Por Aloma Rodríguez (*)
Estamos en guerra. El movimiento que comenzó
destapando años de acoso, abuso y violaciones a mujeres en entornos
profesionales ha terminado por iniciar una guerra cultural
global.
Como ha explicado Manuel Arias Maldonado: “Se
publican cientos de artículos sobre el tema y se diría que las redes sociales
no hablan de otra cosa. Ha surgido, también, una contrarreacción que alerta
contra los excesos de esta oleada reivindicativa: el duelo de manifiestos en la
prensa francesa atestigua inmejorablemente la tensión en el interior de la
opinión pública. Pero, y esto merece ser enfatizado, no se trata de una opinión
pública demarcada nacionalmente: medios y ciudadanos del mundo entero se han
hecho eco, por ejemplo, de la controversia francesa. De manera que es razonable
pensar que estamos ante la primera guerra cultural global”. (Va por la segunda entrega y ha anunciado
tres.)
La ensayista Masha Gessen, miembro de la redacción
del New Yorker, revista que publicó en primicia los abusos de
Harvey Weinstein en un artículo escrito por Ronan Farrow, alertó bastante rápido de una sobrerreacción,
surgida tal vez para corregir los años de mirar hacia otro lado. Gessen cita a
la antropóloga Gayle Rubin y su ensayo de 1984 “Thinking Sex”: “Para algunos, la sexualidad
puede parecer un tema sin importancia, una desviación frívola de los problemas
más críticos de la pobreza, la guerra, las enfermedades, el racismo, el hambre
o la aniquilación nuclear. Pero es precisamente en momentos como estos, cuando
vivimos con la posibilidad de una destrucción inimaginable, cuando las personas
se vuelven peligrosamente locas por la sexualidad”. Y, como señala Gessen,
“vivimos con la posibilidad de una destrucción impensable”.
Gessen cita a Rubin cuando habla de los peligros de la misplaced
scale, una escala fuera de lugar. Pone algunos ejemplos interesantes, como
el del corresponsal del Times en la Casa Blanca, Glenn Thrush,
suspendido de empleo por acusaciones de “comportamiento sexual inapropiado”.
Un reportaje que se publicó en Voxcontaba que
el periodista hizo “avances sexuales hacia mujeres jóvenes”. “En todos los
incidentes hubo consumo de alcohol, ninguno ocurrió en el lugar de trabajo y
ninguno involucró fuerza. Ninguna de las mujeres denunció a Thrush, que, como
reportero (entonces en Politico), no era el jefe de nadie”, escribe
Gessen. Y un poco más adelante: “La historia en la que se basa la suspensión de
Thrush se enturbia en el consentimiento: una de las mujeres ha dicho claramente
que había consentido en un encuentro, y otras dos rechazaron los avances de
Thrush, negando el consentimiento con éxito. Aun así, todas las mujeres son
presentadas como víctimas, incluida la mujer que afirmó claramente que no se
considera a sí misma una víctima”. Masha Gessen explica que si negamos la
capacidad de las mujeres (o adolescentes en el otro ejemplo que pone, el del
senador republicano Ralph Shortey) las estamos infantilizando. Estamos negando
su capacidad para tomar decisiones adultas sobre su vida sexual.
Todo esto empezó con denuncias de verdaderos delitos y abusos: hombres
que por medio de la fuerza o el chantaje, obligaban a mujeres y, en menor
medida, a hombres a satisfacer sus deseos sexuales. Las perseguían, y si no
conseguían lo que querían, las vetaban para futuros trabajos. No solo era
Weinstein (por cierto, con un sector cómplice que ahora, de manera un tanto
hipócrita, pretende dar lecciones sobre feminismo un día al año, en lugar de
cambiar su comportamiento el resto de los días del año, como ha escrito David
Trueba en una brillante columna). Eran hombres que
aprovechaban su situación real de poder para tener sexo con mujeres que se
encontraban en una situación de inferioridad. Hasta aquí más o menos todos
estamos de acuerdo, incluso Catherine Millet. Pero a partir de ese momento todo
empieza a volverse cada vez más confuso. ¿Qué es una situación de poder?
¿Cuándo está la mujer en una situación de inferioridad? Según algunos, siempre.
Por lo tanto, el consenso sexual sería imposible.
