Por Manuel Vicent |
Ahora que el idioma tal como lo escribimos hoy está a punto
de desaparecer destruido por los nativos digitales en las redes, quisiera
rendir homenaje a un maestro de escuela, de quien a los ocho años aprendí todo
lo que sé de ortografía. Se llamaba Manuel Segarra. Gran parte de mi pasión por la escritura se la debo a aquel
maestro cuyo recuerdo llevo en el corazón desde el fondo de mi niñez.
En aquellos tiempos de la más desolada posguerra don Manuel
se tomaba muy en serio su vocación. Aún lo veo con su guardapolvo color mostaza
y las manos colgadas de las axilas por los pulgares paseándose entre las filas
de pupitres mientras repetía lenta y espaciadamente en voz alta las palabras
del dictado. Sentías su presencia detrás. Sabías que iba a inspeccionar en tu
cuaderno la hache, la jota, la uve, la elle y que probablemente cualquier falta
de ortografía iría acompañada por una colleja.
En aquel tiempo a los maestros se les escapaba a veces algún
sopapo o te daban con la regla en la palma de la mano. La ortografía estaba
implicada en una sensación de terror. Cualquier profesor que ponga hoy la mano
sobre un alumno se expone a un grave problema, pero entonces el castigo físico
era aceptado con normalidad por la pedagogía, hasta el punto que si en casa
decías que el maestro te había pegado, encima tu padre te daba otra paliza.
Entre los papeles de una carpeta olvidada descubro la
fotografía del curso escolar de 1944, en la que estoy muy serio al lado de este
maestro. “Tú aquí conmigo” —recuerdo que me dijo don Manuel—. La Real Academia
suele aceptar con gran parsimonia nuevos vocablos de la calle mientras hoy los
niños están creando cada día con los dedos un lenguaje distinto.
En esta lucha desigual quiero recordar a aquel maestro de
escuela que me enseñó a escribir bien con una ortografía que ya forma parte de
la melancolía.
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