Por Luis Alberto Romero (*) |
La razón y la pasión política conviven en la Plaza de Mayo.
En la Casa de Gobierno la razón, más práctica que pura, preside las trabajosas
negociaciones entre el Gobierno y cada uno de los sectores representativos de
la política y los intereses. En la plaza, la pasión convoca regularmente a los
intransigentes, los duros, quizá minoritarios a la hora de votar, pero con un
peso no despreciable en las coyunturas conflictivas.
Su paso suele quedar registrado en las paredes del Cabildo,
obstinadamente blanqueadas después de cada jornada, para posibilitar la
expresión del contingente siguiente. En una de sus últimas versiones, presidida
por la "A" de "anarquía", se reclama simultáneamente por
Maldonado y Nahuel, y por los "44 menos". Para la razón, esta
combinación es imposible. Pero en el terreno de la pasión todo está claro.
Todas las consignas intransigentes, perturbadoras, agresivas, cobran sentido en
relación con el objeto odiado: el gobierno de Macri, una versión apenas
modificada de la dictadura que, como el Minotauro, reclama permanentemente
nuevas víctimas.
Mientras una parte de la sociedad, cada vez mayor, marcha
silenciosamente por el camino de la razón práctica, otra parte, menor pero muy
aguerrida, expresa sus pasiones con voz poderosa y disruptiva. Su núcleo de
sentido se encuentra en el llamado "pasado reciente", es decir, los
sangrientos años 70, y su complejo e inacabado procesamiento en las tres
décadas largas de democracia. Allí está el núcleo del problema, el origen de la
brecha. ¿Cómo cerrarla?
Algunos impulsan una reconciliación de las partes que
culmine con un abrazo simbólico. Algo parecido propuso en Francia el obispo
Lamourette, diputado en la Convención revolucionaria de 1792. Apelando a la
fraternidad cristiana y revolucionaria, logró que quienes se enfrentaban con
rabia y furia un día se abrazaran y se dieran el beso de la paz. Pero poco
después siguieron con lo suyo: la guillotina volvió a funcionar a pleno y una
de sus víctimas fue precisamente Lamourette.
Las buenas intenciones no alcanzan para solucionar los males
de una memoria dominada por la pasión. Es necesario inyectar en ella una buena
dosis de racionalidad y tolerancia, algo en lo que los historiadores pueden
hacer una contribución. Su trabajo les exige tomar una cierta distancia de su
objeto y consolidar una base sólida de hechos indiscutibles. Sobre todo, deben
postergar el juicio, concentrarse en entender lo sucedido y, particularmente,
en comprender a cada uno de los actores, sus razones y las razones de sus
acciones. Todo esto puede ser muy útil para reparar los males de una memoria
social traumática.
En los años 70 la violencia, que dejó un tendal de víctimas
hoy lloradas, tuvo dos protagonistas principales: las organizaciones
guerrilleras y las Fuerzas Armadas. Hubo un tercer protagonista: el resto de
los argentinos que asistieron a la carnicería como espectadores, incapaces de
frenarla. ¿Por qué cada uno de ellos, antes personas normales, se convirtió en
un asesino en potencia o en un espectador complaciente o indiferente?
Los motivos de quienes se sumaron a las organizaciones
armadas han sido muy explicados y salen "de memoria". Se comienza por
las circunstancias de aquellos años: el clima revolucionario, Vietnam, el Mayo
francés, el Concilio Vaticano y su deriva tercermundista, y, sobre todo, la
Revolución Cubana y sus secuelas. Ningún joven idealista podía resistirse por
entonces a esa apelación a construir un mundo mejor. ¿Cuáles eran los medios? A
sus ojos, en toda América latina la vía de la reforma y la democracia habían
fracasado, desnudando la "violencia de arriba". La Revolución Cubana
les mostró, de manera incontrastable, que cualquier utopía se construía con el
fusil en la mano.
Dadas estas premisas, la conclusión era inevitable: la
"violencia de abajo" era lícita, indispensable y hasta caritativa. La
nueva sociedad surgiría de la violencia asesina. Fui compañero de estudios de
algunos que siguieron este camino; no advertí en qué momento lo decidieron y,
cuando lo supe, no lo entendí. Pero visto a la distancia: ¿qué otra cosa podría
hacer una persona de buena voluntad que maduró en esos años? ¿Qué otra cosa
podían pensar quienes los miraban con simpatía, aun cuando deploraran sus
excesos?
Mucho menos esfuerzo se ha puesto en entender las
circunstancias y razones por las que militares de profesión, educados en la
disciplina y la obediencia, se convirtieron en feroces represores clandestinos.
Sin embargo, las claves son conocidas. Desde los albores del siglo XX, los
cuadros militares se formaron en la idea de que eran los custodios no sólo de
las fronteras territoriales, sino, sobre todo, de los supremos intereses de la
Nación. Esa concepción mesiánica se consolidó a partir de 1930 cuando -lo ha
mostrado Loris Zanatta- la Iglesia Católica instaló en el imaginario militar la
idea de una cruzada en la que la espada y la cruz unidas debían apartar del
cuerpo nacional a los elementos extraños a nuestra auténtica nacionalidad.
La Guerra Fría y el compromiso del país con el mundo
"occidental y cristiano" endurecieron las posiciones, dentro y fuera
de las Fuerzas Armadas. Por entonces se formalizó el concepto de
"fronteras interiores" y del "subversivo apátrida",
protagonista de una guerra irregular, al que sólo podía combatirse con métodos
no convencionales. Los militares franceses enseñaron las técnicas de la
contrainsurgencia, elaboradas en Indochina y en Argelia, y los norteamericanos
les suministraron el entrenamiento adecuado.
Conocí superficialmente a algunos de estos militares en
1965, cuando hice el servicio militar en la Escuela Superior de Guerra. Los
profesores a quienes yo servía eran tenientes coroneles, personas normales y
agradables. Algunos incluso comentaban críticamente los excesos del
anticomunismo y de las doctrinas de la guerra irregular. Diez años después,
muchos de ellos, ya generales, integraron el grupo criminal que sentó las bases
de lo que sería la represión clandestina. También ellos tuvieron quienes, desde
afuera, aprobaron sus logros, sin pensar mucho en los medios.
Más allá de las diferencias, hay algo que hace comparables
las trayectorias de unos y otros. Cegados por la pasión, naturalizaron el
asesinato, con la convicción de que el crimen servía a una causa superior. Lo
peor fue que, a la larga, sembraron esa pasión. Hoy florece en las nuevas
generaciones, que miran el mundo con los ojos de los años 70.
Esta suerte de vidas paralelas debería ayudarnos a entender
mejor lo sucedido en aquellos años sangrientos y a sacar una conclusión que nos
ayude a transitar el futuro. Más allá del juicio que le corresponde a cada uno,
se trató de una tragedia colectiva en la que todos, de alguna manera, fuimos
los actores y las víctimas, por acción u omisión, tolerancia o indiferencia.
Una mayor comprensión histórica nos ayudaría a asumir nuestro pasado y a
encarar con más serenidad la construcción del futuro.
(*) Historiador
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