La búsqueda de la libertad
Octavio Paz: El diálogo como herramienta civilizatoria pero sin renunciar a la rebeldía. |
Por Francisco
Martínez Hoyos
Las ideas pueden cambiar mientras los valores se mantienen. Es lo que
sucede con la obra del Nobel mexicano Octavio Paz (1914–1998), articulada
alrededor de la idea de libertad, aunque para él no se trataba de algo teórico
sino práctico, que existe al ejercitarse con un sí o con un no. Éste es el hilo
conductor de una biografía apasionante marcada por la tensión permanente entre
la belleza y la realidad mundana, tal como puso de manifiesto Guadalupe Nettel
en Octavio Paz. Las palabras en libertad (Taurus, 2014).
Su nacimiento lo predestinó hacia la izquierda. No en vano su padre,
Octavio Paz Solórzano, fue escribano, abogado y amigo de Emiliano Zapata, el
mítico revolucionario, al que sirvió como agente en Estados Unidos. Más tarde
sería diputado por el Partido Nacional Agrarista. Su compromiso político le
permitió dar a conocer al futuro poeta a algunos importantes revolucionarios.
Uno de ellos, el célebre libertario Antonio Díaz Soto. Comenzó así el interés
del pequeño Octavio por el pensamiento anarquista.
Pasión por España
Con poco más de veinte años nuestro hombre simpatiza con la República en
la guerra civil española y escribe un poema de evidente compromiso
político, No pasarán. Donará su usufructo al Frente Popular Español
en México. En esos momentos aspira a unir, como Malraux, la modernidad estética
y el compromiso político. Porque no le convencen los que sacrifican la estética
a las ideas ni los que se encierran en una torre de marfil, de espaldas a la
realidad. La suya es una vía media entre ambos extremos. Como toda vía media,
tiene el defecto, o la virtud, de dejar a todo el mundo descontento. En esos
momentos la revolución soviética todavía constituye su punto de referencia. Se
niega, sin embargo, a dar el paso de afiliarse al Partido Comunista. Tal vez
porque intuye el peligro de aceptar la disciplina férrea de una organización.
En 1937 le encontraremos en Valencia, dentro de la delegación mexicana
del Congreso de Escritores Antifascistas. No olvidemos que en esos momentos el
presidente de su país, Lázaro Cárdenas, era uno de los pocos apoyos exteriores
con que contaba el gobierno legítimo de España. En la capital del Turia lee un
texto sobre la poesía mexicana contemporánea, en el que afirma que, aunque
existe un acento nacional en las letras de su país, eso es lo contrario del
nacionalismo. Porque lo mexicano no es una identidad fija sino una realidad
cambiante, como corresponde a todo lo que está vivo.
Para Octavio, como para tantos otros mexicanos, la guerra civil española
simboliza el combate entre el bien y el mal, entre la libertad y el
totalitarismo. Con la Segunda República ha descubierto una España diferente, la
que emprende el camino de la modernidad.
El comunismo le parece la única fuerza capaz de cerrar el paso al
fascismo. No obstante, observa comportamientos sectarios que le desagradan. En
Valencia los escritores de izquierda condenan a André Gide. Aunque es
partidario de la República los estalinistas lo tachan de enemigo del pueblo. Ha
cometido el pecado imperdonable de criticar a la Unión Soviética. Eso basta, a
ojos los guardianes de la ortodoxia, para convertirlo en un reaccionario.
Mexicano cosmopolita
A su regreso a América se alejará del comunismo después de que la URSS
firme con la Alemania nazi el pacto de no agresión. Poco después el asesinato
de Trotsky a manos de un agente soviético le reafirmará en esta revisión de sus
lealtades, no sin pagar un precio personal. Porque esta evolución contribuirá a
que se vaya al traste su amistad con Pablo Neruda, un protector que había
favorecido su carrera literaria. El gran poeta chileno se mantenía dentro de la
fidelidad al camarada Stalin y cultivaba una literatura que, según Paz, estaba
“contaminada por la política” (véase Nettel). Más tarde, a finales de los
setenta, el mexicano criticará en El ogro filantrópico la
frivolidad moral de unos intelectuales progresistas que no eran mejores que los
gobernantes de Occidente: siempre dispuestos, con muy contadas excepciones,
como las de Albert Camus o George Orwell, a aclamar a los inquisidores con tal
de que fueran rojos.
Gracias a una beca Guggenheim puede desplazarse a San Francisco, donde
trabaja cerca de dos años. En 1944 ingresa en el cuerpo diplomático, con lo que
inicia una trayectoria que se extenderá durante más de dos décadas. Asiste,
como corresponsal de la revista Mañana, a la conferencia que
dará a luz a las Naciones Unidas. Afirma entonces con optimismo que el
nacionalismo agresivo es cosa del pasado, convencido de que se puede firmar ya
el acta de defunción del Estado nación. A los pueblos, recién concluida la
Segunda Guerra Mundial, no les preocupa tanto la identidad como la buena
distribución de la riqueza y una organización internacional idónea.
