Charla ante la Sociedad Literaria e Histórica del
University College de Dublín como estudiante, en enero de 1900.
Por James A.
Joyce
Aunque las relaciones entre drama y vida son, y
deben ser, del carácter más vital, en la historia del drama en sí no parecen
haber estado en todo momento, sistemáticamente, a la vista. El drama más
antiguo y mejor conocido, a este lado del Cáucaso, es el de Grecia. No me
propongo intentar nada de la naturaleza de un estudio histórico, pero no puedo
pasarlo por alto.
El drama griego surgió del culto a Dioniso, quien, dios de la
cosecha de frutos, la alegría y el arte más antiguo, ofrecía en la historia de
su vida un plano para la erección de un drama trágico y un drama cómico. Al
hablar del drama griego debe tenerse en mente que su nacimiento dominó su
forma. Las condiciones del escenario ático sugirieron a los autores un programa
de convenciones y advertencias de camerino, que en épocas posteriores se
instauraron estúpidamente como cánones del arte dramático, en todas las
tierras. Así los griegos legaron un código de leyes que sus descendientes con
sabiduría cegata ascendieron a dictámenes inspirados. Fuera de eso, no digo
nada. Tal vez sea un vulgarismo, pero es una verdad literal decir que el drama
griego está agotado. Para bien o para mal, ha hecho su labor, que, aunque
labrada en oro, no lo fue sobre pilares perdurables. Su resurgimiento no tiene
relevancia dramática, sino pedagógica. Incluso en su propio bando ha sido
desbancado. Cuando había prosperado largo tiempo en hierática custodia y en
forma ceremonial, empezó a aburrir al genio ario. Vino luego una reacción, como
era inevitable; y como el drama clásico había nacido de la religión, su
continuador surgió de un movimiento literario. En esa reacción representó un
papel importante Inglaterra, pues fue el poderío de la camarilla shakespeareana
lo que asestó el golpe mortal al drama ya agonizante. Shakespeare fue ante todo
un artista literario; humor, elocuencia, un don para la música seráfica,
instintos dramáticos: en todo eso tenía ricas dotes. La labor, a la que él dio
tan espléndido impulso, era de naturaleza superior a la de aquella que venía a
continuar. Estaba lejos de ser mero drama, era literatura dialogada. Aquí debo
trazar una línea de demarcación entre literatura y drama.
La sociedad humana es la encarnación de leyes
inmutables que los caprichos y las circunstancias de hombres y mujeres encubren
y recubren. El reino de la literatura es el reino de esos modos y humores: un
reino amplio; y el auténtico artista literario se preocupa principalmente por
esas cosas. El drama tiene que ver en primer término con las leyes subyacentes,
en toda su desnudez y divina severidad, y sólo en segundo lugar con los agentes
variopintos que las confirman. Cuando se reconoce esto, se ha hecho un avance
hacia una apreciación más racional y auténtica del arte dramático. Si no se
hace ninguna distinción así, el resultado es el caos. El lirismo alardea de
drama poético; la conversación psicológica, de drama literario, y la farsa
tradicional se mueve sobre las tablas con la etiqueta pegada de comedia.
Una vez que esos dos dramas han hecho su labor como
prólogos al acto en crecimiento, se los puede relegar al departamento de
curiosidades literarias. Es fútil decir que no hay drama nuevo o sostener que
su proclamación es un inmenso estallido. El espacio es valioso y no puedo
combatir esas afirmaciones. Sin embargo, es para mí tan claro como el día que
el drama dramático debe sobrevivir a sus mayores, cuya vida sólo se estira
debido a la más diestra gestión y la más cuidadosa administración. Por esta
Nueva Escuela se han dado y recibido algunos golpes duros. El público es lento
para captar la verdad, y sus dirigentes, rápidos para darle nombre equibocado.
Muchos, cuyos paladares se han habituado a la vieja comida, lanzan gritos
malhumorados contra un cambio de dieta. Para éstos la costumbre y la carencia
son el séptimo cielo. Sonoros son sus elogios de la insípida obviedad de
Corneille, la almidonada devoción de Trapassi, la rigidez a lo Pumblechook de
Calderón. Sus infantiles malabarismos con la trama los dejan boquiabiertos, de
sutilísimos que son. A semejantes críticos no se los puede tomar en serio, ¡son
figuras graciosas! Es desde luego manifiestamente cierto que la “nueva” escuela
los vence en su propio terreno. Comparemos la pericia de Haddon Chambers y
Douglas Jerrold, de Sudermann y Lessing. La “nueva” escuela en esta rama del
arte es superior. Esa superioridad no es sino natural, ya que acompaña una
labor de un calibre inmensurablemente más alto. Hasta la parte menor de Wagner
–su música– va más lejos que Bellini. A pesar del clamor de estos amantes del
pasado, los albañiles están construyendo para el Drama, una casa más amplia y
más elevada, donde se hará la luz en vez de la penumbra y portales amplios en
vez del puente levadizo y el torreón.
