Por Carlos Ares (*) |
Algo habrán tenido que ver, supongo, el día, el lugar y la
hora. Lunes, seis de la tarde, en las raíces del Obelisco. El espacio que
conecta las líneas C, B y D del subte. Arriba, afuera, el lanzallamas declina
hacia el oeste. Treinta y tres grados de sensación térmica, según los monitores
de Metrovías colgados del techo. Acá abajo deben ser cincuenta. El aire pesa,
agobia al gentío. Es un tránsito febril, incesante. Todos parecen saber adónde
ir. Menos yo.
Me detuve, desorientado. Venía ya bufando, molesto, irritado
desde la mañana. Arrancás temprano, le ponés ganas, te das una ducha fría
mientras tomás el primer café, revisás los mensajes, los titulares y, casi sin
que te des cuenta, el estado de ánimo se te va al carajo. Barrionuevo, Moyano y
otros se habían reunido en Mar del Plata. Luis “tenemos que dejar de robar”
Barrionuevo decía ahora: “A los sindicatos los atacaron Alfonsín y De la Rúa y
no terminaron su mandato”.
Las propiedades de Moyano. Las de Cavalieri. Los millones de
dólares que Balcedo, el del Sindicato de Obreros y Empleados de Minoridad y
Educación (Soeme), guardaba en cajas de seguridad. El ministro de Trabajo que
hace lo que hace, Zaffaroni que dice lo
que dice, los jueces cómplices de la mafia y así, saltando de una denuncia a
otra, de un delito a un crimen, de un muerto a otro, el espíritu se derrumba.
Es una pena que el estado de ánimo resulte tan lábil, tan sensible a todo lo
que sucede. Una foto, un recuerdo, unas putas declaraciones, y recuperar la
buena onda cuesta un huevo.
Como todos, en momentos así, trato de beber del “vaso medio
lleno”. Balcedo cayó, el Caballo Suárez está preso, el Pata Medina de La Plata
y la banda de la Uocra de Bahía Blanca también. Pero hay días en que no
alcanza. La Justicia solo va por ellos si se nota demasiado que les rebasan los
autos, las casas y la guita de los bolsillos. Se sabe, más si tenés memoria,
que, cuando se ven en peligro, los capos de las “familias” –¿cuántos?, ¿veinte?
¿quinientos?, ¿mil tipos contando hijos, esposas, amantes, testaferros,
“culatas, “barras” que alimentan como grupos de choque?– anudan unos a otros su
poder sobre la garganta del país. Con en el discurso del “pueblo”, de “la patria”
y de “la defensa de los trabajadores”, encubren fortunas personales de
escándalo a simple vista. El único laburo que se les conoce es extorsionar,
reclamar, amenazar y cuidar que no les toquen la de ellos.
Con semejante dosis de mierda era inevitable que el día se
desbarrancara hasta hundirme en un pozo ciego. Así es que venía de la C, seguía
las flechas en dirección a la línea B, pero de pronto estaba yendo hacia la D.
Me detuve, recibí tres o cuatro empujones involuntarios, y fue entonces cuando,
parado ahí, vaya uno a saber de dónde, pensé: ¿Existirá en otros países la
“nube de pedos” o será una más de nuestra orgullosa lista de inventos, como el
colectivo o la birome?
En ocasiones así, cuando me asaltan esas dudas, establezco
asociaciones insólitas. Ejemplo: tengo para mí que “la nube”, un recurso ahora
tan común para guardar y proteger archivos entre los que hacen uso cotidiano de
los servicios tecnológicos, se inspiró en nosotros, en el tipo de creatividad
que nos distingue en el mundo. Un emprendedor oído extranjero, de esos que
vienen a saquear nuestros saberes, escuchó decir de alguien –en el bondi, en la
calle, al pasar– que “vive en una nube
de pedos” y se le reveló la innovación. El tipo, un pichón de Steve Jobs, dio
un respingo ante lo que le resultó evidente. Si eso es posible en la realidad,
también debería serlo en el mundo virtual programando una aplicación con efecto
inodoro. De ahí, “la nube”. De tal modo, como suele suceder, ellos se quedaron
con el negocio y nosotros con el olor.
Un pibe, joven, me preguntó si me pasaba algo. ¿Es posible
vivir en una nube de pedos? Dijo “para allá”. Le agradecí. Las nubes se forman con los vapores del pozo.
Cuando vea una, se sube y se baja en Tronador.
(*) Periodista
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