Por Guillermo Piro |
Cada apasionado de los libros tiene su propia fijación
acerca de cómo ordenarlos en los estantes de la biblioteca. Hay quien prefiere
ordenarlos por género, quien prefiere el orden alfabético, o por editorial, o
por tamaño, o en el orden en que fueron comprados. (Karl Lagerfeld, por
ejemplo, tiene una monstruosa colección de libros de arte, todos ordenados
horizontalmente, unos sobre otros. Juro haber examinado con atención tratando
de descubrir el criterio con que están ordenados, pero no lo encontré.)
Los
libros son objetos bellos y por esto no escapan a la atención de diseñadores de
interiores y fotógrafos, que cuando tienen la ocasión los organizan con
criterios netamente estéticos. Hace unos años, la moda era ordenarlos por
color; ahora a alguien se le ocurrió organizarlos al revés, con el lomo hacia
adentro y poniendo en evidencia las páginas. De ese modo, los libros parecen
más ordenados, en amonía con el resto de la habitación y, naturalmente,
formando una paleta de colores coherente, como explica Natasha Meiningeren en
el blog de diseño Outside and In.
Cada uno hace con sus libros lo que quiere, pero la nueva
moda generó algunas indignaciones entre aquellos que opinan que los libros son
para leerlos –y tal vez un poco también para mostrarlos en los estantes– y no
para ser tratados como un ingrediente del diseño. En un artículo en el sitio
Buzzfeed se les pedía a los lectores que votaran si esta moda les parecía una
“abominación” o algo “absolutamente inocuo”, y el 87 por ciento eligió la
abominación. Una de las primeras fotos de los libros al revés fue publicada en
Instagram en octubre por Carrie Waller, una diseñadora que administra el blog
Dream Green DIY. Waller explicaba: “¿Los libros no combinan bien con los muebles?
No se preocupen. ¿Quieren una solución facilísima? Acomódenlos al revés y todo
estará ordenado”. A algunos les pareció una idea óptima, pero muchos otros la
tildaron de estúpida –a la idea, no a ella; bueno, un poco también a ella.
Muchos, los más prácticos, criticaron la nueva moda diciendo
que de ese modo encontrar un libro es muy complicado y hace perder tiempo. Pero
alguien, desdramatizando, explicó que naturalmente era una solución aplicable
por aquellos que poseen pocos libros, o por aquellos que poseen muchos pero
saben diferenciar entre los que necesitan tener a mano y los que no volverán a
leer nunca más, o por aquellos que heredaron viejos libros y que no tienen la
más mínima intención de leerlos pero que quieren conservarlos. Quienes compran
y leen uno o dos libros por año pueden tener una treintena de libros, y treinta
libros se pueden reconocer sin dificultad, incluso a oscuras.
Si se observa la moda desde otro punto de vista, puede ser
un síntoma de buen gusto, dado que de ese modo los libros no se utilizan para
ostentar erudición y cultura. El que vino a poner orden fue Mark Purcell en el
Telegraph –Purcell es ex bibliotecario del National Trust, la entidad que
preserva los bienes culturales británicos, y autor de varios libros sobre bibliotecología–:
“A nosotros nos parece extraño, pero hasta hace trescientos años cualquier
biblioteca de Inglaterra, Gales o Escocia ordenaba sus libros al revés”.
Efectivamente, antes del siglo XVIII, el nombre del autor y el título no
estaban impresos en la tapa del libro sino en el borde de las páginas. Recién
en el siglo XIX la tapa se volvió un elemento central para promover y vender
los libros, que se habían vuelto un objeto de consumo masivo. El hecho de que
se pueda vivir sin libros es prueba más que suficiente para entender que cuando
se los tiene se puede vivir acomodándolos como a uno se le antoje. Y si el
resultado es bello, mejor.
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