Nuevas muestras de
que entre el Gobierno y el Papa
no hay retorno. La influencia de Peña.
Por Roberto García |
Le sirvió a Macri el recorrido vecinal de Francisco por Chile y
Perú. Atrajo medios, cobertura, distrajo y habilitó un debate
sobre si es víctima de bullying papal o si se merece la descortesía de que no
visite el país que preside.
Por el viaje, pudo Macri quedarse más días de vacaciones, planear
su repetido viaje a Davos, prometer mano dura para bajar el déficit y vender
todo lo que haya que vender(se supone que algún temor le produjo la crítica
opinión del FMI, recogida con sordina por los expertos).
Y, sobre todo, logró
guardar bajo la alfombra asperezas y grietas dentro de su gobierno, en el cual
hay muchos “progresistas”, según denunció Carlos Melconian la semana pasada.
Planteo de uno que se entrenó más de una década para jugar el campeonato y,
ahora, apenas si puede verlo desde la platea.
En todo caso, Melconian piensa como Sturzenegger, otro que donó
sangre para Macri durante años y que se ha salvado de que el “progresismo” lo
mande al vestuario culpándolo de monetarismo explícito. Desde el Banco Central,
sin embargo, luchó este mes como en su film preferido, Star Wars, aun
hincándose, para no perder su inversión sanguínea.
Fue insuficiente para desplazarlo la nueva correntada progresista que se
reconoce en un solo autor intelectual, el jefe de Gabinete, Marcos Peña, hoy blanco de todos los demonios,
en especial de los que adhieren a cierta pureza original del macrismo. Como
suele ocurrir en la Casa Rosada, al favorito del mandatario le endosan hasta un
cambio en la ideología oficialista, aprovechando quizás el poder que le
confiere Macri en tiempos electorales.
Incluso le atribuyen al Presidente haber dicho: si Marcos quiere ser un
dictador, que lo sea. Es la ventaja de ganar elecciones o de creer que, por él,
se ganan. Y hoy, aunque parezca lejana la fecha de 2019, está más cerca
de lo imaginado para los protagonistas políticos. Algunos peronistas hasta
barajan la idea de lanzar ya un candidato presidencial, mientras en el Gobierno
se pertrechan debido a que este año será anómalo por el Mundial de Fútbol,
una interrupción que tal vez suspenda rabietas, conatos y revoluciones
para abrir luego la agenda de las presidenciales.
Apuntado. Salvo esa admitida dependencia electoral en la que tanto pesó
Duran Barba, del cual ahora a Peña no se lo observa tan necesitado
–contrata otros encuestadores, por ejemplo–, al jefe de Gabinete le endilgan
culpabilidades varias, entre ellas la indiferencia u hostilidad papal.
Sea por episodios ocurridos cuando Macri era intendente y Bergoglio era
Bergoglio, como la ley igualitaria, o por otros de esta fase presidencial. Sin
embargo, el accidentado pasado porteño no ha sido decisivo: cuando fue elegido
papa, Francisco recibió a Macri con más simpatía que a
Cristina, se alegró de fotografiarse con la hija menor, Antonia.
Luego se invirtieron los roles, la dama superó al ingeniero, pontífice con
corazón sensible ante una viuda plañidera.
Desde entonces llovieron las imputaciones sobre Peña y el enojo del
Vaticano, hasta contradictorias: unos le atribuyen pertenencia al Opus Dei
(dominante fracción religiosa opuesta y en guerra con la Compañía de Jesús a la
que pertenece Francisco) y, otros, una inclinación ateísta imperdonable para la
Iglesia, que prefiere a quienes depositan su fe en cualquier Dios, como el EI,
antes que a los pacíficos descarriados no creyentes en el más allá. Le agregan
otro dato: los padres de su esposa, y ella misma, admitirían cierta inclinacion
–al menos en el pasado– por la militancia trotskista.
Insondable. Para Macri es un misterio inexplicable esa apatía demostrada por
el Papa, y a sus amigos les confesó que no le pudo sacar siquiera una sonrisa
en su última entrevista. Ni haciendo un número vivo. Una situación semejante
que comparten Hugo Moyano o Sergio Massa: nunca quiso recibirlos,
a pesar de plegarias y súplicas.
Esta evidencia destruye esa teoría piadosa de que el Pontífice no puede
ocuparse de la Argentina debido a que juega en ligas superiores (banal versión
del gobernador salteño, Juan Manuel Urtubey, que quiso imponer por
obligación la enseñanza católica en las escuelas de su provincia), cuando es
público el hobby pasional de Francisco por su país y sus acontecimientos. Un
interés casi chismoso, diría Carrió, nutrido con una infinidad de informantes
cuyo destino jamás será una academia, arrancados en muchos casos de sus
vínculos peronistas, gremiales y de la ya extinguida logia Guardia de Hierro
(como se sabe, su “embajador social”, Juan Grabois, es
hijo de un cuadro de esa agrupación, el reflexivo Pajarito).
Estas relaciones, al margen del cotilleo de los personajes, importan por
la ruptura manifiesta entre lo que el Papa considera liberalismo, plata y
patronal, representado por Macri, según él (también por el electo Sebastián
Piñera, al que apenas saludó fría y protocolarmente en Chile), y una
doctrina social cristiana contraria al mercado, de fuerte contenido estatista,
más dedicada a socorrer pobres caritativamente sin importar la naturaleza o
consistencia de los fondos.
Comprensible: en la abundante oferta de pobres, la Iglesia cede
seguidores con otras sectas que también ofrecen luz. Y a él, sus pares seguramente
lo juzgarán por haber sumado o perdido adeptos. Ese pensamiento hoy se
personifica en el Episcopado local que Francisco armó vertical, implacable, a
su gusto y forma.
Finalmente es un general, como cualquier elemento que llega a las
alturas en el ejército de la Compañía de Jesús. Por lo tanto, con Peña o sin
Peña enfrente, difícil que la distancia se acorte entre el Gobierno y el
Vaticano.
© Perfil
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