El papa Francisco en Lima, Perú, el 19 de enero de 2018. (Foto / Luka Gonzales/Agence France-Presse) |
Por Rafael
Gumucio (*)
Este es un país muy desconfiado. La presidenta
Michelle Bachelet se lo advirtió al papa Francisco no bien pisó Chile el 15 de
enero. Cuatro días de visita por el centro, sur y extremo norte del país no
bastaron para disipar esa desconfianza. En Chile, Francisco se convirtió en la
prueba viva de que no hay nada más estrecho que el ancho camino del medio: en
su breve pontificado ha logrado defraudar las esperanzas de conservadores y
progresistas.
En cinco años, el papa ha visitado países de
mayoría musulmana, judía, protestante, y ateos, todos ellos con razonable
público y sin demasiados escándalos. En Chile enfrentaba quizás un reto mayor.
Los chilenos, como muchas sociedades que han prosperado bruscamente, no
solo han perdido la fe,
sino que la han remplazado por un cada vez más activo anticlericalismo.
Los 80 casos conocidos de abuso
sexual perpetrados por miembros del clero en Chile le han dado alas
a un sentimiento antirreligioso que tiene su manifestación más extrema en
la quema de iglesias en el sur de
Chile, presuntamente a manos de grupos mapuches.
La Iglesia chilena necesitaba un milagro de
Francisco. El primer discurso del
papa en el Palacio de la Moneda parecía una señal astuta y equilibrada de que
había comprendido la dimensión del desafío. Francisco empezó su visita citando
a Gabriela Mistral para alabar los logros de la democracia chilena. Sin
demorarse ni un minuto pidió perdón a las víctimas de los abusos sexuales,
usando sin eufemismo la palabra “vergüenza” para calificar lo que la Iglesia
debía sentir ante la reiteración de esos casos.
De manera igualmente astuta, Francisco empezó su
visita justo donde la de Juan Pablo II, 31 años atrás, había fallado de la
manera más estruendosa. En el parque O’Higgins el papa polaco vio desde el
altar cómo sus feligreses se enfrentaban a palos con la policía de la
dictadura. Sus intentos por calmar la multitud fueron inútiles. Más de 600
personas resultaron heridas en la refriega. Francisco, en el mismo lugar,
saludaba a una multitud calmada y feliz de más de 400.000 personas. Ahí mismo,
sin embargo, terminó su luna de miel con los chilenos. Las cámaras de
televisión captaron entre los participantes de la misa al obispo Juan Barros Madrid, señalado por las
víctimas del padre Karadima como un encubridor de los abusos sexuales.
El resistido obispo de Osorno le quitó de pronto
cualquier visibilidad al papa, quien confirmó de nuevo su confianza en la
inocencia del prelado y su enojo contra cualquiera que dudara de ella. Las
lágrimas que habría vertido en un encuentro privado con víctimas anónimas de
los abusos sexuales del clero no lograron calmar las preguntas incómodas y los
incómodos emplazamientos que lo siguieron en cada lugar donde su lento caminar
y su sonrisa cansada intentó llegar. El papa, que se supone venía a entregarnos
su paz, terminó tratando de calumniadores a cualquiera que se
atreva a cuestionar a Barros. Un abrupto “¿Está claro?” dejó zanjada la
cuestión. El papa de la sencillez volvía a ser el autoritario y decidido cardenal
Bergoglio que tanto temían sus hermanos jesuitas argentinos.
Ni en Temuco ni en Iquique ni en Maipú logró llenar
de público las inmensas explanadas que lo esperaban. Su uso del lunfardo argentino o
sus intentos de introducir jerga juvenil —habló de “selfie vocacional”—
o popular a sus discursos no
consiguieron seducir más que a los que ya estaban convencidos de antemano. El
papa de todos fue, al final, el papa de nadie; la vergüenza que manifestó
sentir por los abusos sexuales terminó contagiando su visita entera,
considerada por los más variados vaticanistas la más desastrosa de
las que ha emprendido.
En Chile se escenificó con especial crudeza la
tragedia que ha ido marcando todo el papado de Francisco, su incapacidad para
reconciliar lo que queda de la Iglesia de Juan XXIII con la aún todopoderosa
Iglesia de Juan Pablo II. En los años setenta y ochenta la teología de la
liberación sembró y cosechó obispos, curas, pensadores y mártires por todo
Chile. Juan Pablo II castigó con especial celo a esta Iglesia de los pobres
organizada en muy activas comunidades de base. Desde entonces, la Iglesia
chilena gastó todo el prestigio ganado en la dictadura en tratar de impedir la
ley de divorcio, el matrimonio igualitario o cualquier tipo de aborto. En su
visita, Francisco pasó por alto cualquiera de esos tópicos. La jerarquía
conservadora que dejó instalada el papa polaco no dejó de anotar esa señal.
Para los conservadores Francisco será siempre un
jesuita más preocupado de la vida de las mujeres en la cárcel que de los
derechos de los fetos por nacer. Para los progresistas, sin embargo, Francisco
no ha dejado de ser el papa que defiende al obispo Barros, representante de
todo lo que para ellos ha alejado al pueblo de las iglesias: no solo los abusos
sexuales sino un estilo distante y cortesano que prefiere quedar bien con la
jerarquía que calmar las inquietudes de sus feligreses. El papa, que quiere
pastores con olor a ovejas, terminó defendiendo a uno que huele a caro perfume
vaticano. Francisco terminó por ser el rostro de una Iglesia que impone desde
arriba nombramientos resistidos por los fieles, enviando una señal a las víctimas
de abusos de que su dolor siempre será visto por las altas autoridades del
Vaticano con desconfianza y hasta desprecio.
La humildad de las costumbres de este papa no se
ajusta a su carácter impaciente y despectivo que no se muerde la lengua para
condenar y que es bastante más cauto a la hora de celebrar. Incapaz de conectar
con el corazón de alguna de las dos iglesias que se dividen la herencia de san
Pedro y san Pablo, la progresista y la conservadora, ha conseguido en la que se
supone es su tierra, América Latina, ser un perfecto extraño.
(*) Rafael Gumucio es escritor chileno y dirige el
Instituto de Estudios Humorísticos de la Universidad Diego Portales en
Santiago. Su novela más reciente es “El galán imperfecto”.
© The New
York Times
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