Permítanme explicar un poco más sobre este gran
visitante. Por drama entiendo la interacción de pasiones para retratar la
verdad; el drama es conflicto, evolución, movimiento, cualquiera sea el modo en
que se exponga; existe, antes de cobrar forma, independientemente; está
condicionado pero no controlado por su escenario. Podría decirse en vena
fantástica que, no bien empezaron hombres y mujeres la vida en el mundo, hubo
arriba de ellos y a su alrededor un espíritu, del que tenían borrosa
consciencia, al que habrían querido tener morando en medio de ellos en más
profunda intimidad y de cuya verdad se volvieron buscadores en posteriores
tiempos, anhelantes de echarle mano. Pues ese espíritu es como el aire errante,
poco susceptible de cambio, y nunca salió de su vista, ni nunca saldrá, hasta
que el firmamento se enrolle como un pergamino. A veces parecía que el espíritu
fijaba residencia en esta o aquella forma; pero de repente lo usan mal, se va y
la residencia queda vacía. Es, podría conjeturarse, de naturaleza un tanto
élfica, una ondina, un mismísimo Ariel. De modo que debemos distinguirlo de su
casa. Un retrato idilico o un entorno de pajares no constituyen una pieza
pastoril, así como una fanfarronada y un sermoneo no construyen una tragedia.
Ni la quiescencia ni la vulgaridad esbozan drama. Por tenue que sea el tono de
las pasiones, por ordenada que sea la acción u ordinaria que sea la dicción, si
una pieza teatral o musical o una pintura presenta nuestros eternos deseos,
esperanzas y odios, o se ocupa de una presentación simbólica de nuestra
naturaleza ampliamente relacionada, aunque sea una fase de esa naturaleza,
entonces hay drama. No voy a hablar aquí de sus muchas formas. En todas las
formas que le resultaron ineptas, produjo una explosión, como cuando el primer
escultor separó los pies. Moralidad, misterio, ballet, pantomima, ópera, todas
éstas las recorrió con rapidez y las descartó. Su forma apropiada, “el drama”,
sigue intacta. “Hay muchas velas en el altar mayor, aunque una caiga”.
Cualquiera sea la forma que adopte, no debe ser
superpuesta ni convencional. En literatura permitimos convenciones, pues la
literatura es en comparación una forma baja de arte. La literatura se mantiene
viva con tónicos, florece mediante convenciones establecidas en todas las
relaciones humanas, en toda realidad. El drama del futuro estará en guerra con
la convención, si es que va a concretarse de veras. Si uno tiene una clara idea
del cuerpo del drama, resultará manifiesto qué vestimenta le corresponde. Un
drama de naturaleza tan íntegra y admirable no puede sino arrancar de lo
espectacular y lo teatral a todos los corazones, siendo su nota la verdad y la
libertad en todos sus aspectos. Podríamos preguntarnos qué debemos hacer, en
palabras de Tolstoi. Primero, despejar de hipocresía nuestra mente y cambiar
las falsedades a las que hemos prestado apoyo. Critiquemos a la manera de los
pueblos libres, como una raza libre, sin hacer mucho caso de férula y fórmula.
La Gente, creo, es capaz de hacerlo. Securus judicat orbis terrarum no
es un lema demasiado elevado para toda obra de arte humana. No abrumemos a los
débiles, tratemos con una sonrisa tolerante las rancias declaraciones de esos
serios cómicos sin par: los “literatos”. Si la cordura gobierna la mente del
mundo dramático, se aceptará lo que es ahora la fe de los pocos, estarán más
allá de disputa crítica las respectivas calificaciones de Macbeth y El
constructor Solness. El crítico sentencioso del siglo xxx bien podrá decir
quizás al respecto: Que entre él y éstas se ha abierto un enorme abismo.
Hay ciertas verdades de peso que no podemos pasar
por alto, en las relaciones entre el drama y el artista. El drama es en esencia
un arte comunitario y de ámbito muy extendido. El drama: su vehículo más
adecuado presupone un público, extraído de todas las clases. En una sociedad
amante del arte y productora de arte, el drama naturalmente ocuparía su puesto
a la cabeza de todas las instituciones artísticas. El drama es, además, de una
naturaleza tan inalterable, tan incontestable, que en sus formas más altas casi
trasciende la crítica. Apenas si es posible criticar El pato salvaje,
por ejemplo; uno sólo puede cavilar sobre el asunto como sobre una aflicción
personal. De hecho, en el caso de toda la última labor de Ibsen la crítica dramática,
propiamente dicha, raya en la impertinencia. En todo otro arte, la
personalidad, el manierismo del tacto, el sentido local, se consideran adornos,
encantos adicionales. Pero aquí el artista renuncia a su propia personalidad y
se ubica como mediador con terrible verdad ante la cara velada de Dios.
