Por James Neilson |
A muchos les gusta creer que la Argentina es un país en que
todo suele cambiar con rapidez desconcertante. La verdad es otra. Mientras que
la Europa occidental de 1985, digamos, era radicalmente distinta de lo que
había sido cuarenta años antes, aquí abundan quienes piensan como si aún
estuviéramos en 1977. Para ellos, las Fuerzas Armadas siguen planteando un
peligro mortal a la convivencia democrática y el respeto por los derechos
humanos, razón por la que quieren mantenerlas enjauladas, mal alimentadas y,
sobre todo, despreciadas.
Parecería que la clase política civil, luego de casi
medio siglo de sentirse bajo la tutela de “los milicos”, decidió someterlas a
un período igualmente largo de humillación.
Tuvo que suceder un drama como el de la desaparición del
submarino ARA San Juan, con 44 tripulantes a bordo, y la espera angustiante de
novedades que se prolongaría día tras día, para que, por fin, una parte
sustancial del país comenzara a cuestionar la política de negligencia poco
benigna hacia las Fuerzas Armadas que adoptaron casi todos los gobiernos
democráticos anteriores al actual.
Puede que, como dicen los voceros de la Marina, el San Juan
sí estuviera en condiciones de navegar bajo el agua desde Ushuaia hasta Mar del
Plata sin sufrir percances mayores, pero pronto se difundió la sospecha de que
su destino trágico habrá sido consecuencia de la falta de recursos y, quizás,
de la corrupción de los responsables, tanto empresas alemanas como funcionarios
argentinos, del mantenimiento del submarino. ¿Rumores sin fundamento? Es
posible, pero no cabe duda de que, luego de décadas de mezquindad
presupuestaria, las Fuerzas Armadas están tan mal equipadas que en cualquier
momento podrían producirse accidentes fatales.
Lo mismo que otras instituciones estatales –las
reparticiones administrativas, la Policía, el servicio penitenciario, la
educación pública, la Justicia–, las Fuerzas Armadas han sido virtualmente
inutilizadas por décadas de deterioro económico y la desidia que es propia del
populismo. Además de no poder emular a sus equivalentes del resto del mundo que
se han visto revolucionadas por la incorporación de nueva tecnología, han
tenido que enfrentar losprejuicios de quienes las ven como anacronismos que no
sirven para nada, a menos que sea para aportarles información acerca de las
actividades de sus rivales políticos: fue esta la alternativa ensayada por el
general César Milani al procurar sumar el Ejército al “proyecto nacional” de la
entonces presidenta Cristina.
¿No sería mejor –se preguntan algunos– hacer lo que hizo
Costa Rica y abolir las Fuerzas Armadas, de tal modo ahorrando muchísimo dinero
que el país podría gastar en salud, educación y subsidios sociales? Las
respuestas tradicionales, según las que son necesarias para defender el
territorio nacional contra potencias extranjeras interesadas en adueñarse de
pedazos, no convencen. Aunque ciertos estrategas militares continúan mirando de
reojo a los chilenos y británicos, sorprendería que tomaran en serio tales
hipótesis de conflicto; como sus homólogos de otras latitudes, les es habitual
teorizar en torno a eventualidades improbables que, entre otras cosas, sirven
para justificar el oficio al que se han dedicado.
Ya antes de la pérdida de contacto con el ARA San Juan, el
gobierno de Mauricio Macri preparaba una modificación “estructural” de las
Fuerzas Armadas en que poco ha cambiado desde la guerra de las Malvinas, de ahí
el superávit de generales, almirantes y brigadieres, pero convendría que
pensara en reformas mucho más profundas que las que tiene en mente para
adaptarlas a los tiempos que corren. Sería reconfortante suponer que, por ser
tan reducido el riesgo de que se vea invadido por británicos, chilenos o
brasileños, para no hablar de bolivianos, paraguayos o uruguayos, el país
podría conformarse con un aparato militar meramente simbólico, pero pensar así
sería poco realista.
En los países considerados avanzados, todos salvo los
contestatarios más ilusionados entienden que a menos que cuenten con fuerzas
armadas altamente capacitadas que puedan reaccionar enseguida frente a una
emergencia, su propio futuro sería muy pero muy sombrío. Por desgracia, no hay
motivos para creer que el mundo esté por entrar en la soñada época de paz
universal; antes bien, todo hace pensar que está internándose en una de conflictos
brutales, imprevisibles y confusos.
