Por Ernesto Tenembaum
Uno de los hábitos
más clásicos de la historia argentina consiste en debatir alrededor de una
pregunta que es casi siempre la misma: ¿Quién tiene la culpa? Esa pregunta
se puede aplicar a cientos de episodios. ¿Quién tuvo la culpa del golpe del 76,
de la caída de Alfonsín, del lamentable episodio de la resolución 125, del
golpe del 55, de la crisis del 2001, de la desaparición del ARA San Juan, de la
muerte de Santiago Maldonado, de la crisis de la educación pública, de que la
Argentina haya dejado de ser un país rico?
Y así hasta el infinito.
Esas preguntas, habitualmente, generan debates encarnizados
que, sin embargo, ocultan la existencia de dos consensos básicos. El primero es
que cada una de ellas refiere a un fracaso. Cuando alguien tuvo la culpa de
algo, quiere decir que ese "algo", ocurrió. El segundo consenso es
más profundo. Los distintos polos de estas discordias coinciden, siempre, en
que la culpa la tienen "los otros". Los otros son neoliberales,
bolches, destituyentes, kirchneristas, caceroleros, fachos, montoneros, tibios,
kukarachas, macristas, peronchos, gorilones o canallas.
Esa saga, en el día de ayer, ha sumado otro capítulo de
dimensiones aún difíciles de calibrar. El tratamiento de la reforma previsional
empieza a adquirir una dinámica que, si no se encarrila a tiempo, podrá marcar
a fuego el destino del gobierno de Mauricio Macri. Los fracasos de un país
afectan a todos sus habitantes, pero sus consecuencias políticas inmediatas y
directas se abaten sobre la persona o el sector político que lo gobierna. Por
eso, el principal desafío, hoy, es para
Macri y la dirigencia de Cambiemos, y no es un desafío sencillo de resolver.
La discusión sobre quién tuvo la culpa de lo que sucedió
alrededor del Congreso tendrá un recorrido muy previsible. Según quien lo
cuente, la culpa la habrá tenido el kirchnerismo salvaje, el gobierno represor,
el ajuste contra los jubilados, la irresponsabilidad K de gobernar sin atender
a los números, el intento opositor de derribar a Macri, la incapacidad política
del oficialismo, la conducta extorsiva de los gobernadores peronistas, la
insensibilidad del empresariado que no cede nunca nada, la gimnasia
revolucionaria del así llamado "campo nacional y popular", con esa
debilidad por tirar piedras contra lo que no pueden evitar por número. Si los
protagonistas, por un momento, pudieran sustraerse de su propio rol y de sus
intereses, tal vez verían que, más allá de quién sea el culpable, son todos
protagonistas de un espectáculo trágico y triste. Entre esos protagonistas, es
el Gobierno quien tiene la principal responsabilidad de evitar que todo se desmadre.
A las tres de la tarde de ayer, la tensión había llegado a
un pico que parecía inmanejable. Ya hacía varias horas que, en la calle, la
Gendarmería y distintos grupos de manifestantes encapuchados intercambiaban
balas de gomas, pedradas y gases lacrimógenos. Las imágenes eran
estremecedoras: una inverosímil remake del 2001. Adentro del recinto, solo se
escuchaban gritos y empujones. Fuera del horario reglamentario, el oficialismo
intentaba arrancar la sesión con una efímera e ínfima mayoría: había logrado el
quórum por una diferencia de un voto.
A esa hora, Elisa Carrió desactivó una bomba cuyas esquirlas
hubieran dejado heridas aún más tremendas.
Si el proyecto de empujar la reforma provisional con fórceps
se mantenía unas horas más, el desastre hubiera escalado, en el recinto, en la
calle, en los medios internacionales. Por eso, en un rapto de realismo
político, propuso que se levantara la sesión. Al contrario de lo que sugeriría
una evaluación apresurada, eso le permitió ganar tiempo al Gobierno: a veces el
camino más rápido entre dos puntos no es una recta. Será, de todos modos, un
tiempo muy complicado.
Desde que se levantó la sesión, en el oficialismo arrancó un
debate que lo cruzará hasta que se resuelva el tema, si es que se resuelve. La
reforma previsional es un asunto extremadamente sensible. Aun en países de
democracia muy estable y avanzada, como Francia, se trata en medio de una
tensión extrema. En el correr de los días, el clima se fue enrareciendo. En ese
contexto, ¿tenía sentido convocar a la
sesión con los números tan justos?
Cuando la ley se aprobó en el Senado, no había nada que se
podría haber hecho desde la calle, porque el proyecto contaba con un respaldo
abrumador. Si ayer a las dos de la tarde, se hubieran sentado en sus bancas 140
diputados para dar quórum, todo se hubiera desinflado. Pero no estaban. Con
mucha suerte, había 130. Eso potenciaba el efecto de los disturbios callejeros
y de la la militarización de la zona. Con mayoría clara, todo se afloja. Si se
juega al límite, todo se potencia. Eso es lo que entendió Carrió. ¿Lo habrán
entendido en la Casa Rosada?
