Por James Neilson |
Dicen que al papa Francisco le divierte oír chistes sobre la
tan mentada egolatría de sus compatriotas. “¿Por qué los argentinos miran al
cielo cada vez que hay un relámpago? Porque creen que Dios les está tomando una
foto”. Puede que haya pensado en la humorada cuando sobrevolaba el país
dirigiéndose a Chile donde le aguardaba una recepción llamativamente menos
entusiasta que la brindada en otras partes de América latina.
Para fastidio de algunos y extrañeza de otros, el Santo
Padre se conformó con enviar a Mauricio Macri un breve mensaje protocolar en
que, como es su costumbre, le pidió “rezar por mí”, dejando en el aire la gran
pregunta que obsesiona a todos: ¿Por qué se resiste a visitar su país natal?
¿Será porque en su opinión Macri es un hereje liberal que está procurando hacer
de la Argentina un infierno consumista, por “la grieta”, porque no quiere
prestarse a las maniobras de los militantes nac&pop? Nadie sabe la
respuesta a tales interrogantes.
En épocas pasadas, era normal que los sumos pontífices
boicotearan a países determinados por motivos vinculados con la fe religiosa de
sus gobernantes, pero desde entonces mucho ha cambiado. A muy pocos les
interesan las eventuales convicciones teológicas de Jorge Bergoglio. No es
porque, a diferencia de su antecesor Joseph Ratzinger, no sea considerado un
especialista en este saber tan arcano que, para los legos, es una rama de la
literatura fantástica, sino porque, para la mayoría, el Papa tiene que ser un
referente ideológico cuya autoridad moral emana de una dimensión espiritual
insondable que debería permitirle sembrar paz y bondad por la Tierra. ¿Lo está
haciendo Bergoglio? Si bien algunos admiradores siguen insistiendo en que es
una auténtica potencia mundial, la verdad es que su influencia real es escasa
y, para colmo, propende a reducirse cada vez más.
Bergoglio se hizo jefe de la Iglesia Católica en un momento
clave. Los cardenales lo eligieron por suponer que un cura procedente del “fin
del mundo” estaría en condiciones de dar nueva vida a una institución que
perdía importancia en Europa, que en América latina cedía terreno a una
multitud de congregaciones evangélicas –“las sectas”–, y que en África y partes
de Asia hacía frente a una despiadada ofensiva islamista que amenazaba con
aniquilar lo que aún quedaba del cristianismo en lugares en que su historia se
remonta a casi dos milenios atrás.
Bien que mal, no hay motivos para suponer que muchos
europeos estén por regresar a los cultos religiosos tradicionales; el grueso de
la gente cree más en Apple, el fútbol y la música pop comercial que en la
enigmática divinidad cuyo cuartel general está en el Vaticano, mientras que las
elites progresistas que llevan la voz cantante en la Unión Europea están
procurando borrar las alusiones oficiales al aporte cristiano al territorio que
dominan por temor a ofender a las crecientes comunidades musulmanas.
Y, como Francisco ya sabrá, en Chile que, según las pautas
en boga, es hoy en día el país más desarrollado de América latina, el
catolicismo ya es un culto minoritario. En vísperas de su visita, hubo una
racha de atentados anticlericales, con ataques incendiarios contra una decena
de iglesias cometidos por anarquistas o grupos de izquierda, además de
protestas contra la presencia entre el clero chileno de obispos acusados de
abuso de menores. En un intento de aplacar a quienes lo creen decidido a
defender hasta a pedófilos condenados por el Vaticano, Bergoglio dijo “No puedo
dejar de manifestar el dolor y la vergüenza que siento ante el daño irreparable
causado a los niños por parte de ministros de la Iglesia”, lo que le mereció la
réplica de la esposa del ex presidente democristiano Eduardo Frei que tuiteó:
“No le creo nada. Dice una cosa y hace otra”.
En cuanto a la fase actual del prolongado conflicto con el
Islam que empezó hace 1.400 años y no muestra señales de terminar, la situación
en que se encuentran los católicos y otros cristianos que viven en países
mayormente musulmanes difícilmente podría ser peor. Puede que al Papa argentino
le corresponda el dudoso privilegio de ser el jefe de la iglesia cristiana más
poderosa justo cuando los últimos fieles que todavía sobreviven en Afganistán,
Irak y Siria sean masacrados o expulsados de sus tierras ancestrales, mientras
que en Pakistán e incluso Egipto sus correligionarios sigan siendo víctimas de
matanzas sectarias. No lo dirá Francisco, pero el único país del “Gran Oriente
Medio” en que los cristianos se sienten a salvo es Israel.
