Por Laura
Di Marco
Millones de argentinos viven en estado de alerta,
envueltos en esa sensación de inminencia de que "algo" -malo,
ciertamente- está a punto de suceder. Son prisioneros de fantasmas del pasado.
Tienen memoria del caos. Vivieron la dictadura, las hiperinflaciones, las
recesiones, los saqueos, la explosión de la bomba de tiempo de la
convertibilidad, el "que se vayan todos". Leen el presente con ojos
en la nuca. Un presente que siempre tiene interpretaciones exageradas.
Para
ellos, un petardo es un incendio y una lluvia de piedras contra una valla es
2001. Son los que compraron dólares -y perdieron- el día que el equipo
económico recalculó las metas inflacionarias y los que entraron en pánico con
las escenas de violencia, mientras se debatía la reforma previsional. Son los
que pasaron los 45 años. Son los sobrevivientes.
Esos sobrevivientes sostienen la creencia de que
"en la Argentina todo termina mal", "que sólo el peronismo puede
gobernar" y, por ende, que "ningún presidente no peronista logra
terminar su mandato". Aunque se trata de creencias ancladas en la realidad
-hechos que, efectivamente, sucedieron en el pasado-, también son un efecto
político del trauma. Este universo es el que experimenta el gobierno de
Cambiemos con un dramatismo extremo, en la misma sintonía que el "círculo
rojo": factores de poder y ciudadanos ultrainformados.
En cambio, los hijos y los nietos de esos
sobrevivientes exhiben otras secuelas: no esperan mucho de los políticos y se
conforman con poco, aunque necesitan pruebas. Según Isonomía, está formado por
un 50% de la sociedad. ¿Y qué clase de pruebas necesitan? Pequeñas, pero
concretas. Obras que mejoren su metro cuadrado, como dirían los encuestadores,
o le reduzcan algún miedo. El miedo a que se inunde el barrio en el que viven,
por ejemplo, o a tener un accidente mortal, en una ruta destruida. La historia
del caos argentino formateó una sociedad de vara baja y umbral de tolerancia
alto. Esa porción de la Argentina -los "frustrados", como los llama
Juan Germano- sólo conecta con la política de modo intermitente: una
desconexión que también podría ser leída como fruto de la decepción. Y no hay
mejor antídoto para evitar la desilusión que bajar las expectativas.
Germano abona esta tesis con el resultado de los
sondeos: "La mayoría de los argentinos no quiere vivir en Puerto Madero.
Si vive en Berazategui, quiere seguir viviendo allí, pero mejor. Por eso el
metrobús o la cloaca significan calidad de vida: 20 minutos más de sueño o
disminuir las enfermedades por falta de agua potable. Y eso ya es un generador
de apoyo". Muchas intendencias siguen la misma lógica: no deslumbran con
un gran delivery de políticas públicas, pero lo poco que hagan, si
impacta en la vida cotidiana, alcanza.
En un país más estable que la Argentina, un anuncio
sobre el recálculo de la meta inflacionaria hubiera provocado una crisis de
apoyo. Pero en la Argentina con estrés postraumático y pánico a los picos
inflacionarios, no. ¿Por qué? Porque mientras la inercia sea hacia la baja, es suficiente,
aunque la tendencia sea más lenta. Es por eso que la mayoría compró la nueva
narrativa oficial: "La recuperación ahora será más lenta, pero el país
está mejorando".
Escribir la historia, escribir el trauma es un texto de
Dominick LaCapra que ofrece pistas sobre las sucesivas tragedias argentinas.
LaCapra es historiador, pero añade conceptos del psicoanálisis -como
melancolía, acting out y elaboración- para profundizar la comprensión de
procesos económicos y políticos. En sus trabajos distingue entre quienes han
sido víctimas directas del trauma -pongamos aquí a los argentinos mayores de 45
años- y quienes vivieron esos hechos de un modo más indirecto, como los hijos o
los nietos: en este casillero se ubica el 40 % del padrón electoral actual. Son
quienes nacieron después de la dictadura.
LaCapra calificaría como un acting out (una
repetición o puesta en acto del pasado) la minicorrida cambiaria del 28 de
diciembre, que colocó el dólar en 19 pesos, para luego desinflarse rápidamente,
al día siguiente. Desplegada, la idea es esta: el acting out, que
siempre es impulsivo, es un producto del trauma. Aunque haya resultado una
inversión ilógica, es emocionalmente lógico que quienes sufrieron grandes
pérdidas con las sucesivas crisis económicas hayan salido a buscar un refugio
conocido.
En sus focus groups, el psicólogo Federico
González, de González y Valladares, retrata los estados de ánimo de una
Argentina lastimada. Esos tránsitos son tres: el infierno -pongamos 2001-, el
limbo -podría ser ahora- y esos pequeños momentos de felicidad, como la
primavera democrática o la falsa burbuja de la convertibilidad. González cree
que hoy estamos en una suerte de limbo, que navega por la incertidumbre.
"Muchos no toleran la incertidumbre e inconscientemente quieren que pase
algo, aunque sea malo", arriesga.
¿Podría pensarse la melancolía como otro
subproducto del trauma? En los años sesenta y principios de los setenta, la
Argentina tenía apenas un 5% de pobreza y la movilidad social de la clase media
exhibía indicadores palpables. Sin embargo, las crónicas periodísticas de la
época no reflejaban esa prosperidad. En verdad, no había nada parecido a una
percepción colectiva de prosperidad. El tono, más bien, seguía siendo de queja
e insatisfacción.
Pérdida y ausencia suenan parecido, pero sus
efectos políticos son muy distintos. Tal es la tesis del trabajo de LaCapra, a
pesar de que ambos conceptos suelen usarse indiscriminadamente en la
investigación histórica. Él usa esa distinción para desenmascarar mitos. Lo
explica así: pérdida indudablemente implica una ausencia, pero lo inverso no
necesariamente es cierto. ¿La idea de la Argentina potencia tuvo, alguna vez,
bases reales o es parte de un mito nacional? En la narrativa emocional de los
argentinos habita la creencia de que estábamos destinados para grandes cosas
-"condenados al éxito", como diría Duhalde-, pero esa grandeza nos
fue injustamente arrebatada, en algún punto del trayecto. La melancolía por esa
supuesta pérdida -que tal vez siempre fue sólo ausencia- es la lente a través
de la cual miran los argentinos que entran en la categoría de sobrevivientes.
El italiano Loris Zanatta suele decir que la
Argentina exagera su propia importancia porque, en el fondo, tiene un complejo
de inferioridad. "Sólo quien se siente inferior tiende a sobreactuar.
Perón soñaba con una Argentina de 100 millones de habitantes, nutrida por la
inmigración. La Argentina potencia. Nada de eso sucedió: fue un fracaso, que
hoy se lee como un éxito. Y ese es parte del problema, que los fracasos se lean
como éxitos".
El psiquiatra francés Boris Cyrulnik es un
explorador del término resiliencia, que hoy se puso de moda. Se aplica a
personas, pero puede extrapolarse a sociedades. La resiliencia es la
reanudación de un nuevo desarrollo, después de un trauma. ¿Y de qué depende que
ese proceso resiliente se active o se aborte? Según él, del sentido que le
otorgamos a esa experiencia. Las heridas se transforman (porque no desaparecen)
cuando las resignificamos: por eso, cuando no comprendemos, quedamos
prisioneros del pasado.
© La Nación
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