domingo, 21 de enero de 2018

El Papa ante el fin de su mundo

Por James Neilson
Dicen que al papa Francisco le divierte oír chistes sobre la tan mentada egolatría de sus compatriotas. “¿Por qué los argentinos miran al cielo cada vez que hay un relámpago? Porque creen que Dios les está tomando una foto”. Puede que haya pensado en la humorada cuando sobrevolaba el país dirigiéndose a Chile donde le aguardaba una recepción llamativamente menos entusiasta que la brindada en otras partes de América latina.

Para fastidio de algunos y extrañeza de otros, el Santo Padre se conformó con enviar a Mauricio Macri un breve mensaje protocolar en que, como es su costumbre, le pidió “rezar por mí”, dejando en el aire la gran pregunta que obsesiona a todos: ¿Por qué se resiste a visitar su país natal? ¿Será porque en su opinión Macri es un hereje liberal que está procurando hacer de la Argentina un infierno consumista, por “la grieta”, porque no quiere prestarse a las maniobras de los militantes nac&pop? Nadie sabe la respuesta a tales interrogantes.

En épocas pasadas, era normal que los sumos pontífices boicotearan a países determinados por motivos vinculados con la fe religiosa de sus gobernantes, pero desde entonces mucho ha cambiado. A muy pocos les interesan las eventuales convicciones teológicas de Jorge Bergoglio. No es porque, a diferencia de su antecesor Joseph Ratzinger, no sea considerado un especialista en este saber tan arcano que, para los legos, es una rama de la literatura fantástica, sino porque, para la mayoría, el Papa tiene que ser un referente ideológico cuya autoridad moral emana de una dimensión espiritual insondable que debería permitirle sembrar paz y bondad por la Tierra. ¿Lo está haciendo Bergoglio? Si bien algunos admiradores siguen insistiendo en que es una auténtica potencia mundial, la verdad es que su influencia real es escasa y, para colmo, propende a reducirse cada vez más.

Bergoglio se hizo jefe de la Iglesia Católica en un momento clave. Los cardenales lo eligieron por suponer que un cura procedente del “fin del mundo” estaría en condiciones de dar nueva vida a una institución que perdía importancia en Europa, que en América latina cedía terreno a una multitud de congregaciones evangélicas –“las sectas”–, y que en África y partes de Asia hacía frente a una despiadada ofensiva islamista que amenazaba con aniquilar lo que aún quedaba del cristianismo en lugares en que su historia se remonta a casi dos milenios atrás.

Bien que mal, no hay motivos para suponer que muchos europeos estén por regresar a los cultos religiosos tradicionales; el grueso de la gente cree más en Apple, el fútbol y la música pop comercial que en la enigmática divinidad cuyo cuartel general está en el Vaticano, mientras que las elites progresistas que llevan la voz cantante en la Unión Europea están procurando borrar las alusiones oficiales al aporte cristiano al territorio que dominan por temor a ofender a las crecientes comunidades musulmanas.

Y, como Francisco ya sabrá, en Chile que, según las pautas en boga, es hoy en día el país más desarrollado de América latina, el catolicismo ya es un culto minoritario. En vísperas de su visita, hubo una racha de atentados anticlericales, con ataques incendiarios contra una decena de iglesias cometidos por anarquistas o grupos de izquierda, además de protestas contra la presencia entre el clero chileno de obispos acusados de abuso de menores. En un intento de aplacar a quienes lo creen decidido a defender hasta a pedófilos condenados por el Vaticano, Bergoglio dijo “No puedo dejar de manifestar el dolor y la vergüenza que siento ante el daño irreparable causado a los niños por parte de ministros de la Iglesia”, lo que le mereció la réplica de la esposa del ex presidente democristiano Eduardo Frei que tuiteó: “No le creo nada. Dice una cosa y hace otra”.

En cuanto a la fase actual del prolongado conflicto con el Islam que empezó hace 1.400 años y no muestra señales de terminar, la situación en que se encuentran los católicos y otros cristianos que viven en países mayormente musulmanes difícilmente podría ser peor. Puede que al Papa argentino le corresponda el dudoso privilegio de ser el jefe de la iglesia cristiana más poderosa justo cuando los últimos fieles que todavía sobreviven en Afganistán, Irak y Siria sean masacrados o expulsados de sus tierras ancestrales, mientras que en Pakistán e incluso Egipto sus correligionarios sigan siendo víctimas de matanzas sectarias. No lo dirá Francisco, pero el único país del “Gran Oriente Medio” en que los cristianos se sienten a salvo es Israel.

