de poetas ya estaba en el mundo judío
y estuvo luego en el mundo clásico de los griegos y de los romanos. Y siguió
estando en todas las culturas, como ha escrito el filósofo Tomás Valladolid. Miguel Hernández es uno de ellos,
entre otras cosas porque da voz a las víctimas. Escribe con la autoridad del
que ha sido víctima. Otros lo hacen de oídas, y a veces ni eso, y huelen a
impostores siempre. Estos poetas oficiales de la España de hoy disfrutan de lo
mejor del capitalismo, pero no consiguen coger el sueño pensando en todos los
desposeídos de la tierra. Lo contrario de lo que encontramos en Miguel
Hernández. No se puede escribir “El niño yuntero” si
no se ha sufrido esa circunstancia u otra parecida. Quienes leen a Miguel
Hernández despiertan a la responsabilidad. Miguel, como todos los grandes
poetas, desnuda a la verdad oficial de su ropaje y deja al descubierto lo que
es: una verdad vacía, tan vacía, como las palabras que la pronuncian. Por eso y
por muchas cosas más es un poeta universal. Sabe dar esperanza a los desesperados,
dándoles amparo en sus versos. Ante los poemas de Miguel Hernández no cabe sólo
la interpretación ideológica. Se necesitan muchas más herramientas, y muchas
más ideas. La ideología, nos lo recordó Octavio Paz, es una de las formas más
superficiales de la conciencia. Flaco servicio le han hecho y le están haciendo
los políticos comisarios y los comisarios políticos al poeta de Orihuela.
¿Adónde quieren llevarlo estos hoy? La poesía de Miguel, como la de todos los
grandes, apunta a la universalidad. O sea: en muchas direcciones. Por eso es de
todos. Y eso hay que explicárselo a todos. En las escuelas, en los institutos y
en las universidades, en las de invierno y en alguna que otra de verano.
También en alguna que otra Diputación. Es un error encasillar a Miguel
Hernández en la guerra civil española. Porque va más allá de la circunstancia
concreta. Lo trasciende todo. Convierte lo particular en algo universal. Sus
situaciones límite las habita la plenitud. Y nos devuelve la confianza en el
poder de la poesía, en el poder de las palabras. Ahí está el verdadero
patrimonio que nos dejó. Y esto no lo están explicando bien. Ni siquiera lo
están explicando. Como Shakespeare, como Cervantes, como Lorca,
como Machado, como todos los grandes, Miguel Hernández todo lo que
toca lo convierte en universal. Por eso no es de los unos ni de los otros, debe
ser de todos porque tiene valores para todos. Valores universales,
imprescindibles para seguir viviendo.
Nos ha recordado Félix de Azúa en
uno de sus artículos recientes que en el Congreso Internacional de Escritores
para la Defensa de la Cultura, Valencia 1937, en el que estuvo Miguel
Hernández, el escritor francés André Malraux sostuvo
ante los estalinistas, y desde la izquierda, desde otra izquierda, que una obra
de arte tiene vida propia y su sentido cambia según quien la ve, o la lee, o la
escucha. Una obra de arte, dijo, es un encuentro con el tiempo, una
conversación con los siglos de la Historia. Creamos obras de Arte, pero ellas
nos crean a nosotros. La cultura es volver a ver, crear una nueva conciencia
con el viejo dolor de los hombres, y con su vieja esperanza. Ahí tenemos
que situar la poesía de Miguel Hernández. Por ahí tenemos que empezar para
entenderla mejor.
Hoy más que nunca necesitamos confiar en las
palabras. Confiar en el poder de las palabras. Los que nos gobiernan no hacen
lo que dicen, por eso no confiamos en ellos. Miguel Hernández, y otros como él,
dieron testimonio con sus palabras y con sus actos. Lo que escribieron les
costó la vida. Necesitamos ejemplos morales. A la vista de lo visto, es
difícil creer hoy en algo. Las palabras han perdido prestigio porque han
perdido verdad. Tanta han perdido que algunos ya no hablan de verdad, sino
de posverdad. Todo esto ha surgido en la democracia
que tenemos, que no es la que queríamos tener. Quién nos iba a decir que
acabaría siendo lo que es: una democracia diseñada para hacerle propaganda a
los poderosos, al espectáculo y al mercado, tres personas distintas en un solo
Dios Verdadero: el dinero. Por estos motivos, y por tantos otros, tenemos la
obligación de alzarnos contra nuestra época, como sostuvo Albert Camus. Y si hay que hacer la travesía del
salmón, se hace.
La importancia de Miguel Hernández, y de otros
poetas como él, crece con el tiempo. Creían en el futuro. Hoy hasta eso nos han
robado. “Dejadme la esperanza”, escribió el poeta. ¿Habrá algo más universal
que eso?
