Por Tomás Abraham (*) |
Ojo. Nos tapa la neblina. No se percibe nada con nitidez. La
mayoría de la gente tiene cataratas. Más que un problema político, los
argentinos padecemos una disfuncionalidad óptica.
La verdad es que no estamos acostumbrados a vivir sin
grietas. Porque lo que ha sucedido entre el jueves 16 y el martes 21 de diciembre
es que se ha rellenado la grieta.
Acostumbrados como estábamos a caminar alertas para evitar
toparnos con enemigos del otro lado de la trinchera, o de alumbrar con linterna
los alrededores para denunciar impostores y corruptos por doquier, de un día
para el otro, casi todos vemos lo mismo, y concluimos que no puede ser que algo
así suceda, todos no podemos ser semejantes, algo falla, no vemos bien, el
obispo irlandés Berkeley tenía razón, se trata de un problema de percepción.
Aunque provoque asombro que la represión de un día y los
ataques de manifestantes de otro día parezcan una gran batahola, lo que ha
sucedido es que por primera vez en mucho tiempo la mayoría de nuestra
ciudadanía se ha puesto de acuerdo. Acontecimiento que nos desconcierta.
Nos constituimos en comunidad por estar unidos en nuestra
desaprobación por las medidas que ha tomado el Gobierno para financiar a la
provincia de Buenos Aires, y refuerza nuestra cohesión el rechazo irrestricto
de la violencia ya sea de un lado como de otro.
Hace mucho tiempo que no vemos una homogeneidad de pareceres
de esta magnitud. Kirchneristas y antikirchneristas, macristas y no macristas,
no están de acuerdo en que se meta mano en la caja de jubilados, de los
“viejitos” o de los “abuelitos”, u otros diminutivos caritativos, que no por
esos mohínes dejan de sufrir privaciones consuetudinarias. También repelen en
conjunto que la Gendarmería actúe a mansalva de un modo indiscriminado y, por
otra parte, condenan al unísono que grupos de agresores se aprovechen con
piedras y palos para perseguir y atacar a noveles policías de la Ciudad de
Buenos Aires.
Estamos de acuerdo. No nos gusta el algoritmo; pensamos que
esa serie de operaciones y fórmulas matemáticas evaden el destino trágico de un
jubilado que una vez que deja de trabajar debe esperar hasta un año y medio
para cobrar su primera remesa entregado y rendido a algún familiar, si lo
tiene, y si no quiere pedir limosna.
No tiene para comer, ni para comprar medicamentos, ni para
pagar los servicios. Puede morirse a pesar del algoritmo.
No nos gusta porque no toma en cuenta que los medicamentos
tienen aumentos por encima de la inflación y que aun así no siempre se
consiguen. Tampoco nos gusta porque la jubilación mínima no alcanza para
sobrevivir, y el algoritmo lo único que hace es garantizar que no alcance
nunca.
A nadie seduce el algoritmo y nos irrita que el Gobierno lo
declare un beneficio social.
Por supuesto que hay grupos minoritarios que siguen en la
grieta y pretenden ver claro. De un lado hablan de un robo a mano armada que se
hace de los fondos de la Anses por obra y gracia del FMI y de la ceocracia.
Piden un plebiscito en el que la ciudadanía debe expedirse sobre si quiere que
los que menos tienen tengan menos de lo poco que les queda, o más porque se les
debe. Proponen la alternativa entre la épica de Robin Hood y la devastación de
Hood Robin.
En castellano: ¿a quién es justo confiscarle dineros? ¿A los
ricos o a los pobres? La consulta está generada por los creativos de las
fuerzas trotskistas.
Otros, que no cejan en cavar fosas, culpan al kirchnerismo
porque no puede aceptar el orden republicano y el sistema democrático, no toma
en cuenta que ha perdido varias elecciones, y no renuncia a querer ir por todo.
Pero estos supuestos “visionarios o iluminados” del país de
la grieta son pocos, aunque griten y pataleen.
Voy a citar a dos mentados próceres más denostados que
venerados. Félix Luna –que además de historiador es un librepensador– cuenta
que Bartolomé Mitre le dijo al presidente Julio Argentino Roca, una vez que el
primer mandatario debía tomar una medida antipopular a su juicio absolutamente
necesaria y correcta: “Cuando todo el mundo se equivoca, todo el mundo tiene
razón”.
En política, de acuerdo a Mitre, cuando la razón la tiene
uno solo y el error es de todos los restantes, la ecuación se pervierte. El
algoritmo enloquece.
En nuestros días, supongamos, el presidente Macri puede
tener fundamentos para sostener que de no aprobarse la ley previsional la
economía explota, y con ella todos nosotros, y que, dicho esto, a pesar de la
amenaza que se cierne, la opinión pública en su gran mayoría no está de acuerdo
con su promulgación; entonces, de acuerdo con Bartolomé Mitre, y en disonancia
con las nuevas autoridades de su propio diario, la gente, los “vecinos”, tienen
razón.
Aun cuando un jefe de Estado habla en nombre de lo que ve a
largo plazo, dice el fundador de La Nación, no es posible gobernar sin el
acuerdo y el apoyo de los representados, a pesar de su miopía.
Perdonen los lectores la insistencia en las metáforas
ópticas. Cataratas, miopía, presbicia, astigmatismo, pero el acuerdo masivo que
todos tenemos en rechazar por una parte la violencia y por otra,
simultáneamente, la misma ley, lo hacemos a ciegas.
