Por Fernando Laborda
La Argentina de hoy se asemeja a una pequeña embarcación que
navega en la mitad del cauce de un ancho río, caudaloso y revuelto. Sus
tripulantes saben que en la orilla hacia la que avanzan pueden encontrar el
destino de grandeza y previsibilidad que tanto soñaron. Pero ante los riesgos
que suponen los no pocos temporales que se avecinan, a veces dudan entre seguir
ese rumbo o retornar al punto de partida, desandando lo andado.
Entre los factores inhibitorios para avanzar hacia la orilla
del futuro, hay una barrera de prejuicios que no sólo anidan en buena parte de
la sociedad, sino también en una dirigencia poco dispuesta a dejar una supuesta
zona de confort, que no excluye a algunos hombres del propio gobierno de
Mauricio Macri.
Son esos prejuicios los que impiden, entre otras cosas,
debatir con la necesaria madurez cuestiones tales como qué hacer con las
Fuerzas Armadas y qué actitud tomar frente a los muchas veces violentos
reclamos de quienes dicen representar a los llamados pueblos originarios. Otra
asignatura pendiente, la reforma de un Estado elefantiásico e ineficiente,
también es a menudo presa de uno de los mitos que carcome y, en ocasiones,
propicia la inacción de las autoridades: el prejuicio de que Macri sólo
gobierna para los ricos.
La trágica desaparición del submarino ARA San Juan y sus 44
tripulantes evidenció un problema estructural, que arrastramos desde el fin de
la guerra de las Malvinas aunque nunca ocupó un lugar privilegiado en la agenda
pública: el desmantelamiento de nuestra industria de la defensa y el deterioro
material de las Fuerzas Armadas.
Al malestar que provocó en las últimas horas la decisión de
suspender las tareas de rescate de los tripulantes entre sus familiares, se
sumaron denuncias por parte de algunos de estos que pondrían en duda la
explicación oficial de que el submarino estaba en perfectas condiciones cuando
inició su última misión. Además de las sospechas de negociados que provocaron
las reparaciones de la nave durante la gestión kirchnerista, varios parientes
de quienes viajaban en el ARA San Juan han declarado que este se encontraba en
pésimas condiciones y que, en 2014, ya había tenido fallas en su sistema de
propulsión, que provo-caron momentos de angustia en la tripulación.
A juicio de no pocos especialistas, las Fuerzas Armadas
argentinas son una fantasía. Las anécdotas que pueden ilustrar esta situación
son muchas. Basta recordar una citada por el diputado de Cambiemos Gastón Roma,
integrante de la Comisión de Defensa de la Cámara baja. Contó que una mañana
fue llevado junto a una delegación a la base antártica Marambio en un avión que
debía pasar a retirarlos por la tarde. La aeronave, un Hércules, no pudo
regresar por una falla técnica y los dejó varados en la Antártida durante un mes.
Sencillamente, porque no había otro avión.
Al deterioro material de las Fuerzas Armadas hay que sumar
el deterioro moral de muchos de sus integrantes. En parte, porque cualquier
decisión estratégica que apunte a mejorar las condiciones de la defensa nacional
es absurdamente equiparada, por sectores de la sociedad y de la dirigencia
política, con un intento de reivindicación del terrorismo de Estado. Por otro
lado, porque desaparecieron los tribunales de honor y comenzó a aplicarse una
cuestionada metodología para los ascensos militares que, en tiempos del
kirchnerismo, llevó al Ministerio de Defensa a seleccionar a los oficiales que
se promoverían sin importar el orden de mérito de una lista de candidatos
elevada por una junta militar superior. De ese modo, muchas veces ascendían los
más aceptables políticamente, sin importar sus méritos militares, al tiempo que
era habitual la discriminación por portación de apellido hacia oficiales con
familiares que hubiesen intervenido en la represión del terrorismo en los años
70.
Mientras se profundizaba la degradación de las Fuerzas
Armadas, se multiplicaron las sospechas de que el gobierno de Cristina
Fernández de Kirchner alentó una reorientación del Ejército hacia tareas de
inteligencia interna en su propio beneficio, de la mano del hoy procesado
general César Milani, quien terminó manifestando públicamente su adhesión al
"proyecto nacional" del kirchnerismo. Una actitud que poco contribuyó
a la cohesión del Ejército.
Poco antes de la tragedia del submarino ARA San Juan, el
ministro de Defensa, Oscar Aguad, anunció un plan para dejar atrás décadas de
desinversión. Hasta el momento, sin embargo, poco hizo el gobierno de Macri
para revertir un estado de cosas que hacen que, para casi el 60% de la
población, el país se encuentre desprotegido ante un eventual conflicto militar
con otra nación, y que, para el 79,9%, no se invierta lo suficiente en las
Fuerzas Armadas, de acuerdo con una encuesta de Taquion y la Universidad
Abierta Interamericana.
La mejor prueba de la continuidad de este deterioro es el
proyecto de presupuesto para 2018. En el caso de la Armada, nada menos que el
87% de los recursos se destinan a gastos de personal y apenas el 4,5% integra
la partida para mantenimiento, reparaciones y bienes de uso. Esta última cae
incluso de $ 1180 millones en 2017 a $ 968 millones el año próximo.
El presupuesto militar argentino ronda el 0,9% del PBI
frente al 1,6% que en promedio destinan los demás países de América del Sur o
el 2,5% que tienen las naciones de la OTAN. Pero no sólo se gasta poco en
comparación con otros países, sino que se invierte muy mal. El trágico episodio
vivido puso de manifiesto cierta hipocresía de parte de una sociedad que se
fastidia cuando se habla de aumentar el presupuesto para las Fuerzas Armadas,
pero se horroriza ante desgracias que podrían haberse evitado con mejores
inversiones.
La obtención de la presidencia temporaria del G-20 por la
Argentina representa un avance en términos de integración al mundo. Pero
demasiadas evidencias sobre el estado del país plantean la duda acerca de si
este puede garantizar la seguridad de una veintena de mandatarios extranjeros,
cuando las autoridades no están en condiciones de desalojar de un espacio
público a un grupo de revoltosos.
El conflicto derivado de la ocupación de un terreno en el
Parque Nacional Nahuel Huapi por integrantes de una comunidad mapuche y la
muerte del joven Rafael Nahuel por efectivos de la Prefectura Naval ha desatado
contradicciones entre un sector del gobierno nacional que propició el diálogo
con ese grupo y otros funcionarios que ven en cualquier negociación de esa
clase una señal de debilidad ante quienes violan la ley. Brotan las mismas
dudas que frente a la visión de quienes creen que reprimir piquetes, cortes de
rutas y ocupaciones de espacios públicos es criminalizar la protesta social, y
la de quienes consideran, con la Constitución en la mano, que nadie puede
apropiarse de lugares públicos e impedir la circulación de los demás, sin que
por esto haya que caer en el "gatillo fácil".
Ante el reclamo de los mapuches y otras comunidades, es
necesario entender que la Constitución de 1994 reconoce la preexistencia étnica
y cultural de los pueblos indígenas argentinos, pero no otorga a nadie la
potestad de tomar por la fuerza tierras de terceros, por más que pudieran haber
sido habitadas siglos atrás por sus ancestros, ni mucho menos a constituir allí
Estados independientes y ajenos a las leyes argentinas.
Tanto el presente y el futuro de las Fuerzas Armadas como
las derivaciones violentas del reclamo de las comunidades indígenas muestran
dos caras de una misma moneda: la de un Estado ausente.
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