Cito a Gessen de nuevo: “La conversación que estamos teniendo sobre el
sexo comenzó con incidentes que implicaban una clara coacción, intimidación y
violencia. Paradójicamente, parece haber producido el sentido de que el
consentimiento significativo es esquivo o incluso imposible. El martes, la
banda Pinegrove anunció que suspendería su gira porque su líder, Evan Stephens
Hall, había sido acusado de coacción sexual. Los detalles de esa acusación
particular no están claros. Pero, en la página de Facebook del grupo, Hall
publicó una declaración que parecía resumir su sensación de que las mujeres, al
menos cuando se enfrentan a un hombre famoso, no pueden tomar decisiones
adultas: “He coqueteado con las fans y en algunas ocasiones he intimado con
personas que conocí en la gira. He llegado a la conclusión ahora de que eso no
es apropiado, incluso si lo inician ellas: siempre habrá una dinámica de poder
desleal en juego en estas situaciones y no está bien que yo ignore eso’.” Las
chicas no sabemos lo que queremos, siempre igual.
Contra esa infantilización protestaron las 100 artistas e intelectuales francesas en un
manifiesto que ha sido malinterpretado en ocasiones por falta
de información y, en otras, por un gran lost in translation cultural
–en Francia no se juzga el comportamiento sexual de los presidentes (Mitterand,
Sarkozy, Hollande o Macron); en EE.UU. la relación de Clinton con Monica
Lewinsky se usó para presentar el impeachment–. Pero también porque
se leyó como una batalla más de la gran guerra cultural. Seguramente, el
manifiesto erraba en el uso del verbo “importunar” entre otras cosas, pero
condenaba la violencia. Lo que el manifiesto no compartía con el #MeToo era la
ola de puritanismo que se ha visto alentada por el mismo. El deseo de
linchamiento puede ser fácilmente satisfecho gracias a las redes sociales. Por
supuesto, esa ola no la ha creado el movimiento, sino que ha aprovechado el
movimiento. Máriam Martínez-Bascuñán ha explicado que “el movimiento #MeToo
no va de libertad ni de puritanismo, sino de la denuncia de una injusticia
omnipresente en la sociedad y cuya eficacia se construye sobre el silencio de
quienes la padecen”. Y puede que así fuera, pero ahora va de algo más.
Cuando hablo de ola de puritanismo me refiero a las peticiones de
retirada de obras de arte (una pieza de Balthus en el MET, entre otras), a las
protestas contra el ciclo dedicado a Roman Polanski en la Cinemathèque o a la
desproporcionada reacción contra Louis C. K.: todas las temporadas de su serie
han sido eliminadas de HBO y su película no llegó a estrenarse. En muchos
artículos se colocan en un mismo nivel Polanski, Louis C. K., Aziz
Ansari, Woody Allen, Harvey Weinstein y Bill Cosby. En algunos casos
se ha pretendido hacer pasar por abuso lo que no era más que una mala cita: la
condición de famoso de Aziz Ansari lo ponía en el punto de mira. Para
acusar de abuso a alguien debería hacer falta algo más que la sincera expresión
de un sentimiento: incomodidad.
Las declaraciones del líder de Pinegrove encajarían en lo que explicaba
el manifiesto de las francesas: “los hombres son obligados a arrepentirse y a
desenterrar, en los confines de su conciencia pasada, un ‘comportamiento fuera
de lugar’ que hayan podido tener hace diez, veinte o treinta años, y del que
deberían arrepentirse. La confesión pública, la incursión de fiscales
autoproclamados en la esfera privada, instala un clima de sociedad
totalitaria”. Ese impulso narcisista autoinculpatorio en ellos nos ha dado
algunos de los artículos más cómicos (sin pretenderlo) de los últimos meses.
Pero el texto más ridículo que hemos podido leer tenía como objeto a
Woody Allen, acusado hace ahora veinticinco años de haber abusado sexualmente
de su hija Dylan, entonces de 7 años, durante una de las visitas establecidas
por el régimen de visitas durante la separación de su mujer, Mia Farrow. (Por
si acaso hay alguien que no lo sepa ya: Farrow descubrió que Allen llevaba unas
semanas acostándose con Soon Yi, una de las hijas adoptivas de la actriz, que
tenía entre 20 años. Aquí podemos ver otra diferencia con Francia: Carla Bruni
vivía con el editor Jean Paul Enthoven antes de enamorarse de su hijo,
Raphael Enthoven, casado a su vez con Justine Levy. Enthoven Jr. es el padre
del primer hijo de Carla Bruni, que poco después se convirtió en primera
dama.) Ya entonces, dos instituciones diferentes concluyeron que no había
indicios para abrir un proceso penal. Hay algunos detalles que pueden servir
para reforzar al menos la presunción de inocencia del director.
