Por Guillermo Piro |
Las horas más frías requieren bebidas calientes. Es una
regla que atraviesa las noches de invierno de los siglos. Dependiendo de cuánto
frío haga, se puede elegir entre una tisana, un té o un café. Pero las almas
más nobles y fuertes indefectiblemente elegirán el alcohol. Y los más nobles y
fuertes de entre los más nobles y fuertes elegirán el ponche. No uno cualquiera,
sino el que sigue la receta de Charles Dickens.
La palabra ponche proviene del inglés punch, que a su vez
proviene del hindi paanch, que significa “cinco”, que es el número de los
ingredientes del ponche tradicional. Hoy en día la palabra ponche remite a algo
bastante general: puede tener alcohol o no, puede tener jugo de frutas o no.
Lo que sí suele no haber variado con el paso de los años es que se sirve en
unos grandes recipientes llamados poncheras (hay veces en que la lógica de la
lengua española es avasalladora).
Charles Dickens era un discreto bartender. Eso se sabe
leyendo sus cartas y sobre todo un libro escrito por su bisnieto, Cedric
Dickens, Drinking With Dickens, un libro de 1988 (Cedric murió en 2006) donde
da cuenta de todas las preferencias alcohólicas del célebre bisabuelo. Charles
Dickens preparó el ponche durante muchos años, y le hubiera encantado pasearse
por el mundo llevando un pequeño cartel en la solapa que dijera que el portador
hacía los mejores ponches del planeta. El ponche de Dickens (es decir el ponche
de mediados del siglo XIX) llevaba alcohol y se servía caliente, mezclando
distintas sustancias y calentando luego el preparado. Es difícil saber si
servía a Dickens de inspiración para sus aventuras literarias, que son crueles
y son muchas, o si conseguía relajarlo de su vida familiar, llena de hijos y
problemas. En cualquier caso lo hacía, lo ofrecía y lo bebía. Y a juzgar por el
hecho de que nadie osó jamás contradecirlo, su ponche se consideraba de lo
mejor que un mortal podía degustar en su corta carrera por la Tierra.
Para prepararlo hacen falta varios ingredientes y al menos
trece pasos. Quien quiera ofrecércelo a un grupo numeroso (de al menos ocho
personas) deberá previamente hacerse de una buena cantidad de azúcar, tres
limones, dos tazas de ron (uno intenso, como el Smith & Cross, sería
perfecto), un cuarto de taza de cognac (si fuera Courvoisier, mejor) y cinco
tazas de té negro (o de agua caliente).
Y ahora sí, la receta: en una olla, poner el azúcar y la
cáscara de los tres limones. Después, con un palo de mortero, hay que hacer que
las cáscaras de limón expulsen su jugo. Ahora hay que dejar reposar durante
treinta minutos y luego agregarle el ron y el cognac.
¿Ya está? Ahora viene la parte más divertida: se toma una
cucharada del preparado y se le prende fuego. Con cuidado se le acerca un
fósforo a la cuchara y luego, cuando encendió, se lo usa para extender el fuego
a todo el líquido contenido en la olla. El fuego deberá durar tres minutos, de
manera que derrita el azúcar y extraiga los aceites de las cáscaras de limón.
Para apagarlo hay que cubrir la olla con algo (la tapa de la olla sirve para
eso: hay veces en que la lógica de las cosas es avasalladora).
Y ahora lo último: quitar las cáscaras de limón y
escurrirlas (si se las deja demasiado tiempo pueden darle al preparado un sabor
amargo). Luego agregar el jugo de los tres limones pelados y el té o el agua
caliente. Si se va a servir caliente, agregar rodajas de cítricos variados y
esparcir por encima nuez moscada rallada. Los invitados agradecerán el sabor de
una bebida que vuelve menos frías las noches de cualquier gran escritor. Es
cierto que aquí grandes escritores ya no quedan, pero eso es un detalle.
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