Por Arturo Pérez-Reverte |
Es posible que me equivoque; pero creo que a la Europa
cultural, a esa antigua, formidable e interesante señora que en sus 3.000 años
de memoria incluye desde Homero, Platón, Sócrates, Virgilio y aquellos fulanos
–y fulanas– de entonces hasta los de hace pocos días, pasando por Shakespeare,
Leonardo, Cervantes, Velázquez, Montaigne, Voltaire, Van Gogh y el resto de la
peña, no la matarán el terrorismo islámico, la inmigración o la
multiculturalidad; ni siquiera la pandilla de políticos semianalfabetos que
legisla y trinca en Bruselas con el objetivo, que se diría deliberado, de
igualarlo todo en la mediocridad y aplastar la inteligencia allí donde todavía
puede brillar.
En mi opinión, lo que destruye la Europa que en otro tiempo fue
faro intelectual y referencia moral del mundo es el turismo de masas: la
invasión descontrolada, imparable, de multitudes –entre las que nos contamos
ustedes y yo– que circulan arrasándolo todo a su paso. Transformándolo, allí
donde se posan como plaga de langosta, en un escenario diferente al que fue,
reconvertido ahora a su, o nuestra, imagen y semejanza.
Nada puede sobrevivir, porque es imposible, a diez o veinte
mil turistas arrojados de golpe por cruceros y viajes baratos –suena mejor low cost–, en un solo fin de semana
sobre ciudades como Roma, Florencia, París, Madrid o Barcelona. Y no se trata
únicamente del efecto de masas que las hace intransitables, complica el acceso
a museos y puntos de interés, degrada el entorno, ensucia y satura. Se trata
también, y sobre todo, de cómo los lugares van perdiendo poco a poco, y a veces
con extraordinaria rapidez, los rasgos que los hacían singulares, adaptándose,
qué remedio, a la nueva situación.
Tiendas de toda la vida, restaurantes, librerías, comercios,
establecimientos que durante décadas o siglos dieron carácter local,
desaparecen o se adaptan a los nuevos visitantes. Ofreciendo, naturalmente, lo
que ese nuevo cliente exige, o exigimos: tiendas de souvenirs, bares y
cafeterías impersonales, comida rápida y sobre todo ropa, mucha ropa. De
Algeciras a Estambul, de Palermo a Oslo, de cada dos comercios que cierran y
reabren, uno lo hace como tienda de ropa. O de teléfonos móviles, también, a
fin de que todos podamos ir dándole con el dedo a la pantallita; e incluso
enterarnos, gracias a ella, de lo que tenemos alrededor sin necesitar la
tontería viejuna de mirarlo. Paseando por lugares cuya historia ignoramos,
fotografiándonos ante monumentos y cuadros que nos importan un carajo, pero que
se indican como parada obligatoria. Trofeo del safari.
Pienso en eso en Lisboa, sentado en la terraza de la
pastelería Suiça, mientras compruebo en qué hemos convertido, también, esta
hermosa ciudad hasta hace poco elegante y tranquila. Los operadores turísticos
se lanzan ahora sobre Portugal, y todo está lleno de gente en calzoncillos que
bloquea las calles caminando tras guías políglotas que levantan en alto
banderitas y paraguas de colores. Eso trae dinero, claro. A ver quién se
resiste a eso, así que toda Lisboa está en fase de adaptarse a los nuevos
tiempos y las nuevas gentes. No hay un taxi libre, ni una mesa en un café. Los
abueletes que necesitan subir al Barrio Alto ya no pueden utilizar el elevador
de Santa Justa, porque colas enormes de turistas aguardan turno para subir en
él y hacerse una foto. Frente a La Brasileira, docenas de guiris que ni saben
quién fue Pessoa ni les importará jamás se retratan junto a la estatua del
escritor que, de verse tan sobado, se ciscaría en su puñetera madre. Y el
barrio de Alfama, donde antes te atracaban de noche como Dios manda, y podías
pasear a oscuras sólo si te arriesgabas a ello, ahora rebosa de locales de
fado, con ingleses y alemanes preguntando dónde pueden comer la típica paella
portuguesa.
Esto es hoy Lisboa. En la vieja Suiça, donde intento leer
tranquilo, un grupo de anglosajones especialmente escandaloso y bestial bebe alcohol,
grita, canta y maltrata al veterano camarero de chaquetilla blanca. Harto de
esos animales, entristecido por la suerte de la ciudad antigua y señorial, me
levanto y ocupo una mesa que ha quedado libre en el extremo opuesto de la
terraza. Al poco se acerca el camarero, trayendo mi bebida. Entonces miro hacia
aquellos escandalosos hijos de puta y le digo al camarero: «He tenido que venir
a una mesa que esté lejos». Y el camarero, con ademán triste y elegante de
viejo lisboeta, se encoge de hombros, sonríe melancólico y responde: «Ya no hay
mesas lo bastante lejos».
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