Por Luis Alberto Romero (*) |
Un muerto hubiera convertido en tragedia el drama de la
democracia argentina representado los pasados jueves 14 y lunes 18.
En dos
escenarios simultáneos, la plaza y el recinto del Congreso, se teatralizaron
dos maneras de entender la democracia, cuya habitual coexistencia pudo
convertirse en colisión violenta.
En la plaza, grupos de manifestantes agredieron a las
fuerzas de seguridad y pretendieron invadir el recinto donde deliberaban los
diputados. El jueves lo defendió una Gendarmería profesional y dura, remplazada
el lunes por bisoños policías urbanos, quienes pusieron el cuerpo y la cabeza a
los piedrazos. Hubo contusos y heridos de ambos lados, pero faltó ese muerto
con el que la facción kirchnerista hubiera logrado su propósito: levantar la
sesión.
Dos cosas quedaron claras al fin de estas jornadas: el
imprevisible impacto que la violencia exacerbada está provocando en la política
democrática y, como telón, el renacido conflicto entre dos formas de entender
esta política.
Una tensión nunca resuelta recorre la democracia. El
"pueblo soberano", fuente de la legitimidad, es un ente de existencia
abstracta, que puede sustantivarse de distintas maneras. Para algunos, el
pueblo gobierna de manera directa en asambleas o bien se expresa de manera
unívoca, aclamando a un líder que interpreta su voluntad. Para verlo en acción,
les basta con una multitud numerosa y expresiva. Para otros, ninguna asamblea
podrá equivaler al pueblo, la aclamación es inverosímil, y la delegación en una
persona conduce a la tiranía.
Nuestra Constitución, como muchas en su tiempo, optó por
otra alternativa: el régimen representativo. Estableció taxativamente que el
pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes. Electos
por el sufragio ciudadano, encarnan transitoriamente al pueblo soberano, y
deliberan de acuerdo con reglas precisas, destinadas a garantizar su libre
discernimiento. Es una manera verosímil de transformar lo abstracto en
concreto.
Ambos criterios coexisten desde la Revolución Francesa,
cuando la Convención estaba permanentemente cuestionada por los sans culottes de la calle. Desde
entonces coexisten quienes ven al pueblo en los magistrados y legisladores que
lo representan, y quienes lo encuentran en las reuniones masivas, donde la
gente se expresa con vehemencia, para influir sobre los representantes. Esta
interacción y competencia entre la calle y el Congreso es tan intensa como
apasionante. ¿Cuál de las dos es más legítima?
Aunque la Constitución es muy clara, son muchos los que
creen en la primacía del "pueblo" reunido. "Esta ley se gana o
se pierde en la calle", dijo el jueves la diputada V. Donda; uniendo la
acción a la palabra, se sumó a los manifestantes para derribar las vallas que
protegían el recinto.
La facción kirchnerista y sus aliados, decidida a bloquear
la sesión, jugó en los dos escenarios. En la calle, un conjunto de violentos
fogoneó los incidentes para sumar fotos que probaran la salvaje represión del
"pueblo" y justificaran el levantamiento de la sesión. En la Cámara
utilizaron los métodos de la calle, patoteando a los diputados justicialistas
acuerdistas y hasta al presidente de la Cámara. La misma Donda, que exhibió
como trofeo de combate su pierna vendada y sus muletas, recurrió a una cacerola
para obstruir la discusión.
La violencia en la calle es preocupante, pero su cruce con
la actividad parlamentaria es más inquietante aún. Romper la deliberación
apelando a la violencia fue el método de Mussolini y Hitler, y -mucho antes- el
de quienes, a fines del siglo XIX, descubrieron que esta política del grito y
la camorra hería al parlamentarismo en su talón de Aquiles.
La escena de aquel jueves y aquel lunes exigió algo más que
la identificación del "pueblo soberano" con una manifestación masiva.
Había que aceptar que el pueblo hablaba a través del reducido grupo de
violentos, organizados para provocar a las fuerzas de seguridad. ¿Resulta
verosímil esta identificación? No faltan precedentes. En el siglo XIX, G. Sorel
apostó a la violencia para desatar la lucha de clases. Los anarquistas -como
nuestro RAM- creían en la violencia terrorista para destruir al Estado. Lenin y
Trotski desarrollaron la idea de la vanguardia consciente del proletariado. El
fascismo usó los grupos de choque para depurar al pueblo de indeseables.
En el mundo del peronismo no hay mucha teoría, pero sí una
rica experiencia práctica, cultivada por guardaespaldas, barrabravas y otros
afines. Sólo una inmensa fe en la bondad intrínseca del pueblo permite creer
que este se exprese a través de semejantes voceros. Y sin embargo, un costado
no menor de la opinión pública es sensible a esos argumentos.
Pero hay algo más. Nadie sabe con certeza qué hacer con la
violencia en la calle. En 1983 creímos definitivamente cerrada esta
experiencia. Nunca más. Sin embargo, la violencia reapareció desde 1995 y se
expandió durante la crisis iniciada en 2001, que puso en cuestión la
legitimidad de la representación. Ese germen de violencia parece desarrollarse
hoy, impulsado por irresponsables aprendices de hechiceros.
¿Qué debe hacer un gobierno republicano frente a estos
brotes violentos, que surgen entremezclados con manifestaciones legítimas?
¿Cómo debe emplear el Estado la fuerza, cuyo monopolio detenta? La respuesta no
es fácil. El Proceso nos legó unas fuerzas de seguridad sumamente deterioradas,
cuyo accionar es imprevisible, particularmente por la tendencia al gatillo
fácil y al apaleo. Siempre se debe indagar si hubo brutalidad, pero una buena
parte de la opinión la da por probada de antemano.
Por otro lado, el sano movimiento cívico de repudio a la
represión militar terminó tachando de autoritarismo cualquier forma de
autoridad, y de represivo cualquier uso de la fuerza publica. Es singular que
no haya un sinónimo aceptado para esta palabra, irremediablemente denostativa.
El Estado no encuentra hoy una forma legítima y aceptada de
ejercer la fuerza pública que no sea descalificada como represiva y
dictatorial. Quizá por eso los Kirchner tercerizaron la represión, recurriendo
a grupos afines, como los matones de la Unión Ferroviaria que dieron muerte a
Mariano Ferreyra.
El lunes 18, la facción kirchnerista perdió una batalla,
pero anunció cuál será su camino político futuro. Cuenta con los grupos de
acción organizados y con un sector importante de la opinión, dispuesto a
legitimar este tipo de episodios. El gobierno de Macri se ha comprometido a
restablecer el orden público, como se lo demanda una buena parte de la
sociedad. Está tratando de depurar y reformar a las fuerzas de seguridad, y de
momento las utiliza con precaución.
Pero la mayoría de la gente, incluso quienes reclaman por el
orden, presupone que todo su accionar es represivo e ilegítimo. En este caso,
como en muchos otros, el Gobierno queda colocado en situación de elegir entre
soluciones malas o peores. Empeñado en la normalización del país, transita por
un estrecho desfiladero, aun a riesgo de despeñarse.
(*) Historiador
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