Estamos a oscuras sobre la situación de la Anses. Ni
siquiera sabemos a qué género pertenece. Algunos dicen “la” Anses, otros “el”
Anses, unos dicen que tiene un capital de 800 mil millones de pesos, es el
Fondo de Garantía de Sustentabilidad, otros dicen que tiene un déficit
creciente que terminará por vaciarlo.
Unos dicen que hay una persona y tres cuarto que debe
sostener la vida de otra persona, y que el cuarto faltante no está a la vista.
Más aun, si se prolonga la vida laboral y los jóvenes quedan
fuera del sistema al no abundar fuentes de trabajo, el cuarto faltante puede
convertirse en un medio invisible.
Tampoco podemos pedir una tregua hasta que aclare, no hace
falta que diga por qué.
Por ojo. Estamos de acuerdo, es cierto, pero no del todo. No
somos un ejemplo de la aplicación del contrato social que tiene por condición
sine qua non la voluntad general. La idea de Rousseau exige que para que haya
libertad debe constituirse el pueblo como una voluntad general sin excepciones.
Y las hay.
Nos enteramos gracias a nuevas estadísticas de que hay más
niños pobres que viejos pobres. En una campaña destinada a limitar un supuesto
sentimentalismo popular respecto de la tercera y cuarta edad, se nos aconseja
mirar al futuro más que al pasado. Esta nueva “guerra del cerdo” tiene que ver
con los tiempos que corren en que los déficits de las cajas jubilatorias hacen
pensar en las virtudes de la eutanasia y en un nuevo modelo de justicia.
De acuerdo con esta concepción de la vida y del mundo, los
que ya la vivieron tienen que dejar lugar a los que todo tienen por vivir. No
es justo que un jubilado tenga unos veinte años más de vida a costa de niños
con hambre y jóvenes sin empleo.
Dicen que los nuevos ingresos que percibirá la gobernadora
Vidal, Heidi, serán destinados a la infancia carenciada del Conurbano y no a
solventar gastos corrientes y aligerar al gobierno nacional de su auxilio
financiero, como probablemente suceda.
La compasión planificada ante todo que confronta lágrimas
por los viejos contra pena por los niños. ¿Qué duele más?
Ya lo dijo Evita: los únicos privilegiados son los niños. Lo
repiten intelectuales de “cambiemos” viejos por niños.
Respecto de la defensa de la democracia, no todos están de
acuerdo con esta consigna. He leído con sumo interés que en la sociología de
avanzada se sostiene que en toda democracia hay una contrademocracia. El
sistema no se agota en los actos eleccionarios, y lo que establece una
Constitución de hace más de cien años no puede oficiar de ley fundamental en un
mundo cuyo formato desconocía con un devenir que tampoco podía anticipar.
De modo análogo, la distinción entre democracia
representativa y democracia participativa autoriza que cuando los
representantes del pueblo sesionan y se disponen a votar una ley invadan el
recinto los sujetos de derecho con molotov en mano a quemar lo que haya que
quemar.
Hay una dinámica participativa cuyo modelo son los soviets,
los consejos obreros que orientan el sistema de decisiones de las asambleas
universitarias de algunas facultades. Se elimina el voto secreto que refuerza
el individualismo burgués, y decide el conjunto bajo la mirada del gran hermano
o hermana.
Por eso sorprende que un periodismo paternalista y maternal
que trata de mantener sus vínculos con la izquierda, les pida una autocrítica
sobre los actos de violencia de las últimas jornadas. Les solicitan un atisbo
de arrepentimiento para que no los dejen solos a merced de las derechas en
boga.
Pero son duros. Le devuelven al periodismo comprensivo que
les pide un momento de reflexión la inapelable lista de los desaparecidos,
2001, Kosteki y Santillán, Mariano Ferreyra, Santiago Maldonado, Rafael Nahuel,
y justifican lo que llaman el “odio” del pueblo.
También sorprenden las declaraciones de un presidente de una
asociación de periodistas que ante las lesiones de tantos colegas sugiere una
serie de medidas para que en el futuro las fuerzas del orden no hagan de ellos
un blanco. Se le ocurre que deberían tener una identificación visible para
distinguirlos de los manifestantes.
Buena idea, en realidad, pésima actualidad hasta la fecha la
de disimular su profesión en aras de entregar a la empresa la mejor nota, la
mejor foto, la primicia que le permite al cronista mostrar su audacia en la
materia y complacer a su jefe.
Cuando se arma la rosca, la Policía o la Gendarmería no
piden documentos. Por supuesto que no se trata de un buzo que diga “Clarín”
porque ya sabemos sus consecuencias, basta que diga “prensa”, y que estén
ubicados en un lugar en el que tengan una mínima protección. El periodismo de
guerra también tiene sus protocolos.
Para terminar: no deja de llamar la atención que cuando
recién inician la limpieza y los arreglos de los destrozos en el Microcentro, y
aún se comentan los discursos de Rodríguez Larreta que agradece el sacrificio
de su policía que le hizo el favor de poner el cuerpo para que se olvide lo del
jueves, y el Presidente nos recuerde que no duerme bien pensando en la pobreza
ajena, un juez pida la detención de Cristóbal López.
Como si los grandes medios pidieran un nuevo titular. Estoy
en contra de las teorías conspirativas, pero no puedo dejar de evocar al gran
óptico Baruch Spinoza, que mientras pulía las lentes escribía que la ley no
manifiesta una verdad sino el deseo de poder de la casta sacerdotal.
*Filósofo - www.tomasabraham.com.ar
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