Por Manuel Vicent |
La historia no tiene nada que ver con anales del calendario.
La deciden las hecatombes, las guerras, los descubrimientos, las hazañas de los
héroes. El siglo XX terminó el 9 de noviembre de 1989 con la caída del muro de
Berlín y el siglo XXI se inició con el 11 de septiembre de 2001 con el atentado
de las Torres Gemelas.
Sucede lo mismo con la vida.
Los años no empiezan el 1 de enero, sino a mitad de
septiembre con el curso escolar, que viene a coincidir con el inicio del ciclo
agrario de la naturaleza. Mientras los niños van a la escuela en otoño se
produce la sementera. La semilla del trigo se pudre y germina bajo tierra, como
los sueños, y en junio se realizan los exámenes y la siega.
La vida tiene una estructura dramática, con planteamiento,
nudo y desenlace, cuyos éxitos, fracasos, felicidad o desdicha, los decide el
azar, al margen del almanaque. La infancia termina cuando con la llegada del
uso de razón el niño percibe que sus padres no son inmortales. Esa es la
verdadera expulsión del paraíso, el final de la inocencia, el presentimiento de
la muerte.
El adolescente se convierte en adulto cuando comprende que
sus maestros, lejos de tener siempre la razón, pueden ser contestados. La
inocencia y la rebeldía constituyen el planteamiento de la vida; el sexo, el
amor, la ambición, el mando y la sumisión forman el nudo; el desencanto y las
ilusiones perdidas son siempre el desenlace.
Estos son días de hacerse preguntas esenciales, por ejemplo,
qué tiene para uno más interés, un análisis político y económico o un análisis
de orina; qué va a suceder de terrible, de placentero, de orgiástico, de
tenebroso, de insólito en este año de 2018, que pueda alterar el curso de la
historia; o si todo seguirá igual de rudo y pedregoso, consabido, rutinario.
Nunca se cumplen años. Se cumplen salud o enfermedad,
ilusión o desengaño.
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