Como Natalie Portman, yo creo a Dylan, pero no
de la misma manera: Dylan cree de verdad que su padre abusó de ella. Pero que
ella lo recuerde no quiere decir que sucediera.
En un texto publicado originalmente en The Paris Review, Claire Dereder
se preguntaba “¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?”.
El silogismo base del texto es, más o menos, que como en Manhattan el
personaje que encarna Allen tiene una relación con una menor de edad, Allen es
un monstruo. Dereder no tiene los mismos reparos con todos los tipos de
monstruos: por ejemplo, puede citar a Heidegger como argumento de autoridad sin
que el filonazismo del filósofo, que además tuvo una relación amorosa con una
alumna de 17 años, Hannah Arendt, le hagan cuestionarse qué hacer con el
pensamiento de los monstruos.
La situación es alarmante pero no preocupante. La escritora Elvira Navarro se posicionó pronto
contra los sectores autoproclamados feministas en exclusividad: ¿Nos
estamos quitando de encima la tutela de los padres, maridos e hijos para
soportar ahora la de otras mujeres? ¿No empieza a parecerse esto al control
ejercido por las Tías en El cuento de la criada de Margaret Atwood?
Por cierto que la propia Atwood dice en la introducción de la novela: “¿El cuento
de la criada es una novela feminista? Si eso quiere decir un tratado
ideológico en el que todas las mujeres son ángeles y/o están victimizadas en
tal medida que han perdido la capacidad de elegir moralmente, no. Si quiere
decir una novela en la que las mujeres son seres humanos -con toda la variedad
de personalidades y comportamientos que eso implica- y además son interesantes
e importantes y lo que les ocurre es crucial para el asunto, la estructura y la
trama del libro… Entonces sí. En ese sentido, muchos libros son feministas”.
Navarro pedía que se considerara feministas también a Catherine Deneuve
(por cierto, firmante del manifiesto
de las 343, escrito por Simone de Beauvoir, en el que confesaban
haber abortado exponiéndose así a penas de cárcel; la actriz publicó un texto en Libération explicando su
posición con respecto al #MeToo) y a Atwood, que en un giro inesperado de los
acontecimientos ha pasado de ser considerada la suma sacerdotisa del feminismo
(precisamente por El cuento de la criada) a una traidora cómplice del
patriarcado. Atwood firmó una carta defendiendo la presunción de inocencia –no
la inocencia– de Steven Galloway, acusado de agresión sexual y declarado
después inocente. En su texto, Atwood explica que el uso de
la expresión “caza de brujas” se usa en el acepción que se refiere a procesos
en que los acusados son culpables solo por el hecho de haber sido acusados. Las
“buenas feministas” critican el uso de esa expresión: es apropiación ¿de
género?, dicen, porque las brujas son mujeres. El macartismo también
perseguía hombres.
El feminismo es importante: es luchar porque la mitad de la población
mundial tenga las mismas oportunidades que la otra mitad. Como Caitlin Moran,
creo que “el feminismo es algo demasiado importante como para dejarlo en manos
de académicos”. Precisamente por eso, creo que Margaret Atwood tiene razón
cuando escribe que “El momento #MeToo es un síntoma de un sistema legal
roto. Con demasiada frecuencia, las instituciones, incluidas las estructuras
corporativas, les negaron juicios justos a las mujeres y a otros denunciantes
de abuso sexual, por lo que utilizaron una nueva herramienta: internet. Las
estrellas cayeron del cielo. Esto ha sido muy efectivo y ha sido visto como una
llamada de atención masiva. Pero, ¿qué sigue? El sistema legal puede
arreglarse, o nuestra sociedad puede deshacerse de él. Las instituciones, las
corporaciones y los lugares de trabajo pueden limpiar la casa, o pueden esperar
que caigan más estrellas, y también muchos asteroides”.
(*)
Escritora
© Letras Libres
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