Por Guillermo Piro |
Desde hace unos años se está prestando atención, al menos en
el mundo de los negocios, al tema de la derrota. El laboratorio de
investigación Google X, que se dedica a proyectar de manera secreta las
innovaciones que podrían cambiar radicalmente nuestras vidas –olvídense, los
gobiernos no consiguen esas cosas, Google sí–, desde hace tiempo premia a las
mejores derrotas de sus empleados.
Lo mismo pasa con la Procter & Gamble y
su heroic failure award y la multinacional Enel con la iniciativa best failure
award, premio con el que pretenden reconocer el valor de los errores y el
coraje de las personas que públicamente hablan de ellos. Cierta tolerancia por
los errores es benéfica; según Jacob Morgan, de la revista Forbes, es el modo
que tienen las empresas de promover la innovación, mejorar el compromiso y, en
última instancia, apuntar a la eficiencia.
En realidad, en la vida diaria es muy difícil poner en
práctica esta apertura hacia el error. Un poco porque todas las empresas tienen
en su ADN cierta aversión al riesgo y otro poco porque nadie ve con buenos ojos
las derrotas. Basta pensar en el estigma con el que cargan los empresarios que
tuvieron problemas financieros y terminaron quebrando: son considerados
“fracasados”, como si el ir y venir de la economía cubriera con su sombra a las
personas que fueron sus víctimas. Según esta nueva visión, el empresario
emergente que carga sobre sus espaldas con diversas derrotas es reconocido como
alguien más sólido, dado que se supone que supo extraer alguna enseñanza de sus
errores.
Aunque lo más natural es tratar de ocultar nuestros propios
errores con la esperanza de que nadie los descubra, parece que en realidad el
mejor comportamiento consiste en hablar abiertamente de ellos: analizar el
error es el primer peldaño que es necesario superar. La sugerencia es aprender
de los mejores, o bien de esas situaciones en las que una correcta gestión de
los errores puede permitir incluso salvar vidas. Intermountain Healthcare es un
complejo de 23 hospitales localizados en Utah que puso en marcha un sistema de
análisis de las desviaciones del protocolo (lo que es una fuente de potenciales
peligros). Si el personal sanitario puede compartir abiertamente eso es posible
que tales desviaciones se vuelvan protocolares, es decir que mejoren las
técnicas para curar a la gente.
Cuanto más catastrófica es nuestra derrota, más difícil es
no dejarnos llevar por las emociones. Los estadounidenses, que llaman
psicología a algo muy diferente de lo que entendemos nosotros, llaman proactive
coping a la capacidad de hacer frente a una situación grave a través del
desarrollo de un comportamiento positivo orientado al mejoramiento personal. Si
una persona afrontó varias veces y con éxito una situación estresante, la
situación misma dejará de ser estresante porque la persona ya no percibirá un
desequilibrio entre los requerimientos del ambiente y su capacidad de hacerles
frente. Lo que en otros términos significa que mientras mayores son las
ocasiones en que enfrentemos los sentimientos que derivan de haber cometido un
error, mejores son las oportunidades para desarrollar una personalidad capaz de
aprovechar las oportunidades de mejorar que derivan de ellos.
Es famosa la arenga de Lawrence de Arabia a sus rebeldes con
la que les demostró que lo mejor que podía pasarles era morir en batalla. Pero
los rebeldes en aquella ocasión ganaron. León Tolstoi tenía un nombre para
esto: lo llamaba “la energía del error”: “Deseaba –escribe Viktor Shklovski–
que los errores nunca terminaran. Eran las huellas de la verdad. Eran la búsqueda
del sentido de la vida”.
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