Por Arturo Pérez-Reverte |
Octavio y yo somos amigos hace más de veinte años. Es, sin
embargo, mucho más joven que yo. También es melancólico e inteligente; lo que
no le impide, por fortuna, conservar cierta noble ingenuidad. Vivió la
emigración reciente a la que están condenados tantos jóvenes españoles, aunque
hace poco tuvo la suerte de volver. Como buena parte de su generación, tiempo
atrás, al comienzo de nuestra amistad, hablaba de sus padres con ese
distanciamiento, tan común en esa etapa, propio de los pocos años.
Algo natural
en quien todavía no había hecho guardia en las duras trincheras de la vida. Con
los años y la experiencia, ese despego se transformó en comprensión y afecto.
Pero hasta ahora, nunca lo había oído hablar de sus padres con admiración. Con
tan sereno y lúcido orgullo.
Ocurrió el otro día, Reverte, me cuenta. Y antes de
proseguir se queda un rato mirando la cerveza que tiene delante con ese gesto
de quien, como buen gallego, posee un sentido más bien trágico de la vida: el
de quien sabe, al fin, que ésta es un camino demasiado largo hacia un lugar
demasiado oscuro, bajo un cielo demasiado gris, donde se pasa siempre demasiado
frío. Mis padres, continúa al fin mi amigo, son, ya sabes. Son eso, padres.
Mayores, trabajadores, honrados, de su tiempo. Octogenarios, fíjate. Él y ella.
Siempre los quise más por lo que eran que por lo que hacían o les veía hacer. O
así era antes. Y de pronto, un día, zas. Los miras y ves a otros. A unos que
también estaban ahí, aunque tú no los vieras. Y te lo juro, viejo camarada. Te
emocionas como un chiquillo.
Fui el otro día a comer a su casa, sigue contando Octavio.
Lo hago de vez en cuando, añade. Y me lo dijeron casi a regañadientes, tras uno
de esos largos silencios en los que suelen habitar cuando se trata de sí
mismos. La vecina de arriba aporreando la puerta. Fuego, hay fuego, le gritó a
mi madre, señalando la puerta de al lado. Mi madre llamó a mi padre y salieron
todos al rellano. El olor del humo se mezclaba con los gritos que sonaban en el
interior de la casa. La vecina estaba dentro y pedía ayuda. Tiene cáncer en
fase avanzada y estaba en la cama, sin poder valerse. Todo el edificio lo sabe.
Lo sabía.
Mis padres siempre han tenido llave de esa casa; es
frecuente entre vecinos de toda la vida. Así que figúrate la escena: mis padres
mandan a la vecina a llamar a Emergencias, mi padre se hace con uno de los
extintores de la escalera y se mete en el pasillo lleno de humo sin ver nada,
seguido por mi madre. Ocho o diez metros de pasillo negro, asfixiante, y al
fondo la voz de la vecina que sigue pidiendo auxilio. Imagínatelos, allí, a los
dos abuelos. Mi padre llega hasta la cocina, donde combate el fuego, y mi madre
se mete en la habitación de la vecina, carga con ella hasta la ventana y la
abre para que pueda respirar aire fresco. Al fin llegan los bomberos. Fin del
episodio. Final del drama.
¿Te das cuenta, Reverte?… Yo los escuchaba contar aquello –a
mi madre, que era la que hablaba– sin dar crédito. Mis padres tienen ochenta
años, te repito. ¿Qué habría pasado si se hubieran desmayado, si se hubieran
dado un golpe al no ver entre el humo negro y tóxico?… Y sin embargo, mi madre
me lo refería sin darle importancia, mientras seguía cocinando. Mi padre
permanecía sentado junto a la mesa de la cocina, leyendo el periódico, a lo
suyo, porque ya conocía de sobra la historia. Habían pasado cuatro o cinco días
y el olor a quemado y humo en el edificio era todavía insoportable. Imaginé a
los dos allí dentro y me puse a temblar, te lo juro. Asombrado de que siguieran
en su casa, cocinando y leyendo el periódico. Tan tranquilos. Vivos y tan
tranquilos.
En ese momento, Reverte, le pregunté a mi madre cómo se
decidieron a entrar. Si no hubiera sido más prudente esperar a los bomberos, o
a la ambulancia, antes de meterse en aquel humo negro a jugarse la vida,
entrando de cabeza en la boca del lobo. Y entonces, sin soltar el cuchillo con
el que seguía cortando patatas, haciendo un ademán circular que abarcaba con
naturalidad la escena vivida, el pasillo oculto por el humo y a ellos dos en el
umbral, cada uno con sus ochenta años de vida, y tras mirar brevemente a mi
padre, que seguía leyendo el periódico como si no le interesara demasiado la
conversación, mi madre, fíjate, respondió a mi pregunta resumiéndolo todo en
ocho sencillas palabras: «Pero hijo, ¿y cómo no íbamos a entrar?».
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