Si me preguntan qué ocasiona el drama o cuál es su
necesidad, respondo: la Necesidad. Es mero instinto animal aplicado a la mente.
Aparte de su deseo, viejo como el mundo, de atravesar las murallas en llamas,
el hombre tiene un anhelo adicional de convertirse en hacedor y moldeador. Ésa
es la necesidad de todo arte. El drama es a su vez el menos dependiente de sus
materiales de todas las artes. Si se agota el suministro de tierra moldeable o
de piedra, la escultura se convierte en recuerdo; si cesa la producción de
pigmentos vegetales, el arte pictórico cesa. Pero haya o no mármol y pinturas,
siempre hay materia artística para el drama. Creo además que el drama surge
espontáneamente de la vida y es su coetáneo. Toda raza ha construido sus
propios mitos y es en ellos que el drama antiguo halla a menudo una salida. El
autor de Parsifalha reconocido esto y de allí que su obra sea
sólida como una roca. Cuando el mito cruza el límite e invade el templo del
culto, sus posibilidades dramáticas se han reducido considerablemente. Incluso
entonces lucha por volver a su legítimo lugar, para gran turbación de los
pesados feligreses.
Así como discrepan los hombres en cuanto al
nacimiento del drama, discrepan también en cuanto a sus objetivos. En la
mayoría de los casos los devotos de la escuela antigua demandan que el drama
debería tener demandas éticas especiales; para usar su frase hecha, que debería
instruir, elevar y entretener. Aquí hay otro grillete conferido por los
carceleros. No digo que el drama no pueda cumplir alguna de esas funciones o
todas, pero niego que sea esencial que las cumpla. El arte, elevado a la esfera
demasiado alta de la religión, pierde en general su verdadera alma en un
quietismo estancado. En cuanto a la forma más baja de este dogma, es sin duda
graciosa. Esta educada petición al dramaturgo de que por favor subraye una
moraleja, que rivalice con Cyrano, repitiendo en todos los actos “A la
fin de l’envoi je touche”, es sorprendente. Engendrada como está por un
afable temperamento provinciano, no podemos sino exonerarla. El señor Beoerly
embolsado con estricnina, o el señor Coupeau con los horrores, no se quedan
cortos en dar pena vestidos cada uno de sobrepelliz y dalmática. Sin embargo,
esa absurdidad está comiéndose rápido a sí misma, como el tigre del cuento,
comenzando por la cola.
Una demanda más insidiosa todavía es la demanda de
belleza. Según la conciben los demandantes, la belleza es tan a menudo
espiritualidad anémica como fuerte animalismo. Luego, principalmente porque la
belleza es para los hombres una cualidad arbitraria y a menudo no se encuentra
a mayor profundidad que la forma, atar al drama a que se ocupe de ella sería
arriesgado. La belleza es la suarga del esteta; pero la verdad tiene un dominio
más determinable y más real. El arte es fiel a sí mismo cuando se ocupa de la
verdad fiel. Si tuviera lugar en la tierra un acontecimiento tan adverso como
una reforma universal, la verdad sería el umbral mismo de la casa bella.
Tengo una sola demanda más para discutir, aun a
riesgo de agotarles la paciencia. Cito al señor Beerbohm Tree. “En estos días
en que la fe se tiñe de duda filosófica, creo que es función del arte el darnos
luz antes bien que oscuridad. No debería apuntar a nuestra relación con los
monos sino antes bien recordarnos nuestra afinidad con los ángeles”. En esa
declaración hay un justo elemento de verdad que sin embargo requiere
salvedades. El señor Tree sostiene que hombres y mujeres van a mirar siempre el
arte como el espejo donde pueden verse a sí mismos idealizados. Yo más bien
pensaría que hombres y mujeres raras veces piensan seriamente en sus impulsos
hacia el arte. Los grilletes de la convención los sujetan con demasiada fuerza.
