Por Nicolás Lucca
A raíz de una nota publicada por el sitio británico The
Independent, descubrimos que los millennials –hoy todos son millennials–
consideran que la serie es homofóbica, transfóbica, lesbofóbica, defensora del
abuso sexual, xenófoba y violenta con la aceptación del cuerpo.
No es una cuestión de generalizar, algo que se estima en
cada nota que habla de una generación. Primero, porque los jóvenes que han
dicho estas cosas son los que, valga la redundancia, lo han dicho. Segundo
porque ya le decimos millennials a cualquier cosa. Y tercero porque los jóvenes
no son todos iguales, al igual que usted o yo.
Pero como ya he escuchado cosas similares también por estas
tierras, temiendo el riesgo de que nos pongamos a hacer un ejercicio
revisionista que nos haga mierda las escenas felices de nuestra juventud, voy
primero.
Una chica rica deja plantado a su prometido en el altar.
Enemistada con la familia, termina por aceptar un trabajo de camarera en una
cafetería de barrio.
Un joven profesor judío acepta, emocionado, participar de un
trío sexual con su también joven esposa y la profesora de yoga de esta, todo
para descubrir que su mujer es lesbiana. Una vez divorciados, se entera que su
flamante ex está embarazada de él. Ella se casa con su profesora y, junto a él,
conforman una familia a su modo.
Un hijo de inmigrantes italianos, único varón entre cientos
de hermanas, sueña con ser actor. Mujeriego a más no poder, las pocas veces que
se enamora es el hombre más feliz del mundo. Y el que más sufre.
Una chica se va de su hogar siendo adolescente, luego de que
su madre se suicidara y su padre terminara preso. Vive en la calle de la
basura. De adulta descubrirá que su verdadera madre era la amiga de quien la
crió y que su verdadero padre era su padre adoptivo.
Un joven hijo único de una familia absolutamente
disfuncional busca su lugar en el mundo con la única defensa que tienen los
perdedores: el humor ácido. Su padre dejó a su madre para luego convertirse en
transexual. Su madre se convierte en gurú del sexo a través de la escritura de
libros.
Una chica judía, obsesiva con el orden y la limpieza, con un
pasado de sobrepeso, se convierte, de modo insólito, en chef. Enamoradiza de
corto alcance, pierde la cabeza por un señor que la dobla en edad: el mejor
amigo de su propio padre. Su personaje, en ese entonces, tenía 27 años. Al
igual que todo el grupo de amigos, todos tienen entre veintipoquitos al
comenzar la serie y flamantes treinta al finalizar.
Phoebe Buffey, la que se crió en la calle, descubre que
tiene un hermano que, enamorado de una mujer mayor, no puede tener hijos. Le
presta su vientre para tener trillizos. Enamorada de un científico que tiene
que elegir entre su trabajo y ella, decide soltarlo para que al menos uno de
los dos pueda ser feliz.
Mónica Geller, la chica que salió con el mejor amigo de su
padre se siente absolutamente solitaria en la segunda boda de su hermano –el
padre del hijo del matrimonio de lesbianas a quien le falta todavía un tercer
paso por el altar– y accede a una noche de sexo con su mejor amigo, el hijo del
travesti y la profesora de sexo que, como único antecedente probable de vida
sexual, tiene una exnovia a la que no quería, pero que al menos le garantizaba
no sentirse solo.
Ross Geller, el profesor judío, causaba gracia por su
torpeza y por su reiteración para el matrimonio. El humor con el que se
presentaban esas historias escondían la obsesión de un joven por cumplir con su
deseo de formar una familia tradicional. Enamorado desde la adolescencia de la
joven rica que deja todo, le blanquea su amor siendo adultos. Se enamoran,
salen, se pelean, el tiene un quiebre, pasa la noche con otra chica, su amiga
quiere arreglarse y, el resto de la serie, estará marcado por la disputa entre
si fue una infidelidad o estaban en un impass.
Chandler Bing, el joven tímido de humor ácido y sin
antecedentes amorosos, trabaja en un lugar que detesta, en un empleo que no
consigue explicar a nadie. Cuando quiere renunciar, le ofrecen un mejor salario
y termina aceptando. Tuvo la opción: vivir de lo que me gusta o ser infeliz. Lo
que le gustaba estaba fuera del trabajo y el trabajo era eso, un trabajo.
Perdidamente enamorado de la chica gordita de su adolescencia, de la hermana de
su mejor amigo, se casa con ella. Fue el quiebre de la serie, ya que nada
volvería a ser igual: no existiría más el departamento de las chicas y el de
los chicos. Sin embargo, la serie se hizo cada vez más popular porque los
chicos estaban creciendo.
