Por Sergio Sinay (*)
Entre la responsabilidad y la culpa existe una relación
inversamente proporcional. Cuando una aumenta, la otra disminuye. Se accede a
la categoría de persona responsable (una categoría moral) cuando se responde
por los propios actos y sus consecuencias. Y, como hablamos de actos, las
respuestas deben ser, también, actos, acciones, actitudes.
Si no hay
responsable, es decir si nadie responde, se necesita un culpable. Cuando en
cualquier ámbito, sea pareja, familia, club, vecindario, organizaciones o un
país entero, escasea la responsabilidad, hay un exceso de culpabilidad. Esto se
debe a que las consecuencias de las acciones no se borran (aunque se esfumen
sus actores) y hay que endosárselas a alguien.
La Argentina es un país que, por un creciente y criminal
default de responsables, se ha especializado en la construcción, búsqueda y
cacería de culpables. Como cuando baja la marea, la permanente fuga (física,
jurídica o judicial) de responsables deja a la vista toda la porquería que el
agua tapaba. Trenes en pésimo estado, recitales en los que no se va a ver un
espectáculo sino a morir, estadios que son campos de batalla, submarinos que se
hunden por un mantenimiento precario, fiscales asesinados, asesinos y
violadores en infame libertad por decisión de jueces imperdonables, zonas
liberadas para el crimen y la droga, pésimos servicios (sean gestionados por el
Estado o por empresas privadas), incumplimientos cotidianos en cualquier
acuerdo entre personas (ya se trate de una cita personal, la contratación de
una prestación, pagos, horarios), la derrota en una final futbolística,
etcétera, etcétera.
Es el país de las culpas largas. Tan largas que, como densos
y estáticos nubarrones, tapan el sol del razonamiento y oscurecen el día a día
en la vida de la sociedad. Donde desaparece la responsabilidad lo hace también
la confianza, que es una de sus hijas, y tambalea la libertad, porque, al
contrario de lo que ocurre en el caso de la culpa, responsabilidad y libertad
crecen juntas. Ausente la confianza, en la constante búsqueda de culpables para
catástrofes y crímenes sin responsables se termina por caer fácilmente en
teorías conspirativas, otro de los grandes deportes nacionales.
Nadie sabe nada, y nadie acepta no saber. Por lo tanto hay
que suponer, imaginar, sospechar, y convertir todo eso en certeza. La certeza
de un culpable. Se empieza por linchamientos mediáticos y en las redes
sociales, siguen escraches, a menudo agresiones físicas, con frecuencia
acciones en la vía y espacios públicos en nombre de derechos confusos e
imaginarios o de iras desbocadas. Llegados ahí ya no importa cuál es la verdad
o quién fue el responsable. Se tiene un culpable y con eso alcanza. Y es una
culpabilidad sin redención. No habrá manera de demostrar inocencia. El chivo
expiatorio va de cabeza al altar de sacrificio. Allí termina de agonizar la
Justicia, se ríen los responsables (convertidos ahora en irresponsables) y
sacan provecho los oportunistas y manipuladores de turno, que tanto pueden ser,
según el caso, opositores, oficialistas o cuentapropistas de la política, del
crimen o de la Justicia.
Las culpas largas y nutridas son cimiento de relatos que se
convierten en leyendas a las que se da por ciertas y éstas pasan a la historia
(social, política, económica y cultural) oscureciendo el entendimiento y
moldeando una memoria alejada de lo real. Que la esposa de un sonarista del ARA
San Juan haya sido agredida por otros familiares de tripulantes por haber dicho
que, para ella, no habrá sobrevivientes y que la corrupción mata, o que se siga
sosteniendo que la de Maldonado fue una desaparición forzada luego del informe
unánime de 55 peritos que certifica lo contrario, evidencia cómo la necesidad
de culpables produce cegueras colectivas peligrosas para la convivencia social.
En estos dos casos, como en tantos, hay responsables, que seguramente están en
ambos lados de las grietas y en espacios obvios que la opacidad de las culpas
largas no deja ver. O hace que no se quieran ver.
(*) Escritor y periodista
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