Por Fernando Savater |
Más allá de ciertos
espasmos líricos para celebrar algún momento propio que modestamente tenemos
por glorioso, el libre albedrío suscita rechazo y hasta repugnancia a casi todo
el mundo. En especial cuando se trata de acciones viles, detestables. Los anticuados
las atribuyen a las asechanzas diabólicas, incluso a la posesión infernal (“¡no
nos dejes caer en el mal!”); los modernos, a trastornos mentales, genéticos,
irremediables.
Todo menos considerarnos responsables de lo torpe o lo atroz. El
asesino de Diana Quer no puede ser mentalmente normal, debe
estar enfermo, como el doctor Mengele o Donald Trump. En la antigua URSS se
enviaba a los disidentes al manicomio: un crítico del paraíso bolchevique no
podía estar en sus cabales... Hoy se recurre a las neurociencias para despejar
la incógnita de la libertad, igual que para descifrar un Velázquez podemos llamar a un químico que nos explique
la composición de los pigmentos usados y las fibras de la tela así manchada.
Hacemos el bien por imitación o respuesta evolutiva, el mal por perturbación
psíquica y el resto es literatura. ¡Uf, menudo alivio!
¿Qué haremos con
los malhechores? Lo mejor es desembarazarse de ellos para siempre, aquí
coinciden los antiguos y los modernos: ni los endemoniados ni los psicópatas
pueden reformarse. Hay que ponerles para siempre fuera de la circulación
humana. Son un peligro para la sociedad, tengan veinte años o setenta. Sobre
todo son un peligro para nosotros, los normales, que sentimos tentaciones
diabólicas (nos tienta lo que nos atrae pero nos espanta) y vivimos fascinados
por los psicópatas en novelas o series de televisión. Para ser sinceros, son
ellos los que mandan —los demonios y serial killers— porque
han decidido por nosotros: al encerrarlos definitivamente
guardamos en sus celdas nuestra alma vacilante y traicionera...
© El País (España)
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