Joey Tribbiani consigue cumplir su sueño a medias, al
conseguir un empleo tiempo completo en una novela exitosa. Su sueño de llegar a
Hollywood nunca llega, pero jamás baja los brazos y sigue probando una, y otra,
y otra vez en castings de mierda, con papeles horribles. Hace cualquier cosa
con tal de conseguir su sueño. Cualquier cosa. En la relación de los seis
amigos, Joey es un suerte de argamasa, el que todo lo soporta, el que esconde
todos los secretos, el que siempre está para ayudar hasta el extremo de
proponerle matrimonio primero a una amiga y luego a otra porque pensaba que
estaban embarazadas y el supuesto padre se las había tomado. Incluso renuncia a
una relación amorosa cuando descubre que su mejor amigo estaba realmente
enamorado de ella.
Rachel Green, la joven ex rica trabajó de camarera mientras
perseguía su sueño de ser modista. Al final, termina por trabajar para Ralph
Lauren. En el medio, el aprendizaje de que en el mundo real su padre no está
para cumplirle todos los caprichos y que no se puede ser independiente y vivir
de papá, la lleva a situaciones presentadas como hilarantes, pero en las que,
si se mira bien, se puede percibir el sufrimiento de su personaje. El
sufrimiento de crecer.
Y es que de eso se trata Friends: de crecer. De crecer en un
mundo de mierda, de crecer en un entorno desconocido, de crecer con lo que te
tocó y no con lo que elegiste, de crecer eligiendo lo que podés y aceptando o
rechazando lo que no, de crecer haciendo cosas que nunca se habían hecho, de
crecer con cada error, con cada pifie. De crecer.
Toda esta argumentación ocurrió entre 1994 y 2004. No ayer,
no hoy. Hablar de matrimonio igualitario en 1994 no era sencillo. Que una serie
lo hiciera en su primera temporada era una cuestión de valentía o imprudencia.
Hablar de vientres subrogados es incómodo en 2018. Piensen por un segundo lo
que era hace 20 años.
Entiendo que puede chocar que no haya un negro en el grupo,
o un homosexual, pero la serie trata de un grupo de amigos cualquiera. Y como
cualquier grupo de amigos puede tener un puto, o no, puede tener un negro, o
no, puede tener un discapacitado, o no. Salvo que se pretenda sacar una ley que
obligue a que todos tengamos un cupo de amigos. No está mal, sería una forma de
blanquear el “tengo un amigo judío”, que dicho sea de paso, en la serie eran
dos.
Modern Family era el modelo de serie que correspondía a los
tiempos que corrieron los años pasados. Un hombre casado en segundas nupcias
con una inmigrante madre soltera, también es padre de una chica casada con una
familia “normal” y un hijo gay, también casado. Con otro gay, claro. En un par
de años la analizarán y cuestionarán que el personaje gay era demasiado
estereotipado, del mismo modo que ya se quejan de que la latina no cumple con
el estereotipo de la latina. Incoherencia, imagen homogénea. Corrección.
También he leído que, de Friends, resultaba chocante que
Mónica se riera de su pasado de sobrepeso o que Rachel lo hiciera con su
antigua nariz –algo que era un guiño a la historia de la propia Jennifer
Aniston– pero no siempre la única opción es “aceptar tu cuerpo tal cómo es”.
Algunos eligen bajar de peso, del mismo modo que algunos eligen cambiar de
sexo. No se puede criticar uno y apoyar al otro sin reventar de incoherencia.
En la serie no se ríen del diferente. Se ríen de todo lo que les pasa. De todo.
Que en una serie se cuenten seis historias de vida de mierda
y, en vez de prestar atención al ejercicio de autosuperación personal y
aprendizaje de jóvenes que dejaron todo para perseguir su sueño sin saber, en
un par de casos, siquiera cuál era ese sueño, no habla mal de la serie. Habla
mucho del que la critica por pelotudeces.
Dice que, para ser amigos, pareciera que primero miran la
orientación sexual o el color de piel de una persona antes que su forma de ser.
Dice que creen tenerla tan clara que todos podrían aceptar sin ningún problema
que su padre sea travesti y que ello no les generaría ningún tipo de
incomodidad al compartir espacio en público, pidiendo que todos sean iguales
con lo que a ellos no les pasó. Dice, también, que no les importa si una mujer
superó un suicidio materno, un padre preso, un abandono de sus padres
biológicos, vivir en la calle, elegir estar sola y poner su cuerpo para tres
hijos ajenos, sino que lo importante son los chistes que hace.
Pero por sobre todas las cosas, dice que vivimos tiempos
complicados, en los que lo importante es la postura frente a los demás, la
actuación en la vida cotidiana, y no la esencia de las personas. La esencia,
esa llama interna que lleva a que chicos de veintipocos se vayan de la casa de
sus padres a vivir con lo que tienen, dejen la comodidad del hogar familiar
para irse a un barrio peligroso, con vecinos exhibicionistas y porteros
chantas, a compartir departamento y gastos, a trabajar de cualquier cosa y
ponerle toda la garra a lo que hacen, aunque no les guste, porque de algo hay
que vivir. A enamorarse una y otra vez, a pesar de verlos sufrir como locos
cada vez que no funciona. Porque la vida es eso: una concatenación de
incomodidades que buscamos acomodar para que incomoden lo menos posible. Y
porque cualquier fracaso, por peor que sea, es mejor que no haberlo intentado.
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