Trump dicer ser un "genio muy estable". (Foto: Eric Thayer / The New York Times) |
Por Paul Krugman
Al igual que millones de personas en todo el mundo, me
tranquilizó saber que Donald Trump es un “genio muy estable”. Y es que, si no
lo fuera —si en cambio fuera un aspirante a tirano errático, vengativo,
desinformado y perezoso— estaríamos en verdaderos problemas.
Seamos honestos: Estados Unidos con frecuencia ha sido
presidido por hombres mediocres, algunos de los cuales han tenido
personalidades desagradables. Sin embargo, por lo general, no han hecho mucho
daño, por dos razones.
La primera es que los presidentes de segunda clase se han
rodeado con frecuencia de servidores públicos de primera clase. Como ejemplo,
miren la lista de los secretarios del Tesoro desde que se fundó la nación;
aunque no todos los que han ocupado ese cargo eran iguales a Alexander Hamilton
(quien creó el Tesoro), es, en general, un contingente bastante impresionante
—y eso ha sido importante—.
Se ha debatido si Ronald Reagan, a quien diagnosticaron con
alzhéimer cinco años después de que dejara la presidencia, ya mostraba síntomas
de deterioro cognitivo durante su segundo mandato. No obstante, con James Baker
en el Departamento del Tesoro y George Shultz en el de Estado, no había nada de
qué preocuparse en cuanto a si había gente competente que tomara las grandes
decisiones.
Segunda: nuestro sistema de pesos y contrapesos ha limitado
a los presidentes que de otro modo podrían haber estado tentados a ignorar el
Estado de derecho o a abusar de su cargo. Aunque probablemente hemos tenido
altos ejecutivos que anhelaban encarcelar a sus críticos o enriquecerse
mientras estaban en el cargo, ninguno de ellos se atrevió a hacer sus deseos
realidad.
Pero eso era antes. Con el “genio muy estable” al mando, las
reglas antiguas ya no aplican.
Cuando ese “genio muy estable” se mudó a la Casa Blanca,
trajo consigo a una colección extraordinaria de subordinados —y los llamo en el
peor de los sentidos—. Algunos de ellos ya se fueron, como Michael Flynn, a
quien Trump nombró asesor de seguridad nacional pese a que ya lo rodeaban
interrogantes por sus vínculos extranjeros y quien en diciembre se declaró
culpable de mentirle al FBI sobre esos vínculos. También se fue Tom Price,
secretario de Salud y Servicios Humanos que renunció debido a su adicción a
costosos viajes en avión privado.
Sin embargo, otros todavía siguen ahí; seguramente pensar en
Steve Mnuchin liderando el Tesoro hace a Hamilton revolcarse en su tumba. Y
muchos nombramientos increíblemente malos han pasado casi inadvertidos entre el
público general. Solo podemos darnos una idea de qué tan deplorables son las
cosas por la noticias que se filtran de vez en cuando, como que la persona a la
que Trump nombró para dirigir el Servicio de Salud para indígenas parece haber
mentido sobre sus credenciales (una vocera del Departamento de Salud y
Servicios Humanos dice que un tornado destruyó sus documentos de antecedentes
laborales).
Y mientras ingresa la gente no calificada, la calificada
está huyendo. Ha habido un gran éxodo de personal con experiencia en el
Departamento de Estado; quizá todavía más alarmante es que se dice que hay un
éxodo similar en la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por su sigla en
inglés).
En otras palabras, en tan solo un año, Trump nos ha acercado
bastante a un gobierno de los peores y más tontos. Así que digamos que es
bastante bueno que el hombre en el puesto más alto es, “como, muy inteligente”.
Mientras tanto, ¿qué ha sucedido con las restricciones ante
un mal comportamiento presidencial? Digo, los pesos y contrapesos ya son muy de
la década de los setenta, ¿no? Puede que a los republicanos les hayan importado
los actos ilegales del presidente durante el escándalo de Watergate, pero estos
días claramente consideran que su trabajo es proteger los privilegios del
“genio muy estable”, es decir, dejarlo hacer lo que quiera.
Inclúyanme entre aquellos a los que no les parecieron tan
impactantes las revelaciones del nuevo libro de Michael Wolff porque solo
confirman lo que ya nos han dicho muchos informes sobre esta Casa Blanca. La
noticia realmente destacada de la semana pasada, a mi parecer, se trata de las
indicaciones que han dado importantes republicanos en el congreso de que están
cada vez más decididos a participar en la obstrucción de la justicia.
Hasta ahora, no había quedado totalmente claro si los
miembros del congreso a favor del encubrimiento, como Devin Nunes —quien ha
estado acosando al Departamento de Justicia mientras este trata de investigar
la interferencia que habría tenido Rusia en la elección presidencial—, eran por
cuenta propia. Sin embargo, Paul Ryan, el presidente de la Cámara de
Representantes, ahora se ha sumado por completo a las filas de Nunes, lo que
representa estar totalmente a favor de la obstrucción.
Al mismo tiempo, dos senadores republicanos refirieron al
Departamento de Justicia (la primera vez que se sabe que lo hacen) a que
investigue penalmente a alguien como parte de su propia pesquisa sobre la
intervención rusa: no se trata de aquellos que pudieran haber trabajado con una
potencia extranjera hostil, sino del exespía británico que elaboró un documento
sobre la posible colusión entre Trump y Moscú.
En otras palabras, sin importar lo mucho que el mundo se
cuestione si Trump es apto para estar en el poder, las únicas personas que
podrían limitarlo están haciendo todo lo posible por ponerlo por encima del
Estado de derecho.
Hasta ahora, la implosión de las normas políticas de Estados
Unidos ha tenido un efecto considerablemente menor en nuestra vida cotidiana
(excepto que residas en un Puerto Rico azotado por huracanes y sigas esperando
a que se restablezca la electricidad debido a una respuesta federal
inadecuada). El presidente pasa las mañanas viendo televisión y tuiteando su
enojo, ha sembrado el caos en cuanto a la capacidad del gobierno y su partido
no quiere que sepas si es un agente trabajando a favor de alguien en el
extranjero. Sin embargo, las bolsas están al alza, la economía está en auge y
no hemos iniciado nuevas guerras.
Todavía estamos en los inicios. Pasamos más de dos siglos
construyendo una gran nación y hasta un “genio muy estable” quizá requiera un
par de años para completar su ruina.
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