Por Fernando Laborda
Mauricio Macri no desconoce que acaba de iniciar algo más
que la segunda mitad de su mandato presidencial. Sabe que su tercer año al
frente del Poder Ejecutivo Nacional le ofrecerá una oportunidad única para
liderar cambios estructurales. Sencillamente, porque 2018 no será un año
electoral.
Algunos hombres del oficialismo se muestran convencidos de
que en la noche del 22 de octubre, cuando se conocieron los resultados de las
elecciones legislativas que mostraron la derrota de Cristina Kirchner y el
crecimiento de la coalición Cambiemos en todo el país, se afianzaron los
cimientos de un nuevo gobierno. Desde ese momento, la administración macrista
ya no estaría tan supeditada a los condicionamientos de la oposición ni a las
extorsiones electoralistas.
El escenario poselectoral exhibe un dato central: la
incertidumbre política sobre el quinto gobierno civil no peronista desde el
nacimiento del movimiento nacional creado por Juan Domingo Perón ha llegado a
su fin. Ya no sólo dejó de hablarse de la posibilidad de que Macri no
concluyera su mandato y debiera dejar la Casa Rosada en helicóptero, como
Fernando de la Rúa, sino que se descuenta que romperá el maleficio de los
gobiernos no peronistas y también contará con serias probabilidades de
prolongar su mandato hasta 2023.
Como dato adicional, ha emergido del acto electoral una
Cristina Kirchner en un estado casi soñado por la mesa chica de la Casa Rosada:
lo suficientemente débil para volver a presidir la Nación, pero lo
suficientemente influyente para bloquear y demorar la renovación del Partido
Justicialista. Por si esto fuera poco, varias de las figuras supuestamente más
competitivas del peronismo, como Juan Manuel Urtubey , Juan Schiaretti y Sergio
Massa , tuvieron opacas actuaciones electorales, al tiempo que los líderes
provinciales del PJ a quienes mejor les fue, el formoseño Gildo Insfrán y el
tucumano Juan Manzur , carecen de una mínima proyección nacional. Un combo
ideal para que Macri vea despejado su camino hacia la reelección, si la
economía no le juega una mala pasada.
Alentado por el nuevo contexto político, el gobierno
nacional ha lanzado una serie de reformas, que incluyen un capítulo laboral,
tendiente al blanqueo de trabajadores no registrados y a bajar levemente los
costos de las empresas; un capítulo previsional, que apunta a aliviar algo las
arcas del Estado mediante una nueva fórmula para el cálculo de los aumentos en
los haberes jubilatorios; un pacto de responsabilidad fiscal con las
provincias, con módicas metas para limitar el crecimiento del empleo público, y
una compensación histórica a la provincia de Buenos Aires.
En el Gobierno se descuenta que, aun con dificultades, todas
estas reformas serán, finalmente, aprobadas por el Congreso. Pero les quedará a
las autoridades nacionales un test no menor, que será clave para definir qué
tan convencidos están los funcionarios macristas de dar el ejemplo y hacer el
ajuste empezando por casa.
El resultado de ese test se debería conocer bastante antes
de que concluya el verano, entre enero y febrero próximos. Para entonces, se verá
en qué medida el Estado nacional puede hacer su propio ajuste.
Se sabría para esa fecha si se decreta una reforma en la
estructura ministerial que, de acuerdo con lo que se proyecta en la Dirección
de Diseño Organizacional, a cuyo frente está el vicejefe de Gabinete Mario
Quintana , achicaría en un 20 por ciento el número de cargos políticos, algo
que ya está generando resistencia en varias carteras ministeriales. Se
develaría también cuán dispuesto está el gobierno de Macri a dar una fuerte
señal para resignar populismo y adelgazar un Estado con récord de sobrepeso, en
un año sin presiones electorales que no tolera excusas.
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