De más está decir que el drama truculento desatado por el
desmoronamiento de la cristiandad por un lado y el resurgimiento del islamismo
por el otro es muchísimo más importante que la relación de Bergoglio con Macri,
Cristina y una serie de personajes locales menores que se desempeñan como
voceros papales informales. Por cierto, no sorprendería que el Papa fuera
reacio a continuar participando de la laberíntica interna argentina en que
cualquier gesto, mueca o palabra suelta de su parte puede provocar un revuelo
pasajero.
Asimismo, Bergoglio entenderá que no le convendría exponerse
al riesgo de que un adversario coyuntural abriera los archivos para aludir a su
trayectoria personal en la jungla política nacional. Como acaba de recordarnos
Juan José Sebreli, en sus años mozos se vinculó con la peronista Guardia de
Hierro, una organización que –es de esperar por ignorancia y no por compartir
el mismo credo–, tomó el nombre de una facción rumana tan asquerosamente
sanguinaria que hasta los nazis se sentían impresionados por su salvajismo,
mientras que, en la década de los setenta, cuando ya era el superior provincial
de los jesuitas y los militares libraban su guerra sucia, se abstuvo de hacer
lío.
A ojos del mundo, el Bergoglio actual es un papa amable,
campechano, rebosante de buenas intenciones, que por suerte parece tener más
calor humano que el excesivamente cerebral Ratzinger, pero con el tiempo el
impacto inicial de su ascenso al trono de San Pedro ha ido mitigándose. En
Europa, su deseo evidente de llenar el continente de inmigrantes musulmanes por
razones humanitarias motiva los reparos no sólo de los calificados de xenófobos
o racistas sino también de quienes por principio están a favor de abrir las
fronteras para que entren los necesitados de otras latitudes pero que se han
dado cuenta de que los problemas sociales, políticos, económicos y de seguridad
resultantes están haciéndose inmanejables, de ahí la voluntad declarada de Angela
Merkel y su homólogo sueco de devolver varios centenares de miles de
“inmigrantes económicos” a sus países de origen.
La prédica papal en tal sentido ha merecido críticas aún más
severas por parte de los cristianos del Oriente Medio. Sospechan que Bergoglio
está dispuesto a sacrificarlos en aras de la quimérica fraternidad religiosa en
que cree, lo que en su opinión sería suicida. Aún más preocupados, si cabe, por
la actitud contemporizadora del jefe de la mayor iglesia cristiana están
aquellos ex musulmanes que, horrorizados por la violencia inherente al culto en
que se formaron, pusieron en riesgo su propia vida al optar por el catolicismo,
ya que en el Islam la apostasía es un crimen capital. ¿Por qué dejarse
convertir –preguntan–, si según el mismísimo papa el Islam es “la religión de
la paz” y puede ofrecerles la salvación que buscan en los brazos supuestamente
fuertes de la iglesia de Roma?
Endurecidos por lo que les ha enseñado vivir entre quienes
los quieren muertos, tales cristianos no vacilan en atribuir la negativa de
Bergoglio a tomar en serio el peligro planteado por el islamismo militante a la
cobardía, pero puede que los estrategas del Vaticano hayan llegado a la
conclusión de que sería mejor tratar de apaciguarlo, haciendo gala de la
generosidad propia, porque una actitud menos complaciente ante quienes
quisieran que Roma sufriera el destino de Constantinopla podría despertar a los
demonios que, si bien siguen durmiendo en el subconsciente europeo, están
comenzando a inquietarse.
Cuando se hundía la Unión Soviética, llevándose consigo el
comunismo, la Iglesia Católica se propuso erigirse en el vocero principal de
los perjudicados por el capitalismo liberal. Cuenta con una ventaja que sus
rivales en tal ámbito no pueden sino envidiar; le es dado negarse a proponer
medidas concretas para remediar las deficiencias, que son muchas, que le
parecen inaceptables. Se trata de un privilegio al que el Vaticano no soñaría
con renunciar, uno que, por motivos comprensibles, molesta mucho a los gobiernos
que se ven obligados a obrar en el mundo real.
Asimismo, aunque como buen peronista a Bergoglio le encanta
combatir el capital y aprovecha las muchas oportunidades para hacerlo, se habrá
dado cuenta que en Europa y otras partes del mundo la prédica papal en contra
del consumo de bienes a su entender superfluos y otros males de los tiempos
irreligiosos que nos han tocado sólo produce cansancio entre quienes apenas
están en condiciones de llegar a fin de mes. Parecería, pues, que el “buenismo”
del que es el representante más destacado ha pasado de moda y que por lo tanto,
a poco menos de cinco años del inicio de su período como vicario de Cristo, sus
sermones sólo caen en el vacío.
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