Por Agustín
Fernández Mallo
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Hace un par de meses, estando de visita en la casa
familiar, vi que en botes de lápices o en cajones había unas cuantas gomas de
borrar. En realidad siempre han estado ahí, las recuerdo desde que era pequeño,
hoy simples objetos materia de basurero, que no sé por qué nadie ha tirado.
Pero esta vez su materialidad me pareció que trascendía al anodino objeto de
despacho o de pupitre, las vi como antiquísimas piedras, una especie de
fósiles. Atraído por ese repentino carácter, las ordené en forma de damero y
les hice una fotografía, que instantes después subí a Twitter acompañada de
este texto:
Gomas de borrar que desde siempre (50 años)
recuerdo en la casa familiar, y que sólo hoy he juntado. Piedras, fósiles,
arqueología de infancia. Cabezas Borradoras.
Y ahí lo dejé.
No salí de mi asombro cuando pocas horas más tarde
acumulaba 680 retweets, 2702 me gusta, y 33269 interacciones. ¿Qué lleva a un
tuit tan poco cool y, en cierto modo, tan
vulgar a tener semejante impacto? No lo sé, la verdad, pero como no hay bien
que por bien no venga, me ha valido para pensar algunas cosas acerca del acto
de borrar.
2
Antes de ese instante final en el que cualquier
obra literaria se da por terminada, existe toda una sucesión de momentos en los
que consideramos que la obra aún no es obra sino una nube de borradores,
correcciones, dudas, fragmentos y renegaciones de lo anteriormente escrito. Esa
nube, en la que reina la incertidumbre, es un lugar al que el estudio de los
textos no acostumbra a dedicar demasiado tiempo (aunque se me ocurren
excepciones como esa práctica, más o menos reciente, de análisis textual llamada
Crítica Genética, por la cual un libro ya editado es estudiado bajo el análisis
no del libro en sí sino de los textos y bocetos que al autor o a la autora del
libro en cuestión la han llevado hasta el manuscrito final). Sea como fuere,
quizá ese descuido respecto a lo que “hubo antes” tenga su arraigo en el
criterio teológico según el cual Dios creó desde la nada y en seis días todo
cuanto vemos, Dios no hizo borradores del Mundo antes de materializarlo, se le
ocurrió sin más. No vamos a discutirles aquí y ahora a los creyentes la
veracidad o no de tal idea, pero sí diremos que en el campo de lo humano todo
cuanto ocurre anterior a la obra es tan importante como la obra que finalmente
se da a conocer al público, pero por algún motivo tendemos a borrar las
huellas, no nos gusta dar a conocer las trazas, que de pronto toman el aspecto
de un subterráneo y oscuro premundo.
Puestos a borrar toda traza de textos pasados,
algunos autores (y hay que decir que demostrando una poco frecuente integridad
intelectual) han querido borrar no sus borradores sino ni más ni menos que su
obra editada, a veces incluso la obra que los lanzó a lo más alto de sus
especialidades. Me viene inmediatamente a la mente Wittgenstein, quien después
de haber dicho que su Tractatus Logico-Philosophicus había
resuelto todos los problemas de la filosofía occidental, pocos años más tarde
abominaría de ese libro para comenzar lo que luego sería su única otra obra
escrita, Investigaciones filosóficas. O cuando Sánchez Ferlosio
reniega de su novela El Jarama, una de
las más importantes de la literatura en español de la segunda mitad del siglo
XX. O cuando David Bowie, harto del éxito al que le había llevado su alter ego
Ziggy Stardust, tuvo su etapa de no reconocerlo, de tratarlo como si nunca
hubiera existido y no interpretar sus canciones. Más radical fue Baldessari,
quien en 1970, y en lo que se conoce como Cremation Project,
en un horno de la ciudad de Los Ángeles quemó toda su obra pictórica anterior a
esa fecha. De algún modo todos ellos buscaban morir y resucitar.
La paradoja en estos casos es que cuanto más borras
un pasado ya editado, éste más se fija, más persiste en la memoria colectiva.
Pero existe otra posibilidad más conciliadora, que pasa no por intentar borrar
la totalidad del pasado sino únicamente algunas partes o reelaborarlo. A
Giorgio Agamben le gusta citar el caso de las Retracciones de
San Agustín, quien en el año 427, tres años antes de su muerte, vuelve a su
obra ya escrita y la matiza y corrige: la amplía. O el último Nietzsche, quien
en 1889, muy poco antes de enloquecer para siempre, en Ecce Homoreinterpretó sus anteriores escritos. O Pierre
Bonnard, de quien se cuenta que iba a museos en los que se exponían sus
cuadros, y cuando el vigilante no le veía, provisto de un pincel y de un kit de
pintura, retocaba y ampliaba lo que años atrás había dado por terminado. Ocurre
a menudo en la música (remasterizaciones), o en el cine: no sólo la versión del
productor y la versión del director, sino la “versión definitiva” de cada uno
de ellos, que, por supuesto, siempre es provisional. Y algo de todo ello había
ya en el pathos romántico: Schlegel y Novalis sostenían que
la verdadera obra estaba precisamente en los bocetos y piezas previas, por eso
dejaban sus escritos en un estado de aparente fragmentación.
En resumen, trata todo ello de concebir la obra no
como un mundo terminado en seis días, sino como algo que siempre conserva
dentro, en potencia, un magma absolutamente original, magma que da lugar a la
consecuente posibilidad de poder mutar en algo nuevo, en algo antes no visto.
3
¿Y las gomas de borrar? ¿Por qué gustan tanto esas
feas y sucias gomas de borrar? Voy a suponer que despiertan recuerdos,
arquetipos que mucho tiempo atrás nosotros mismos creíamos haber eliminado, y
que de súbito regresan. Antiguos borradores no como algo que nos avergüenza
sino como objetos perdidos que hoy nos gustaría recuperar. Pruebas palpables de
que incluso en los confines de lo más olvidado es posible despertar viejos
espasmos, truenos que reactiven poderosísimas y olvidadas armas; el saludable
desvío que cobra lo aparentemente perdido. No hay que tener miedo a la segunda
vida de los objetos. Las gomas de borrar son verdaderas cabezas borradoras, y a medida que borran textos ellas
mismas se van gastando, se van borrando a sí mismas. Una especie de pérdida de
memoria crónica hay en ellas, pérdida que es aparente porque mueren para
dejarnos algo: lo escrito y todos sus borrones.
© Zenda –
Autores, libros y compañía / Agensur.info
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