Por Jorge Fernández Díaz |
El submarino del capitán Trama ingresó en el puerto de
Norfolk bajo una niebla ominosa. Su misión secreta consistía en participar de
una guerra ficticia. Fue recibido por altos oficiales de esa base naval y quedó
al cuidado logístico del USS Canopus, un buque que abastecía a otros cinco
submarinos clase Los Angeles. Gustavo Trama y sus hombres fueron alojados en
tierra y agasajados bajo las usuales normas de la fraternidad del mar.
El ARA
San Juan había zarpado el 17 de febrero de 1994 desde Mar del Plata y estaba
ahora en el Atlántico Norte por una única razón: la flota más poderosa de la
Tierra utilizaba desde hacía décadas submarinos nucleares, y quería probar su
sistema de detección y su capacidad de maniobra frente a una nave convencional.
Acaso la leyenda y el prestigio del ARA San Luis hacían más interesante todo el
operativo: aquel otro submarino diésel-eléctrico con torpedos filoguiados,
primo mayor del San Juan, había vuelto literalmente locos a los tripulantes de
la Royal Navy durante la guerra de Malvinas, y su derrotero era estudiado con
admiración.
Trama llegaba a esas fechas con vasta experiencia. Había
encontrado su vocación en el cine clásico de Ford, Fuller y Powell. Y se había
sometido a esa escuela extremadamente rigurosa: años después él mismo ejercería
allí como instructor de submarinistas y buzos tácticos. El oficio no es para
cualquiera. En cuanto un aspirante ejecuta el "escape del submarino",
dentro de un tanque de agua y a través de una escotilla, se descubre si
verdaderamente posee la fibra necesaria para emprender esa épica. Es una prueba
crucial, que prefigura una vida de navegaciones largas y espacios cortos, poco
recomendable para los impacientes, los expansivos, los conflictivos y los
claustrofóbicos. Un viejo chiste asegura que la Marina se divide entre los
submarinistas y los que no pudieron serlo. En el bautismo del ARA San Juan
tocaron la marcha "Viejos camaradas", que frasea: "Tanto en la
necesidad como en el peligro, siempre manteniéndonos juntos". Ese himno
también alude a la filosofía pragmática del "hoy es hoy", porque así
es "la vida del guerrero".
En una sala de situación, Trama y los demás guerreros de la
base de Norfolk fueron anoticiados acerca de la batalla estratégica y
psicológica que daría comienzo cuanto antes. Partirían de una hipótesis
territorial, el desembarco militar bajo presunto fuego hostil y el rescate de
imaginarios rehenes que mantenían prisioneros en una embajada inexistente.
Habría dos equipos: uno azul, que concentraría a la Segunda Flota, encargada de
la recuperación, y uno rojo, que haría las veces de enemigo y trataría de
impedir esas acciones. Los azules corrían con obvia ventaja: más de treinta
unidades de línea, incluidos dos portaaviones, destructores, submarinos, buques
logísticos y la nave Comando, el USS Mount Whitney. Los rojos, que tenían la
orden de esconderse y atacar, eran solo tres fantasmas sumergibles; el San Juan
estaba entre ellos. El ejercicio debería efectuarse en áreas de diversa
profundidad, y Trama pensó íntimamente que se trataba de una cacería y que la
mejor tecnología del mundo los buscaría para batirlos o neutralizarlos. Una
ejercitación de semejante complejidad es mucho más que un juego: está en
cuestión el orgullo y se vive como una guerra real.
El San Juan se sumergió al este del cabo Hatteras y se lanzó
a la aventura de no ser descubierto y de lastimar a la US Navy. A partir de
entonces hubo abordo silencio mortal y alerta constante. Los azules lanzaban
desde el aire sonoboyas y los helicópteros rastrillaban con prismáticos y
sonares la zona operacional. La embarcación argentina se cruzó con un submarino
azul, que no llegó a detectarla, y más adelante, se metió entre varios
pesqueros y navegó a plano de periscopio haciendo creer a todos que era uno de
ellos. Esas jugadas son riesgosas: en zona de submarinos nucleares una colisión
bajo el agua puede tener una dimensión extraordinaria, y las redes de pesca
pueden malograr el ardid y causar accidentes fatales.
