Por Carlos Ares (*) |
Lamento interrumpir. Sé que están entretenidos arrojándose
verdades. ¿Qué hacen con la tristeza? ¿Saben de algún lado "b" de
Facebook o algo así? Un sitio que te vea la cara, la relacione con las
noticias, entienda y funda a negro. Que no te proponga conocer a nadie, ni te
recuerde cumpleaños, ni replique frases de autoayuda. Una red que no permita
escribir en mayúsculas ni con signos de admiración, que se quede ahí, vacía,
colgada en una escena nocturna con el fondo musical del adagio atribuido a
Albinoni.
¿Twitter de una sola palabra? "Estoy".
"Comprendo". "Abrazo". ¿Instagram en grises para ver las
caras de la desgracia? Los muertos en vida que te están partiendo el alma. ¿Hay
acaso una app para abrir los días en que nos sentimos inútiles, solos de toda
soledad? Una aplicación con GPS que nos guíe por caminos solitarios, nunca
antes andados, y nos lleve a bares con ventanas que den a calles sombrías donde
se pueda beber sin apuro, sin riesgo de conocidos ni de mozo amables.
Si la pena no da ni para pensar, debería formatearse una
Siri comprensiva a la que uno pueda pedirle: por favor, voz compañera, en un
tono sentido, delicado, quiero escucharte decirme, casi como si lo murmuraras,
el poema de Vallejo. Y al llegar a los versos finales: "le pegaban todos
sin que él les haga nada/ le daban duro con un palo y duro/también con una
soga/ son testigos los días jueves y los huesos húmeros/ la soledad, la lluvia,
los caminos...", ahí, en ese punto, te ruego Siri que, sin más, nubles la
tarde y descargues una fina, leve, llovizna.
Ya sabemos por Vinicius que "tristeza não tem fim"
¿Dónde, en qué inmensa "nube", se guarda entonces la infinita
tristeza que vamos acumulando? Aún cuando dibujemos el resultado, sumando
buenos recuerdos alterados por el tiempo, una cuenta simple hecha a la
velocidad de la sombra, en una relación uno a uno –una tristeza por una
alegría– nos revelaría la magnitud de lo que pesa cargar con ella para quienes
se la bancan solos y se hacen cargo, sin repartir ni compartir, sin reproches a
nadie.
Tiene que haber un lugar en el mundo virtual para la
tristeza real. Calculen: una tristeza por cada selfie publicada, festejando con
amigos, cenando manjares, brindando con cervezas artesanales o buenos vinos,
una tristeza por cada video conmovedor, de bebé o mascota, o por cada emoji
sonriendo, llorando de felicidad, una por cada corazón latiendo de amor al
final de los mensajes de whatsapp, sumen, resten, y el promedio dará, al menos,
cincuenta y cincuenta.
De tal modo que hay, o debiera haber circulando en las redes
sociales, al menos tanta cantidad de tristeza como de felicidad, pero ¿dónde
está? ¿Qué hacen con ella? ¿Se la ignora? ¿Se la disimula? ¿Se la condena al
destierro del ánimo por subversiva, porque inquieta el estado de bienestar
general? ¿Se la consume, se la disuelve en lágrimas secas? ¿Se la combate como
a una plaga? ¿Se la disfraza con bigotes en snapchat? ¿Se la barre bajo una
alfombra de sonrisas forzadas?
Es extraño que los genios creativos de nuevas tecnologías,
capaces de replicar inteligencias y personas, de reducir el tiempo al instante
y la memoria al olvido, aún no le hayan encontrado una utilidad práctica a la
tristeza. Un recurso natural extraordinario que abunda y se reproduce bien en
el cemento. Salvo algunos artistas, poetas, escritores, músicos, que la
utilizan como insumo necesario para producir consuelo, el mercado no le ha
encontrado el beneficio saludable. El modo de hacer rendir esa pérdida que se
escurre sin sentido vaya uno a saber en qué inmenso mar de melancolía. Una
pena. Una más, si cabe.
Entre pérdida y pérdida, hay un acento de diferencia. Acento
que cae como una gota y sirve, tal vez, para entender que, después de tanto, en
algún momento hay que dar por perdida la pérdida. Juego de palabras, no más,
que encubre la desolación y distrae, en parte, un poco, del clac, clac, clac de
la gota al tocar el piso, la huella del paso. Nadie sabe a veces porqué ni por dónde,
pero todo corazón pierde.
(*) Periodista
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