Pero, después de todo, el arte no puede regirse por la insinceridad de la
compacta mayoría, sino más bien por esas eternas condiciones, dice el señor
Tree, que lo han regido desde el principio. Admito que esto es una verdad
irrefutable. Pero sería bueno tener en mente que esas eternas condiciones no
son las condiciones de las comunidades modernas. Echa a perder el arte la
errónea insistencia en sus tendencias religiosas, morales, bellas,
idealizadoras. Un solo Rembrandt vale una galería llena de Van Dycks. Y es esa
doctrina del idealismo en arte lo que en casos notables ha desfigurado el
empeño audaz, y también ha fomentado un instinto infantil de zambullirse bajo
las sábanas ante la mención del cuco del realismo. De allí que el público
repudie la Tragedia, salvo que agite daga y copa; aborrezca el Romancesco que
no es sumiso a las leyes de la prosodia, y juzgue triste el efecto artístico
si, de la sangre derramada por el heroísmo desventurado, no brota de inmediato
una plantación de flores afligidas. Como en la mismísima locura y frenesí de esta
actitud la gente quiere que el drama la engañe, el Proveedor suministra al
plutócrata una parodia de la vida que este último digiere medicinalmente en un
teatro a oscuras, mientras el escenario medra literalmente a expensas de los
despojos mentales de sus patrocinadores.
Ahora bien, si esos puntos de vista son decadentes,
¿qué podrá servir al objetivo? ¿Vamos a poner la vida –la vida real– en el
escenario? No, dice el coro filisteo, pues no tendrá atracción. Qué mezcla de
vista desbaratada y comercialismo petulante. El Parnaso y la Banca se reparten
las almas de los mercachifles. En efecto, hoy en día la vida es a menudo un
triste tedio. Muchos sienten como el francés que han nacido demasiado tarde en
un mundo demasiado viejo, y su desesperanza y débil falta de heroísmo apuntan
siempre con severidad a una última nada, una vasta futilidad, y entretanto:
cargar fardos. El salvajismo épico se vuelve imposible por la policía
vigilante, la caballería ha sido aniquilada por los oráculos de moda de los
bulevares. ¡No hay repiqueteo de cotas, ni halo en torno a la galantería, ni
sombreros que barran el suelo, ni jarana! Las tradiciones romancescas sólo se
mantienen en Bohemia. Con todo, pienso que de la gris monotonía de la
existencia puede extraerse cierta medida de vida dramática. Hasta los más
ordinarios, los más muertos de los vivos, pueden desempeñar un papel en un gran
drama. Es una estupidez pecaminosa suspirar por los buenos viejos tiempos,
alimentar nuestra hambre con las frías piedras que nos proporcionan. La vida
debemos aceptarla tal como la vemos ante nuestros ojos, hombres y mujeres tal
como los encontramos en el mundo real, no tal como los aprehendemos en el mundo
de las hadas. La gran comedia humana donde cada cual tiene su cuota ofrece un
campo ilimitado al verdadero artista, hoy como ayer y como en tiempos idos. Las
formas de las cosas, como la corteza de la tierra, han cambiado. Los maderos de
los barcos de Tarsis caen en pedazos o se los come el desenfrenado mar; el
tiempo ha irrumpido en los baluartes de los poderosos; los jardines de Armida
se han convertido en páramos desarbolados. Pero las pasiones inmortales, las
verdades humanas que así hallaron expresión entonces, son en efecto inmortales,
en el ciclo heroico o en la era científica; Lohengrin, cuyo drama
se expone en una escena de aislamiento, entre medias luces, no es una leyenda
de Amberes sino un drama mundial. Espectros, cuya acción transcurre
en un salón ordinario, es de trascendencia universal: una rama hundida en el
árbol, Igdrasil, cuyas raíces se meten en la tierra, pero a través de cuyo
follaje más alto relucen y bullen las estrellas del cielo. Tal vez muchos no
tengan nada que ver con semejante fábula, o piensen que su comida habitual es
todo lo que necesitan. Pero mientras estamos hoy en lo alto de las montañas,
mirando adelante y atrás, suspirando por lo que no es, distinguiendo apenas a
lo lejos los pedazos de cielo abierto; cuando las espuelas amenazan, y el
sendero está cubierto de espinos, ¿de qué sirve que a nuestras manos les hayamos
dado un cayado de rota en vez de un bastón alpino, o que tengamos delicadas
sedas para protegernos del viento ávido de las tierras altas? Mientras antes
entendamos nuestra verdadera posición, mejor; y antes entonces vamos a estar de
pie y haciendo camino. Entretanto, el arte, y principalmente el drama, pueden
ayudarnos a hacer nuestros lugares de reposo con mayor perspicacia y mayor
previsión, para que sus piedras estén construidas con gallardía y sus ventanas
sean excelentes y hermosas. “... que va a hacer usted en nuestra Sociedad,
señorita Hessel”, preguntó Rörlund: “Voy a dejar entrar aire fresco, pastor”,
contestó Lona.
Tomado de Escritor críticos y afines
© Eterna
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