Por Manuel Vicent |
En el fastuoso restaurante la Tour d’Argent, de París, que
goza de todas las estrellas y tenedores posibles, estaban sentados a una mesa
dos parejas: el dueño de una multinacional japonesa con su fina y delicada
esposa y un empresario español acompañado de su joven y bella secretaria. Después de varios meses de dura negociación se habían
reunido allí para celebrar con una cena el acuerdo por el que el magnate
japonés se disponía a comprar por muchos millones de euros la empresa española.
En la mesa de este histórico restaurante con vistas al Sena
ante el pato prensado, especialidad de la casa, la conversación discurría entre
ademanes de suma cortesía. Solo la secretaria mantenía una sonrisa forzada,
parecía muy nerviosa y no participaba siquiera en los comentarios más banales.
Al llegar a los postres, ante la botella de Dom Pérignon
cuyas burbujas doradas iban a coronar un negocio redondo, la joven y bella
secretaria no aguantó más. Cuando todo parecía fluir según los ritos más
formales, chinchín, salud, en ese momento, sin mediar palabra, la secretaria
cogió su bolso y comenzó a pegarle con furia bolsazos en la cabeza al magnate
japonés ante el asombro de todos, incluidos camareros y clientes del
establecimiento.
Llevado de su prepotencia, aquel magnate había estado toda
la cena metiéndole mano bajo la falda a la joven secretaria sin dejar de hablar
de millones mientras degustaba a la vez los exquisitos manjares, pero ella no
dejó que pasaran los años para contar semejante humillación como han hecho
algunas actrices de Hollywood y tantas mujeres que sufren el acoso sexual de
sus jefes. Defendió su dignidad en el acto de forma expeditiva sin preocuparle
las consecuencias, usando como arma de mujer su bolso de marca. ¿Qué sucedió
después con el negocio? La respuesta se deja a la imaginación del lector
inteligente.
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