Durante jornadas de insomnio y atención completa, en
situación de combate, el San Juan fue completamente invisible. Llegó a cursar
tres días sin hacer snorkel, escuchando el acecho de los aviones, los
helicópteros y los distintos barcos azules. Hasta que ubicados en una nueva
área de patrulla, de pronto el sonarista le comunicó a Trama rumores acústicos
inequívocos. Esta vez no se trataba de simples incursiones; la mismísima
Segunda Flota del Atlántico Norte parecía encontrarse a pocas millas náuticas.
Con los instrumentos, el capitán confirmó la presunción y concluyó que venían
directamente hacia ellos; ordenó entre susurros avanzar también a su encuentro,
pero con rumbo oblicuo. Todo indicaba que los destructores estaban formando una
cortina protectora en la vanguardia. Frecuentemente, eso significa que protegen
en el núcleo al buque Comando. Trama bajó la velocidad a tres nudos,
especulando con la corriente, y dejó que los destructores lo pasaran por encima
sin sospechar nada. Atravesó así la cortina, ordenó emersión a plano de
periscopio y divisó el centro mismo de la formación a unos cinco mil metros. Se
trataba efectivamente del USS Maunt Whitney. En un combate real, Trama habría
disparado un solo torpedo: a esa distancia no hay forma de fallar, lo hubiera
hundido de inmediato. Lo que hizo esta vez fue tomar una foto desde esa
posición, volvió a sumergirse con sigilo y transmitió la novedad encriptada.
Siguieron jugando al gato y al ratón con ese submarino endemoniado durante dos
días más, hasta que fracasados todos los intentos de localización, les
ordenaron reaparecer y volver a puerto. En el muelle, el comandante del bando
rojo les gritaba: "¡Los vencimos!".
Al regresar a casa, Trama descubrió que había bajado ocho
kilos y sospechó que esa misión lo perseguiría a lo largo de toda su carrera.
De hecho, durante varios viajes profesionales sus colegas de otros países se
encargaron de recordarle aquella proeza: el ejercicio fue un hito porque
demostró la vigencia, la ubicuidad insólita, la mortífera eficacia de los
submarinos convencionales. El capitán llegó a contralmirante y nunca consideró
que aquel simulacro tuviera el valor de una hazaña. Hubiera preferido combatir
en Malvinas con ese mismo buque y esa misma dotación. Pero existe un fuerte
vínculo sentimental entre el comandante y la nave que lo arropó en aquella
peripecia famosa. Es por eso que cuando la noticia de su desaparición le llegó
por WhatsApp se le aceleró el pulso. Entre los 44 figuraba el suboficial
principal Javier Gallardo, que en 1994 era su cabo de operaciones (infinidad de
veces se acodaron juntos en la carta náutica para estudiar las corrientes), y
también el hijo de su gran amigo, el capitán Jorge Bergallo, con quien
compartieron vacaciones y crianza. A Trama y a Bergallo se unió otro profesor
de la Escuela de Guerra Conjunta: Alejandro Kenny. El Ministerio de Defensa los
sacó a los tres de su retiro y los nombró en una comisión cuyo objeto consiste
en resolver, cueste lo que cueste, el doloroso enigma. Trama fue preparado para
ser un guerrero; nunca imaginó que debería ser un detective. Y el ARA San Juan,
su compañero más fiel, fue diseñado para volverse invisible al ojo humano. Hoy,
librado a su suerte, sigue paradójicamente cumpliendo ese destino inescrutable.
La vida es caprichosa, tiene vueltas sorprendentes, y el océano, como decía
Borges, es un antiguo lenguaje que ya nadie alcanza a descifrar.
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