De más está decir que el drama truculento desatado por el desmoronamiento de la cristiandad por un lado y el resurgimiento del islamismo por el otro es muchísimo más importante que la relación de Bergoglio con Macri, Cristina y una serie de personajes locales menores que se desempeñan como voceros papales informales. Por cierto, no sorprendería que el Papa fuera reacio a continuar participando de la laberíntica interna argentina en que cualquier gesto, mueca o palabra suelta de su parte puede provocar un revuelo pasajero.

Asimismo, Bergoglio entenderá que no le convendría exponerse al riesgo de que un adversario coyuntural abriera los archivos para aludir a su trayectoria personal en la jungla política nacional. Como acaba de recordarnos Juan José Sebreli, en sus años mozos se vinculó con la peronista Guardia de Hierro, una organización que –es de esperar por ignorancia y no por compartir el mismo credo–, tomó el nombre de una facción rumana tan asquerosamente sanguinaria que hasta los nazis se sentían impresionados por su salvajismo, mientras que, en la década de los setenta, cuando ya era el superior provincial de los jesuitas y los militares libraban su guerra sucia, se abstuvo de hacer lío.

A ojos del mundo, el Bergoglio actual es un papa amable, campechano, rebosante de buenas intenciones, que por suerte parece tener más calor humano que el excesivamente cerebral Ratzinger, pero con el tiempo el impacto inicial de su ascenso al trono de San Pedro ha ido mitigándose. En Europa, su deseo evidente de llenar el continente de inmigrantes musulmanes por razones humanitarias motiva los reparos no sólo de los calificados de xenófobos o racistas sino también de quienes por principio están a favor de abrir las fronteras para que entren los necesitados de otras latitudes pero que se han dado cuenta de que los problemas sociales, políticos, económicos y de seguridad resultantes están haciéndose inmanejables, de ahí la voluntad declarada de Angela Merkel y su homólogo sueco de devolver varios centenares de miles de “inmigrantes económicos” a sus países de origen.

La prédica papal en tal sentido ha merecido críticas aún más severas por parte de los cristianos del Oriente Medio. Sospechan que Bergoglio está dispuesto a sacrificarlos en aras de la quimérica fraternidad religiosa en que cree, lo que en su opinión sería suicida. Aún más preocupados, si cabe, por la actitud contemporizadora del jefe de la mayor iglesia cristiana están aquellos ex musulmanes que, horrorizados por la violencia inherente al culto en que se formaron, pusieron en riesgo su propia vida al optar por el catolicismo, ya que en el Islam la apostasía es un crimen capital. ¿Por qué dejarse convertir –preguntan–, si según el mismísimo papa el Islam es “la religión de la paz” y puede ofrecerles la salvación que buscan en los brazos supuestamente fuertes de la iglesia de Roma?

Endurecidos por lo que les ha enseñado vivir entre quienes los quieren muertos, tales cristianos no vacilan en atribuir la negativa de Bergoglio a tomar en serio el peligro planteado por el islamismo militante a la cobardía, pero puede que los estrategas del Vaticano hayan llegado a la conclusión de que sería mejor tratar de apaciguarlo, haciendo gala de la generosidad propia, porque una actitud menos complaciente ante quienes quisieran que Roma sufriera el destino de Constantinopla podría despertar a los demonios que, si bien siguen durmiendo en el subconsciente europeo, están comenzando a inquietarse.

Cuando se hundía la Unión Soviética, llevándose consigo el comunismo, la Iglesia Católica se propuso erigirse en el vocero principal de los perjudicados por el capitalismo liberal. Cuenta con una ventaja que sus rivales en tal ámbito no pueden sino envidiar; le es dado negarse a proponer medidas concretas para remediar las deficiencias, que son muchas, que le parecen inaceptables. Se trata de un privilegio al que el Vaticano no soñaría con renunciar, uno que, por motivos comprensibles, molesta mucho a los gobiernos que se ven obligados a obrar en el mundo real.

Asimismo, aunque como buen peronista a Bergoglio le encanta combatir el capital y aprovecha las muchas oportunidades para hacerlo, se habrá dado cuenta que en Europa y otras partes del mundo la prédica papal en contra del consumo de bienes a su entender superfluos y otros males de los tiempos irreligiosos que nos han tocado sólo produce cansancio entre quienes apenas están en condiciones de llegar a fin de mes. Parecería, pues, que el “buenismo” del que es el representante más destacado ha pasado de moda y que por lo tanto, a poco menos de cinco años del inicio de su período como vicario de Cristo, sus sermones sólo caen en el vacío.

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