Instalado en París, disfruta de una etapa de efervescencia cultural.
Sartre ejerce una especie de monarquía dentro del mundo de los intelectuales,
pero sus teorías no acaban de seducirlo. Rechaza su espíritu intransigente y su
desconfianza hacia la poesía por volver equívocos los significados. Frente a
esta postura dogmática se decantará por el surrealismo, en el que ve no una
teoría sobre la libertad sino el ejercicio de la libertad misma.
Será a principios de los cincuenta cuando conozca a Albert Camus, en un
acto en memoria de Antonio Machado. La pasión por España contribuirá a forjar
una amistad, en la que el mexicano se beneficia de la “palabra cálida” de un
hombre tan atento como el autor de Calígula. Para Paz lo importante
del francés no son tanto sus ideas sino su calidad humana.
El hechizo de Oriente
Los sesenta coinciden con su consagración literaria a escala mundial,
que se inicia cuando el Festival Knokke–le–Zoute, de Bélgica, le concede el
Gran Premio Internacional de Poesía. No es un galardón conocido más allá de
unos círculos selectos, pero es justamente ese público el que le importa a Paz.
Ahora pertenece a un club que antes había admitido a figuras de la talla del
francés Saint–John Perse o del español Jorge Guillén.
A partir de 1962 será el embajador mexicano en India, un país que le
parece una gigantesca contradicción, donde conviven la modernidad y la
tradición, la pobreza más espantosa y el lujo desaforado, el ascetismo y la
sensualidad del kamasutra. Allí pasará una de sus etapas más felices. En lo
personal, porque contrae matrimonio con María José Tramini. La relación, para
él, viene a ser un segundo nacimiento. Entre tanto, escribe libros mientras se
interesa con avidez por todos los detalles de la cultura oriental: literatura,
arte, religión… Su condición de mexicano le permite entender mejor un país que
también ha vivido de manera conflictiva su búsqueda de la modernidad.
Plasma sus impresiones sobre el país en Ladera este, donde
recoge los versos escritos a lo largo de una estancia de seis años. Uno de los
poemas, “El balcón”, da cuenta de sus sentimientos ante una gran metrópoli,
Delhi, esa ciudad fétida que le inspira imágenes desoladoras: “corral
desamparado”, “mausoleo desmoronado”, “cadáver profanado”. La urbe come las
sobras de sus dioses, en medio de una desigualdad alucinante, que le hace decir
a Paz que los templos “son burdeles de incurables”.
Una figura incómoda
Tras la matanza de estudiantes en Tlatelolco, en 1968, renunciará a su
puesto de embajador como protesta contra la represión gubernamental. Este gesto
le convertirá en un héroe. En un héroe solitario, porque ningún otro
intelectual prestigioso con un puesto oficial tendrá arrestos para hacer lo
mismo. Frente al autoritarismo de partido oficial, el PRI, apostará entonces
por la democracia. En ella verá la herramienta capaz de permitir al país
superar sus “extravíos históricos” tanto en el plano político como en el
económico y el cultural. La auténtica democracia no se reduce, desde su óptica,
a una simple aplicación de la voluntad mayoritaria. Para que el sistema
funcione deben respetarse las leyes constitucionales, así como los derechos del
individuo y de las minorías.
Su sentido democrático le llevará a enfrentarse con un sector dominante
de la izquierda. En 1984 pide que se celebren elecciones en la Nicaragua
sandinista, demasiado para los que aún cultivan el mito de la revolución. Por
todas partes se le demoniza, cual lacayo del imperialismo. “Reagan rapaz, tu
amigo es Octavio Paz”, gritan sus detractores. Se produce así la paradoja de
que un escritor ampliamente respetado sea objeto, dentro de su país, de una
animadversión igualmente extendida en razón de sus principios políticos. Porque
viene a ser como la china en el zapato que cuestiona los consensos
establecidos.
El caso de Paz es análogo al del peruano Mario Vargas Llosa, con el que
comparte un camino hacia el liberalismo desde posiciones de izquierda. ¿Un
regreso parcial, tal vez, al pensamiento anarquista por el que se interesó en
su juventud? A fin de cuentas, liberales y libertarios comparten una crítica
radical al Estado a partir de una ideología antiautoritaria, la que impulsa a
nuestro hombre a una crítica fuerte de la modernidad. No puede aceptar sin
queja una sociedad en la que se estandariza, bajo capa de individualismo, al
ser humano. La suposición de que el ocio contribuiría a la emancipación resulta
falsa: en la práctica, la gente, más que cultivarse, opta por las distracciones
vulgares.