Mauricio Macri
enfrenta una tarea dificilísima desde el mismo día en que asumió. Encabeza un
gobierno de minorías. Está obligado a negociar cada ley. Pero, encima de eso,
muchas de esas leyes son impopulares, como el recorte que propone ahora al
aumento que le correspondía a los jubilados. El tiempo le corre en contra. Pero
está obligado a un ejercicio extremo de paciencia y negociación, que requiere
una sensibilidad no habitual. Casi que no hay posibilidad de no errar en ese
camino. Enfrente, tiene un sector importante de la oposición que nunca le
reconoció su presidencia: le negó la entrega del bastón, lo injurió de la
manera más despreciable, lo acusó de haber ordenado la desaparición de un
joven, le deseó la fuga en helicóptero. Es un laberinto. Si no ajusta, pierde
por un lado. Si ajusta, pierde por el otro. Y poderosos enemigos lo acechan, lo
están esperando.
A ese desafío, el Gobierno respondió con sutileza: estableció
lazos con otros sectores de la oposición y el sindicalismo que, en medio de la
tirantez natural de la competencia, le permitió gobernar en relativa paz la
primera mitad del mandato y ganar las elecciones de medio término. Pero el
sector moderado de la oposición obtenía siempre mejores condiciones gracias a
la amenaza extrema del kirchnerismo. El peronismo sabe ejercer la oposición, de
tal manera que un gobernante no peronista sufra el rigor de conducir un país
indómito. Los errores, en este contexto, se pagan caros.
Luego del triunfo de
octubre pasado, el Gobierno se sintió legitimado. Sin embargo, una vez más,
su respaldo fue minoritario: un 42% del país es una gran minoría, pero una
minoría al fin. Tal vez esa confusión, una victoria electoral es muy importante
pero no da la razón ni el poder para siempre, empujó al Gobierno a esta
encerrona. Confiaron demasiado en sus
fuerzas, que no eran tantas, o en su olfato político, que no era tan agudo.
Ayer mismo quedaron expuestos los dilemas que deberá resolver
el Gobierno: son gigantescos. ¿Estuvo bien pensada la negociación? ¿No se les
concedió demasiado a los gobernadores desde un principio, cuando la batalla
real se jugaría luego en el Congreso? ¿Erraron al apurar la sesión de ayer?
¿Utiliza el Gobierno a sus espadas más capaces en la cámara de Diputados?
¿Tiene sentido hacer una demostración grosera de fuerza militar en la calle?
Más aún: ¿es políticamente viable la reforma así como está?
¿No se exagera con un ajuste donde hay muchos costos para sectores débiles de
la sociedad y pocos para los poderosos? ¿Es sensato, por ejemplo, que en pocos
días se vuelvan a reducir las retenciones a la soja? ¿Es este el único ajuste
posible? Y, en el medio de eso, la sucesión de detenciones sin condena previa a
dirigentes de la oposición: ¿favorece o perjudica la capacidad del oficialismo
de lograr consenso, divide o abroquela a la oposición?
No hay respuestas lineales a todo esto. Realmente, no las
hay. Cada una de ellas obliga a buscar un punto de equilibrio finito e
inestable. Sin embargo, los brutos
encuentran una misma respuesta a todo. Le piden al Gobierno que pase por encima
de los demás: cuanto más ajuste, mejor; cuando más gendarmes, mejor; cuanto
más desprecio ante cualquier crítica, mejor; cuando más respaldo a las fuerzas
de seguridad, hagan lo que hagan, mejor. Para sumar complejidad, brutos hay por
todos lados. ¿Quiénes eran los que tiraban piedras durante horas a los
gendarmes? ¿Y los que quemaban autos? ¿A qué juegan? ¿Y los que no tienen ni
una palabra de repudio contra ellos? ¿Dónde estuvo ayer el huevo y la gallina?
Otra vez: entre todos los brutos, ¿quién tuvo la culpa?
Ahora Macri tiene que encontrar una salida a la encerrona. A
primera hora de la tarde, insinuó tensar al máximo las cosas con la firma de un
decreto. Gente de su equipo consideró que era momento de hacer jugar la
autoridad presidencial a fondo, de demostrar que no se lo iban a llevar puesto
tan fácil. Finalmente, primó, otra vez, la intención de negociar con un
peronismo que, otra vez los brutos, no conoce otra forma de hacer oposición:
firma pactos que no cumple, coloca al gobierno al borde del abismo, como si no
fueran responsables, nunca, de nada. La historia de siempre: los problemas
serios de un país se tornan mucho más serios cuando la dirigencia baila en la
cubierta del Titanic. Los argentinos de cierta edad ya los hemos visto a todos
hacer, varias veces, lo mismo.
La Argentina está cruzada en estos tiempos por dos imágenes delirantes. Una es la que
expresa el cántico: "Macri, basura, vos sos la dictadura". En esta
percepción, Macri sería, por ejemplo, una reedición del revanchismo del 55. La
otra es la que sostiene que todos los males del país se resumen en una palabra:
peronismo. Y que Macri, en este caso, sería como Alfonsín, la víctima del
golpismo peronista, de una mafia agazapada para tomar el poder. Si esta
experiencia fracasa, habrá un nuevo, fascinante y encarnizado debate sobre
quién fue el responsable.
Cuando los brutos se imponen, un país está condenado a
discutir quién tuvo la culpa de su fracaso.
Y brutos, como se sabe, hay por todos lados y de todos los
colores.
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