El poder gusta siempre de hacerse el dueño de
la conciencia de los escritores, y el amo y señor de la conciencia de los
hombres en general. También de la realidad de los hechos, como se ha dicho ya
tantas veces.
El desprestigio en el que ha acabado la llamada
honestidad intelectual viene casi siempre de la misma clase (mejor:
casta) intelectual. La susodicha traición de los intelectuales, que anda por
ahí desde hace tanto tiempo. Muchos se venden por un buen cargo, otros por un
carguillo o un premio, muchísimos por un plato de lentejas, y otros muchos por
un plato incluso sin lentejas. Algunos de ellos han practicado la libertad de
pensamiento. Y otros muchos se han vendido siempre al poderoso. Al poderoso de
turno, claro. En la Orden Negra de Himmler los
intelectuales jugaron un papel más que importante. Léase Creer y destruir, de Christian Ingrao.
Con Stalin pasó lo mismo. Y en algunas
democracias, con más o menos disimulo (a veces sin ninguno) ha pasado, y pasa,
tres cuartos de lo mismo. Lo de la España de hoy nos serviría como ejemplo más
que interesante de almoneda, en versión subasta o liquidación. Y si viajamos al
Parnaso, la cosa es más que menesterosa. Miguel Hernández se atrevió a quedarse
solo, se negó a violentar su propia conciencia. Para él la idea de rebelión y
la de integridad intelectual iban unidas. Por eso murió como murió. Vencido
pero no derrotado. Como don Quijote. Una de
las cosas que van a quedar para siempre de este grandísimo poeta es la lucha de
la voluntad contra el destino. Hay un verso de don Antonio Machado que me
recuerda mucho la vida de Miguel Hernández. Dice así: “Creo en la voluntad
contra el destino”. El destino que le tenían preparado a Miguel es el mismo que
tuvieron sus ascendientes, todas las víctimas del mundo: el sufrimiento y el
silencio. Pero él supo construir otro muy distinto: el de las palabras, el del
poder de las palabras, el mayor poder que tienen los hombres.
Un gran poeta europeo, Rainer Mª Rilke, dijo que los verdaderos poetas nacen
de la necesidad y se hacen con la resistencia. Cuando Miguel estaba en la
cárcel, los mismos que le conmutaron la pena de muerte intentaron sacarlo de
entre rejas, a cambio de que hiciera concesiones al bando vencedor. Dieron en
hueso. El poeta sabía que para salvar su testimonio tenía que ser consecuente
con su vida y con su obra. No sólo dijo No a lo que le
proponían algunos franquistas, algunos amigos y algún que otro familiar más que
directo. Se dio cuenta también de que su salida más digna era la de la muerte.
No le dejaron otra opción. Demostró carácter. Nos enseñó que la falta de
carácter acaba siempre en falta de decencia, como nos han recordado muchos
escritores a lo largo de la Historia, Walter Benjamin y Sánchez
Ferlosio entre otros.
“Diéronle
cárcel y muerte las Españas”, escribió don Francisco de Quevedo de
su amigo el duque de Osuna. Esa misma medicina le administraron a nuestro
poeta.
España ha sido una madre que ha tratado más que mal
a sus hijos más verdaderos, a los que le han dado lo más grande. Miguel
Hernández ha sido uno más en la larga lista de los maltratados. Aquí los que
triunfan son los que triunfaron siempre. No son los más trabajadores, ni los
más inteligentes. Esos siguen cruzando la frontera y buscando trabajo y
reconocimiento fuera. Aquí sabemos quiénes son los que más triunfan. Sabemos el
porqué, el cómo, el dónde y el cuándo de su triunfo. Lo sabemos todos.
Acabo con un poema dedicado a Miguel, y a todos los
que murieron, y mueren, como él. Escrito en el viejo romance castellano, con
las palabras de hoy. De mi libro Las voces imposibles.
ESPEJO CIEGO
A Miguel Hernández y a todos los que murieron,
y mueren, como él.
Qué difícil el camino
del que yace indiferente
a todo, solo, arrojado
de la vida, turbiamente
ladeado por nosotros,
anunciada ya su suerte,
arrumbado ya su nombre
con las mentiras de siempre.
Qué difícil la guarida,
lo terrible de la suerte
del que estuvo siempre solo
contra el mundo, frente a frente.
Qué difícil la salida
del que estuvo ahí y enfrente
de los designios del hacha,
entre las garras del fuerte.
Solo está y estará solo.
Solo alcanza la venganza
de una máscara inocente.
Ajeno a todo poder,
abraza el que más le miente.
Mirad: nos está mirando.
Nos mira siempre de frente
Nos está mirando fijo.
Nos observa fríamente.
Nos estruja con los ojos
diciendo muy lentamente:
“Paciencia le traigo al mundo
abrazándome a la muerte”.
Leído en la Casa de la Cultura de Quesada (Jaén) el
17 de junio de 2017, en homenaje a Miguel Hernández.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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