Como Vargas Llosa, encuentra en el nacionalismo una de sus bestias negras,
al identificarlo con una ideología fanática y excluyente, condenable por su
carácter agresivo, el que lleva a la defensa de una homogeneidad impuesta. La
que lleva a imponer una sola religión, una sola lengua. Todo desde una
convicción férrea de la propia superioridad, la que muchas veces conduce a la
caída en lo estrafalario. ¿No caen los nacionalistas en la negación de las
evidencias científicas cuando contradicen sus prejuicios? (Véase Vislumbres
de la India, Círculo de Lectores, 1995, pp. 136 y 137).
Lo más probable es que Paz fuera objeto de mil diatribas por algo más
pedestre que lo ideológico, la envidia. Envidia a su indiscutible influencia
como maître à penser, un magisterio que ha ejercido tanto en
sus ensayos sobre mil y un temas, fruto de su insaciable curiosidad, como en su
obra periodística. Nadie le discute que, en ambos terrenos, fue una de las
figuras más relevantes de la intelectualidad mexicana del siglo XX.
Un puente a la alteridad
A lo largo de su vida su opción fue siempre hacia la libertad, en la que
veía una de las puntas de la estrella que alumbraba el firmamento de los seres
humanos. Libertad, tanto en la creación como en la vida pública, en oposición a
lo que era habitual en la izquierda revolucionaria. Paz no estaba dispuesto a
aceptar que el Partido Comunista le impusiera sus criterios estéticos, aunque
esta opción pudiera causarle problemas, sobre todo por el poder del que gozaban
en el mundillo intelectual los comisarios políticos.
Esta actitud ajena a las ortodoxias le condujo a involucrarse de lleno
en las polémicas de su tiempo, tratando de tender puentes entre su país y el
mundo exterior, fuera la Francia de los surrealistas o el Japón de los haikus.
Como dice bellamente Guadalupe Nettel, su poesía “constituye un delta en el que
confluyen muchas de las culturas y de las tradiciones poéticas del mundo
entero”. Precisamente por esta amplitud de miras algunos le tacharían de
antipatriota. Para los fanáticos del nacionalismo, admirar lo foráneo
implicaba, además de una traición, un complejo de inferioridad.
Precisamente la identidad de México fue el tema de uno de sus grandes
ensayos, El laberinto de la soledad, publicado por primera vez en
1950, mezcla audaz de disciplinas como la historia, la filosofía o la
antropología. Para Paz, a lo largo de su carrera, su país fue una “idea fija”.
No creía en la existencia de cualquier supuesta psicología “nacional”, pero no
por eso dejaba de interrogarse sobre el pasado, el presente y el futuro de su
pueblo. El hombre mexicano, a su juicio, buscaba sus orígenes, pero corría un
peligro: si se encerraba en sí mismo otorgaría una dimensión desmesurada a todo
lo que le diferenciaba de otros seres humanos (El laberinto de la
soledad, Cátedra, 2015, p. 162).
Tenemos a un gran poeta que quiso escribir versos con la garra de un
artículo periodístico y artículos periodísticos con la belleza de un poema. Su
compromiso con la actualidad le llevó a fundar y dirigir dos revistas
imprescindibles, Plural y Vuelta, enfrentadas
a las publicaciones del progresismo oficial. En las pequeñas guerras de los
grandes “popes” de la república de las letras no primaba la búsqueda de la
verdad sino el divismo.
Paz, por su parte, no intenta ocupar el centro del poder político e
intelectual sino mantenerse en los márgenes de la política, como una conciencia
crítica de la sociedad. Para realizar esta tarea considera que la independencia
era la condición sine qua non. Aunque, como todo el mundo, en la
práctica no se vio libre de contradicciones. Tal vez por un exceso de
ingenuidad estuvo muy próximo al gobierno de Carlos Salinas de Gortari, en el
que vio al Gorbachov que iba a reformar las estructuras corruptas del sistema
priista.
Estaba seguro de que un artista podía aportar una palabra más libre que
la de los expertos en ciencias sociales, muchas veces mediatizados por el
dogmatismo de sus respectivas camarillas. Sabía que el “odio teológico” no
pertenecía en exclusiva a los católicos sino que se extendía a las versiones laicas
del pensamiento único. De ahí que se impusiera como misión promover el diálogo
en tanto que herramienta civilizatoria, aunque no por eso renunciaba a la
rebeldía, algo que para él, como para Camus, nada tenía que ver con ideologías
revolucionarias que acaban por imponer el asentimiento.
© Revista
Replicante
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