Por Manuel Vicent |
El escritor Primo Levi, superviviente del Holocausto, cuenta
que en Auschwitz la muerte empezaba por los zapatos. Para la mayoría de los
prisioneros los zapatos se habían convertido en un verdadero instrumento de
tortura por las llagas infecciosas que ocasionaban después de largas horas de
marcha. Primo Levi recuerda el tormento insoportable que en su caso suponía
tener que caminar por el barrizal con unos zapatos sin cordones, que a cada paso
quedaban hundidos y atrapados en la nieve o en el fango.
Solucionar este
problema le parecía un sueño inalcanzable, pero una mañana en medio de aquel
espantoso horror vio el cielo abierto. En el barracón donde dormían hacinados,
su compañero de litera amaneció muerto y él se limitó a apropiarse de sus
cordones. El escritor describe ese momento como uno de los más agradables de su
vida. En los 11 meses en que estuvo prisionero en el campo de exterminio de
Monowice-Auschwitz, por fin podría caminar con normalidad, aunque fuera a la
cámara de gas, sin perder los zapatos y tener que desandar los pasos para
rescatarlos del barro con los pies descalzos.
En la exposición sobre el campo de exterminio de Auschwitz,
que se exhibe en Centro de Exposiciones Arte Canal en Madrid, el recuerdo más
conmovedor lo constituyen, sin duda, los zapatos de niño, de hombre, de mujer,
que se muestran dentro de las vitrinas, en cuyas suelas gastadas está inscrita
la ruta infernal que recorrieron hasta la muerte. Uno se pregunta a qué niña
pertenecería ese zapatito blanco o azul, qué elegante señorita se contonearía
sobre ese zapato rosa de tacón de aguja por las calles de Viena, qué profesor,
violinista, comerciante, oficinista calzaría esas botas cuando fue detenido.
Cada uno de estos zapatos venía por caminos distintos transportando una vida,
que tal vez había sido alegre y feliz, pero todos llevaron a sus dueños a la
cámara de gas como único destino. Theodor Adorno dijo que después de Auschwitz
no se puede escribir poesía. Dejemos, pues, a un lado el desolado lirismo. El
papa Benedicto XVI visitó el campo de Auschwitz el domingo 28 de mayo de 2006.
Permaneció absorto entre aquellos siniestros pabellones y después de un largo
silencio ante aquella espantosa visión dirigió un grito interior a Dios:
"¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué permitiste todo esto?". El Papa
solo era un teólogo exquisito que pisó aquel campo de exterminio con unos
lujosos zapatos rojos de Prada, hechos a medida.
La mañana en que visité esta exposición, un autobús escolar
desembarcó a un grupo de adolescentes ante la explanada del centro de
exposiciones. Eran alumnos, tal vez, de algún colegio o instituto. Llegaban
ruidosos, alegres, gastándose bromas. La escena me recordó otra exactamente
igual que presencié en el campo de concentración de Mauthausen. Sucedió una
mañana de invierno. Estaba nevando sobre aquellas colinas de verdes pastos
entre las que discurre un Danubio apacible. En el muro exterior del campo un
cartel advertía a los excursionistas: 'No camping'. En ese momento en la
explanada se detuvo un autobús lleno de adolescentes austriacos. Eran rubios,
fuertes, ruidosos. Entraron en Mauthausen riendo, empujándose. Comenzaron a
corretear por el alto de la muralla, recorrieron sin inmutarse los puntos más
siniestros de aquel macabro establecimiento, las alambradas electrificadas, los
barracones con las literas, las lápidas que cubrían las paredes, e incluso se
gastaron bromas en la cámara de gas. A simple vista la cámara de gas parecía un
cuarto para duchas colectivas con capacidad para turnos de 30 personas, solo
que desde un control exterior se hacía pasar gas ciclón-B a través de un pozo
abierto en una esquina. El rostro de aquellos jovenzuelos solo expresaba el
tedio que suelen mostrar las reatas de escolares cuando visitan por obligación
un museo sin entender ni preocuparles nada, de hecho uno de ellos descubrió muy
divertido que dentro de un horno crematorio algún turista sacrílego había
arrojado el envase de una coca-cola familiar. No obstante, pude observar que
aquellos chavales tan fuertes, alegres y ajenos a la historia parecían
sobrecogidos ante una gran fotografía en que aparecía una enorme montaña de
zapatos. Fueron más de 100.000 personas las que murieron en Mauthausen. En esos
zapatos estaba el destino de cada uno de los prisioneros.
En la exposición sobre el campo de exterminio de Auschwitz
el grupo escolar de Madrid realizó en silencio el recorrido de todas las fases
de tortura que soportaron millones de prisioneros hasta que sobre ellos cayó la
rueda dentada de una muerte metódica, racionalista y burocrática. Puede que
alguno de estos escolares advirtiera el destino que está sellado en la suela de
cada uno de esos zapatos de niño, de mujer, de hombre expuestos las vitrinas.
Las personas que los calzaron murieron en la cámara de gas, pero esos zapatos
siguen caminando por sí solos sin el muerto a lo largo de la historia para
hacernos saber que en este mundo todos somos ya unos supervivientes.
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