Por Martín Caparrós |
Son expertos en cielos. Así que habría que ver si, para el
dogma cristiano, el cielo de un país es ese país. Si así fuera, el papa Jorge
Bergoglio ha vuelto por fin al suyo; lo hizo, si acaso, de una forma etérea,
fugitiva: lo sobrevoló en su avión papal en viaje hacia Chile y Perú. Si no, si
el cielo no cuenta, en unos días cumplirá sus cinco años como papa sin ir a la
Argentina. En ese lapso viajó a todos los países sudamericanos menos Uruguay,
Venezuela, las Guyanas y el suyo.
Hace casi cinco años, cuando la noticia de su elección sorprendió
al mundo, publiqué aquí mismo una columna que decía que me preocupaba que
Habemus papam se hubiera vuelto una frase argentina: tenemos un papa. “Para una
sociedad que empezó a jugar al tenis porque Guillermo Vilas ganó Roland Garros,
que empezó a mirar básquet cuando Manu Ginobili irrumpió en la NBA, que siempre
dudó del verdadero valor de Borges porque nunca le dieron un Nobel y que ahora
se entusiasma con las monarquías porque una argentina reina en Holanda, el
hecho de que ‘uno de nosotros’ se vaya a sentar en el trono de Pedro puede
tener un gran efecto multiplicador sobre el peso del catolicismo en nuestras
vidas: temo que nos volvamos más papistas que el papa”. Tuve razón y estaba
equivocado.
Es difícil medirlo, pero parece claro que el nivel de
religiosidad pampeana no ha cambiado mucho en este lustro. La Argentina es un
país bastante pagano; fue, por ejemplo, uno de los primeros del mundo en
aceptar los matrimonios igualitarios, en abierta pelea con el dogma de la
Iglesia encabezada entonces por el cardenal Bergoglio, que llegó a escribir que
esa ley era una “movida del demonio” y que combatirla era “una guerra de Dios”.
Lo que sí cambió fue el peso de la institución y su cabeza:
si la Iglesia católica siempre tuvo una influencia desproporcionada en la vida
pública argentina, ahora Bergoglio se ha transformado en su polo decisivo.
Todas sus corrientes lo buscan para que las legitime y ha habido incluso episodios
picarescos de políticos que, so pretexto de visita pía, tratan de robarle una
foto para usarla en sus campañas. También por eso no ha vuelto a su país: allí
cada uno de sus movimientos se lee con tanta atención, con tantas vueltas, con
tantos sentidos, que su visita sería un parto.
Sus alianzas, además, son confusas. Cuando era arzobispo de
Buenos Aires estaba tan peleado con el gobierno kirchnerista que Cristina
Fernández sacó de su jurisdicción ciertos actos religiosos oficiales para no
tener que compartirlos con él; cuando lo paparon se reconciliaron y, desde
entonces, se han visto varias veces. En cambio no trató bien al presidente
Macri en su visita y no parece tener diálogo con él. Ahora, curiosamente, las
clases medias antiperonistas que lo apoyaban —porque son la clientela natural
de su iglesia y porque se peleaba con el kirchnerismo— le critican esas
políticas. Bergoglio está sufriendo los límites del populismo: por más que lo
intentes, es difícil quedar bien con Dios y con el diablo.
Pero lo sigue intentando. Sus primeros años fueron
extraordinarios: con su sonrisa tímida y sus palabras precisas y sus gestos de
humildad consiguió recuperar el prestigio de una organización que lo tenía por
los suelos, convertir lo que se veía como un nido de pedófilos y especuladores
en una institución cuya opinión debe ser escuchada en los foros del mundo. Su
puesta en escena fue impecable: “Hace gestos que no son casuales, no es
espontáneo, es extremadamente calculador. Una de sus imágenes típicas es cuando
sube al avión llevando una maleta negra. La maleta la toma al pie de la
escalera y la entrega en la puerta del avión. La tiene solo para subir la
escalera. Es un papa de una habilidad extraordinaria para manejar el
funcionamiento de los medios”, dijo hace poco a La Tercera Sandro Magister,
vaticanista del semanario L’Espresso.
Se aprovecha, además, de que son muchos los que quieren
creer: los que le escuchan lo que querrían escuchar. Lo muestra su frase más
citada: cuando supuestamente dijo que quién era él para juzgar a los
homosexuales. Nadie le contestó que es el jefe de una organización que siempre
los consideró pervertidos enfermos y los condenó a las llamas del infierno.
Pero, además, la cita era incompleta, amañada. Ese día, en su conferencia de
prensa, Bergoglio puso sus condiciones para ser tolerante: “Si una persona que
es gay busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?”.
Según su doctrina, “buscar a Dios y tener buena voluntad” supone que dicho
homosexual renuncie a sus “impulsos diabólicos”: hacer de su condición un
enemigo. Es comprensible que un papa peronista intente adaptar lo que dice a lo
que cree que otros querrían escuchar; lo curioso es que tantos intenten adaptar
lo que él dice a lo que ellos querrían.
Son muchos, así, los que no escuchan lo que no querrían.
Como, por ejemplo, tras el atentado contra Charlie Hebdo, cuando se dejó llevar
y dijo lo que siempre dijeron sus antecesores: que “en la libertad de expresión
hay límites” y que “mucha gente habla mal de otras religiones, se burla y
provoca y entonces podría ocurrir lo mismo que le pasaría al doctor Gasbarri si
llega a decir algo contra mi madre”. Bergoglio lo había explicado justo antes:
“Si él, un gran amigo, dice una mala palabra sobre mi madre, puede esperar un
puñetazo”. La paz también tiene sus límites, venía a decir el jefe de una
organización que legitimó cientos de guerras.
Hablar, aprovechar la desmemoria; Bergoglio es un señor que
entiende la razón demagógica, el arte de decir sin hacer. Y nadie se lo dice.
Gracias a esa complicidad, por activa y por pasiva, Jorge Bergoglio puede
seguir cumpliendo con su misión, la que el peronismo comparte con el
gatopardismo: cambiar apariencias para que nada cambie. Bergoglio ya lleva
cinco años manejando la Iglesia de Roma en el mundo y los ejemplos podrían
multiplicarse; tomemos, para seguir el aire de los tiempos, la cuestión de las
mujeres.
Imagínense al director general de un gran banco anunciando
que va a hacer un anuncio decisivo. Llegado el momento, dice, con esa sencillez
que siempre lo caracterizó, que en esta empresa, donde hasta ahora solo
trabajaban hombres, han entendido que las mujeres existen y van a permitirles
empezar a trabajar: podrán atender los teléfonos, limpiar los baños, con el
tiempo, ser secretarias de algún jefe.
Algo así dijo Bergoglio hace dos años: que le interesaría
estudiar si las mujeres, que no tienen acceso a ningún puesto de
responsabilidad en su organización, pueden llegar a ser diaconisas —el puesto
más bajo de su jerarquía— y muchos lo celebraron como una muestra de su
progresismo. Aunque aclaró, ese mismo día, que su Iglesia siempre ha dicho que
las mujeres no pueden ser sacerdotes y que “esa puerta está cerrada”. Hablemos
de discriminaciones. Por mucho menos cualquier organización o empresa o grupo
sería duramente sancionado por nuestras leyes y nuestras opiniones, pero la
Iglesia de Roma tiene bula para ser la institución más discriminatoria y
reaccionaria sin que se lo reprochen. Todo gracias a un papa peronista, que no
quiere o no se atreve a volver a su país. Dios, después, de todo, quizá no sea
argentino.
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