Por Arturo Pérez-Reverte |
Pues eso. Resulta que mi amigo Manolo leyó ayer que
los príncipes de Disney, los guaperas que besaron a Blancanieves y a la Bella
Durmiente para despertarlas del sueño mágico, eran unos agresores sexuales de
tomo y lomo. Leyó eso, como digo, conclusión extraída por una profesora de no
sé qué universidad –la de Osaka, me parece– y comprendió, el infeliz, que
engañado había vivido hasta hoy, Sancho.
Porque el principito que besa a una
principita encantada no lo hace, como él creía, para liberarla del maleficio,
sino porque es hombre y como tal no puede tener buenas intenciones; y porque,
por mucho que se tire el pegote de salvarla, en el fondo lo que quiere es
pillar cacho. Y además, el fin no justifica los medios.
Porque a ver, razonemos. Como la moza está dormida,
no hay manera de que dé su consentimiento. Y eso sitúa ante un imposible
metafísico: sin consentimiento previo, nadie puede besar. Así que es preferible
que el príncipe vaya a mamarla a Parla, y nadie bese a la moza, y ésta siga
dormida hasta dar un consentimiento que sólo puede dar despierta. Pues que
ronque y se fastidie, oyes. Haberte comido un plátano en vez de una manzana,
guapi. Porque, bien mirado, ser felices y yantar perdices, por bonito que
suene, no puede lograrse a costa de una agresión sexual. Ese beso robado y todo
el cuento en general, dice la profesora, son una incitación directa a la
violencia sexual, hasta el punto de que relatos como ese, o sea, casi todos,
son perniciosos para los niños y deberían prohibirse en la escuela, en el cine
y en todas partes. O sea, quemarlos.
Y así, con ese mal rollo en la cabeza, se acostó
Manolo anoche y se despierta de madrugada junto a ese pedazo de señora con la
que tiene la suerte de compartir lecho estos días, o estos años, o toda la
vida, según de qué Manolo se trate. Y como hay algo de luz que entra por la
ventana, se la queda mirando mientras la oye respirar y piensa que nunca está
tan guapa como a estas horas, dormida, tibia, con esa carne estupenda relajada
y cálida, el pelo revuelto en la almohada, la boca entreabierta. Para
comérsela, o sea. Sin pelar. Y, bueno, como Manolo es fulano de normal
constitución y gustos clásicos, siente el estímulo lógico en tales casos, y la
carne, por decirlo de un modo perifrástico, reclama lo natural –todavía no han
logrado convencerlo, aunque todo llegará, de que tampoco eso es natural–. Así
que se dispone a besarla. Pero de pronto se acuerda de Blancanieves, la Bella
Durmiente y la profesora de Osaka y piensa: la cagaste, Burlancaster.
El caso es que Manolo inspira hondo, se levanta de
la cama y se debate con su conciencia en pijama y descalzo por el dormitorio –a
riesgo de agarrar una neumonía–. Mira, duda, vuelve a mirar esa estupenda forma
de mujer bajo la colcha, y vuelve a dar otra vuelta blasfemando en arameo. No
puedo ser tan miserable, se reprocha. No puedo arrimar candela por las buenas.
Tengo que despertarla antes, para que no sea agresión sexual no consentida.
Hola, mi amor, buenos días. ¿Te apetece que te haga un homenaje, y viceversa?
¿No te sentirás violentada en tu libertad? ¿Y en tu igualdad? ¿Y en tu
fraternidad?
La verdad es que no lo ve claro. Ni de coña. La
profesora de Osaka lo ha hecho polvo. La bella durmiente sigue dormida, y a lo
mejor hasta despertarla sin beso, tocándole un hombro, también es agresión
sexual. Atenta contra su libertad de dormir cuanto le salga del chichi. Manolo
se ve, o sea, como los babosos príncipes de los cuentos. Fuma un pitillo para
tranquilizarse, vuelve a pasear por la habitación –la neumonía está a punto de
caramelo–, se para de nuevo a mirarla. La verdad es que está guapa que se
rompe, piensa. Se acerca con cautela y la destapa un poco. El camisón de seda
se ha movido y se le ve una teta –o como se diga ahora– preciosa, espléndida,
gloriosa. La carne pecadora acucia a Manolo de nuevo. Pero se acuerda otra vez
de la de Osaka, así que, en un acto de voluntad admirable, va al cuarto de baño
y se da una ducha fría, por no hacerse otra cosa. Sale tiritando, se pone otra
vez el pijama y se mete en la cama, orgulloso de sí mismo. Pero como está
aterido y ella sigue tibia que te mueres, se pega a su cuerpo cálido. Entonces
ella se vuelve hacia él, dormida aún, y a tientas, en sueños todavía, le pone
una mano en plena bisectriz y murmura «cariño». Y, bueno. Manolo ignora si está
soñando con él o con George Clooney, pero le da igual. Porque ese es el momento
exacto en que a la profesora de Osaka le dan mucho por el sake.
© XLSemanal
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