Por Giselle Rumeau |
Hay un argumento pavoroso que viene justificando, con la
palabra o la omisión, el accionar de los grupos violentos que la semana pasada
destruyeron la Plaza de los Dos Congresos y que amenaza con infectar la escena
política. No es el que explica la violencia por las erradas medidas de un
gobierno constitucional sino aquel que utiliza de manera peligrosa la dicotomía
entre democracia y legitimidad.
Un gobierno puede ser votado por el pueblo pero
ser ilegítimo, dicen los tirapiedras kirchneristas y del Partido Obrero que
intentaron impedir que el Parlamento funcione y vote el polémico y cuestionable
cambio en la fórmula de la modalidad jubilatoria.
Según esta visión, Macri habría perdido su derecho de ser un
gobierno legítimo porque incumplió las promesas electorales y sus medidas
apuntan a defender intereses del poder económico, en contra de los derechos del
pueblo que lo eligió para que fuera su representante y no su verdugo. En
síntesis, importa un pito que haya sido electo para gobernar cuatro años e
incluso que su mandato haya sido convalidado hace dos meses en elecciones
legislativas, y por eso se debe recurrir a la legitimidad del pueblo en la calle,
e incluso, a la violencia. Esperar a las próximas elecciones para que el
Gobierno sea evaluado por su gestión resulta inaceptable para ese paradigma.
No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que, al
menos en esta etapa, el voto popular les impide al kirchnerismo y al trotskismo
llegar al poder por la vía de las instituciones. Basta con un simple repaso de
las últimas elecciones de octubre. Junto a sus aliados, Cristina Kirchner sacó
a nivel nacional el 20%. Está claro que mantiene un alto caudal de votos en la
provincia de Buenos Aires pero ese apoyo no le alcanzaría hoy para volver a la
Casa Rosada.
El FIT que integra el Partido Obrero -el mismo que justificó
de manera insólita la violencia en un comunicado oficial, al aclarar que el ex
candidato a diputado de la fuerza Sebastián Romero, apodado irónicamente hombre
mortero, estaba apuntando con bengalas y no con un arma tumbera frente al
Congreso, como si las bengalas fueran inocuas- obtuvo poco más de un millón de
sufragios. Si bien fue la votación más alta desde la creación del Frente en
2011, está claro que es apenas una minoría como para adjudicarse la
representación del pueblo o, en este caso, de los jubilados.
Son muchas las explicaciones que desde la política se pueden
hacer sobre el accionar de estos grupos violentos, alentados por diputados de
izquierda, de La Cámpora y por el converso Leopoldo Moreau: que el trotskismo
es revolucionario, que sólo usa a la democracia para llegar al poder pero la
desprecia, que siempre tuvieron una estrategia antisistema que ahora se ha
profundizado. O que el kirchnerismo -aliado ahora del PO en la pelea
barrabrava- necesita como sea voltear al gobierno de Cambiemos para evitar que
la gran mayoría de sus integrantes, en especial su líder Cristina Kirchner,
terminen presos. Al tiempo que la jefa trabaja -como dice el analista Enrique
Zuleta Puceiro- en la construcción de una nueva fuerza política, orientada
hacia un proyecto de coalición similar a las de Lula en Brasil, a la de López
Obrador en México, y la de Correa en Ecuador, en una apuesta a la resurrección
del populismo.
También podríamos resaltar las contradicciones e
inconsistencias de estos violentos y sus mentores. Con un patetismo prodigioso
y una hipocresía inconmensurable, el kirchernismo niega lo visible, lo obvio. Y
se olvida de que su jefa política perjudicó a los jubilados al vetar en 2010 la
ley que establecía el pago del 82% móvil, apenas al día siguiente de ser
sancionada, o que su gestión vació a la ANSES.
Mejor no recordar tampoco la máxima que Cristina presidenta
solía pregonar para la tribuna cada vez que era cuestionada por la oposición:
"Al que no le guste, que arme un partido político y gane las
elecciones". Y san se acabó, como le gusta decir a su hijo Máximo.
No es todo. Ni a los dirigentes K ni al trotskismo se les ha
ocurrido jamás cuestionar al gobierno de Venezuela. Si se aplicara su lógica,
la gestión de Nicolás Maduro -que ya generó 120 muertos en las protestas
antigubernamentales, dejó al 80% de lo hogares en la pobreza, según una
encuesta de Encovi, y al 35% de los niños pobres en condiciones de
desnutrición, según Cáritas de Venezuela- también sería ilegítima. Pero no.
Según ellos, Maduro es popular y Macri, de derecha. Cristina es corrupta pero
Macri es neoliberal. La ideología del otro, en este caso, la derecha, es para
estos grupos un delito. El kirchnerismo afirma que nunca hubo inflación en la
era K, y grita a los cuatro vientos que no se puede juzgar un proyecto político
por la corrupción, porque la corrupción es inherente al ser humano y, por lo
tanto, inevitable. Pero la derecha no, la derecha -si es que Cambiemos lo
fuera- es directamente inadmisible.
Así, justifican el accionar violento en la defensa de su
ideología, cuando, en realidad, la ideología es un conjunto de ideas
fundamentales que caracterizan el pensamiento de una persona o de un movimiento
pero que se discute, se analiza, se cuestiona. En estos espacios, en cambio,
hay una adhesión total e incondicional al proyecto. Como un dogma. Para muchos
una religión fundamentalista, con una exigencia intransigente de sometimiento a
la doctrina.
Y es eso lo que genera el caldo de cultivo de la violencia.
Si recurriéramos al psicoanálisis -para intentar comprender que les pasa por la
cabeza, no para justificarlos- veríamos que tanto el fanatismo, el
fundamentalismo, el racismo y todos los dogmatismo en general no son otra cosa
que mecanismos defensivos de la personalidad, con un grado patológico de
narcisismo que se refleja en la sobrevaloración del propio yo, y del grupo al
que se pertenece, y en el desprecio hacia los demás. O en lenguaje corriente,
un violento es una persona impotente, que teme a la diferencia, incapaz de
llenar los huecos que se abren en su pensamiento, de convivir con la
incertidumbre y de tolerar la falta. Un violento sólo muestra su debilidad. Y
por eso es difícil de disuadir. Aislar a estos grupos será la misión del
Gobierno, y repudiarlos, una responsabilidad de todos.
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