La Argentina no podrá quedarse al margen de lo que ya está
ocurriendo o está por ocurrir en otras partes del planeta. No le convendría
intentarlo: al privar a las Fuerzas Armadas de un papel internacional, la postura
de neutralidad amonestadora que asumió el grueso de la clase política frente a
las guerras mundiales las hizo concentrarse en asuntos internos. En busca de
una misión que no implicaría comprometerse con una alianza amplia, los
militares terminaron inventándose una en que actuarían como “la reserva moral
de la República” o una “elite modernizadora”.
La participación en la fase inicial, antes de la llegada de
una nave rusa, de la búsqueda del submarino perdido de la Armada Real
británica, además de embarcaciones estadounidenses dotadas de tecnología de
última generación, podría tomarse por una invitación a desempeñar un papel
activo en la alianza occidental que, a pesar de la voluntad de Donald Trump de
subordinar absolutamente todo a los intereses nacionales de su propio país y el
deseo de la mayoría de los británicos de salir de la Unión Europea, tendrá cada
vez más importancia en los años próximos.
Al darse cuenta sus integrantes de que la resistencia de los
norteamericanos a continuar respaldando el orden mundial imperante sin
preocuparse por los costos económicos, rol este que heredaron de sus “primos”
británicos, estimulaba la combatividad de docenas de otros países, comenzando
con Corea del Norte e Irán, además de los atraídos por el yihadismo islámico y
bandas criminales sumamente violentas, son muchos los países cuyos gobiernos
han llegado a la conclusión de que les será necesario acostumbrarse a
defenderse contra enemigos despiadados sin poder depender por completo de
Estados Unidos. Aunque Trump ha suavizado su postura ante la OTAN, sigue
insistiendo en que sus miembros, incluyendo a Alemania, paguen una proporción
adecuada de los costos de lo que, al fin y al cabo, es su propia defensa.
Huelga decir que el locuaz presidente norteamericano no es el único en creer
que es deber de todos aportar lo que puedan a la seguridad común.
Macri ha hecho de la “normalización” de las relaciones
internacionales una prioridad. Lo sucedido al San Juan y el impacto que el
desastre ha tenido en la opinión pública han hecho más urgente la tan demorada
“normalización” de las Fuerzas Armadas que, desde que abandonaron de modo
ignominioso el poder político en diciembre de 1983, cumplen lo que a ojos de
muchos es el papel del malo más malo de la melodramática película nacional. Los
dos cambios de enfoque así supuestos están interrelacionadas; en su estado
actual, las Fuerzas Armadas no están en condiciones de colaborar de manera
positiva con los socios naturales del país.
Para más señas, no es tan fácil como muchos quisieran creer
discriminar entre asuntos internos y externos. Por motivos que eran
comprensibles décadas atrás, los políticos coincidieron en prohibir a las
Fuerzas Armadas involucrarse en cuestiones vinculadas con la seguridad
interior, obligándolas a limitarse a defender las fronteras contra eventuales
intrusos procedentes del exterior. Así pues, no podrán hacer mucho en la lucha
contra narcotraficantes a pesar de que, como ya ha sucedido en Brasil, algunas
bandas hayan sido capaces de pertrecharse de armamentos apropiados para
ejércitos regulares. Por lo demás, no suelen respetar las fronteras nacionales.
Tampoco podrían ayudar mucho las Fuerzas Armadas a sofocar brotes de yihadismo
si aparecieran dentro del territorio nacional. El que en Francia y, de forma menos
espectacular en el Reino Unido, los militares patrullen las calles en un
esfuerzo –poco exitoso pero así y todo necesario– para mantener a raya a los
fanáticos, muestra cuánto ha cambiado el rol de las fuerzas armadas en el mundo
democrático.
Asimismo, aunque por ahora agrupaciones como la Resistencia
Ancestral Mapuche (RAM) no parecen plantear una amenaza demasiado grave,
podrían hacer necesaria la intervención de fuerzas mejor entrenadas que las de
la Policía, Gendarmería o Prefectura Naval en el caso de que recibieran más
apoyo financiero y propagandístico de organizaciones izquierdistas extranjeras
o de regímenes ambiciosos interesados en sembrar caos en tierras que les
parecen apetecibles.
Prescindir de fuerzas armadas pudo haber sido una opción razonable
cuando, por sus propios motivos, la superpotencia reinante garantizaba la
seguridad estratégica de países como la Argentina que eran demasiado débiles
para hacer frente por sus propios medios a agresores que aspiraban a cambiar
radicalmente el orden internacional tan fuertes como la Alemania nazi, el Japón
imperialista y la Unión Soviética comunista, pero parecerían que tales días se
han ido para siempre. Así y todo, no es demasiado fantasioso vaticinar que,
tarde o temprano, el país se vea frente a situaciones en que precisaría la
colaboración plena de las potencias militares occidentales.
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