Por Juan Manuel De Prada
La etimología de las palabras esconde sabidurías
muy hondas y provechosas. A nadie se le ocurriría pensar que ‘mente’ y
‘mentira’ comparten la misma etimología, pues nuestra orgullosa condición nos
induce a creer que nuestra mente es más bien una incesante fábrica de verdades.
Pero el genio del lenguaje nos enseña exactamente lo contrario: nos advierte
que lo natural de una mente es urdir mentiras, que lo propiamente mental es la
mentira, que quienes se fían de lo que su mente les dicta estarán siempre engañados;
o, todavía peor, que son embusteros redomados.
Esta enseñanza etimológica nos escandaliza porque
somos fatuos hijos de Descartes. «¡Pienso, luego existo!», afirmamos llenos de
soberbia ególatra; pero en realidad queremos decir: «¡Pienso, luego las cosas
existen!». Los fatuos hijos de Descartes están convencidos de que su mente crea
las cosas. Pero lo cierto es que las cosas existen independientemente de que
nosotros las pensemos e independientemente de lo que nosotros pensemos sobre
ellas; y todas las mentiras salidas de nuestra mente no cambian la realidad. Es
achaque propio del hombre contemporáneo pegarse topetazos con una realidad que
su mente había configurado de modo muy distinto: nos tropezamos con leyes que
no impiden hacer lo que considerábamos permitido, nos tropezamos con un pasado
inamovible que nuestra mentirosa mente había tratado de moldear (o incluso
fabular), nos tropezamos con las debilidades propias de nuestra naturaleza que
nuestra mentirosa mente había disfrazado de fortalezas. «¡Pienso que Cataluña
es independiente, luego nadie puede impedir que esa independencia sea
efectiva!», afirma el hombre contemporáneo. Y también: «¡Pienso que en la
Guerra Civil hubo un bando de buenos y otro de malos, luego la Historia no pude
pretender lo contrario!». O incluso: «¡Pienso que soy un señor con toda la
barba aunque mi cuerpo muestre todos los signos de la feminidad, luego todo
hijo de vecino tiene que darme la razón!». Y así sucesivamente.
Los fatuos hijos de Descartes urden con su
mentirosa mente cualquier desvarío y piensan orgullosamente que se han hecho
una idea clara y cierta de las cosas. Cuando lo cierto es que tener una «idea
clara y cierta» de las cosas suele ser el primer y más delator indicio del
error; pues sólo los imbéciles tienen ideas claras y ciertas de las cosas
complejas. Nuestra imbécil época, a falta de báculo en el que apoyarse (¡de
nuevo las etimologías!), a falta de cosas firmes sobre las que fijarse para
poder avanzar, se apoya en espectros, en mentirosas ideaciones, en fatuos
idealismos que no tienen otra existencia sino la que les suministra nuestro
deseo (o nuestro «pensamiento deseante», como dicen los anglosajones). Este
prejuicio idealista que consiste en hacer depender la existencia de las cosas
de lo que nosotros pensemos sobre ellas (o sea, en convertir nuestra mentirosa
mente en una fábrica de verdades infalibles) es una arrogancia delirante que,
sin embargo, ha nutrido la filosofía desde Descartes, hasta alcanzar su
culminación siniestra, su hinchazón petulante, en Hegel; y luego se vulgarizó a
través de las ideologías, que son el vómito terminal de aquel idealismo
filosófico incorporado a la política, que es la ciencia práctica por
excelencia. Y desde que este idealismo imbécil de mentirosas mentes se incautó de
la política, la ‘polis’ se convirtió en una ínsula quimérica. Con el agravante
de que trató de hacer realidad todas sus ideas delirantes mediante leyes de
obligado acatamiento. Y ¡ay de quien ose rechistar!
Pero la mente humana sólo tiene un modo de no ser
descaradamente mentirosa. Consiste en dejar de formular ideas fantasiosas para
empezar a apoyarse, a través de sus sentidos externos, en la realidad de las
cosas. Los sentidos externos, que son los que nos brindan un testimonio de la
realidad (no del todo fidedigno, pero desde luego menos engañoso que nuestras
ideas), hacen acopio de datos; y con la información ‘en bruto’ que nos brindan
hacemos clasificación y síntesis, mediante nuestras capacidades cognitivas,
para que a continuación la razón trate de establecer (hasta donde pueda)
teorías. Sólo conformándose a la realidad de las cosas, sólo pegándose a ella,
nuestra mente puede reprimir la tentación de la mentira; porque la realidad de
las cosas es un lastre que le dificulta el vuelo ingrávido y fantasioso. El día
en que volvamos a adoptar este método de conocimiento (que era el que
preconizaba Aristóteles) nos daremos cuenta de que todo nuestro mundo
es un inmenso castillo en el aire, un monstruoso castillo de mentiras que
sólo se sostiene porque posee mazmorras en las que se encierra y reprime a
quienes se niegan a actuar como fatuos hijos de Descartes.
© XLSemanal
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