Por James Neilson (*) |
Si bien los números, tan inhumanos ellos, nos dicen que
desde hace casi un siglo la Argentina ha sufrido un fracaso calamitoso tras
otro y que por lo tanto le convendría ensayar algo distinto del populismo miope
y autocompasivo que le ha servido de doctrina nacional, el antiguo régimen no
carece de defensores. Por razones comprensibles, los muchos políticos,
sindicalistas y empresarios que se las arreglaron para prosperar mientras caía
en la miseria una proporción creciente de sus compatriotas no quieren que el
país cambie.
Tales sujetos cuentan con el apoyo fervoroso de las víctimas
principales de su propia mezquindad. Acaso no se propusieran crear un ejército
de lumpen que sería capaz de “ganar la calle” a fin de frustrar las iniciativas
de los interesados en echarlos al basural de la historia pero, como acaban de
recordarnos, es lo que consiguieron hacer. Merced a sus esfuerzos, en la
Argentina hay centenares de miles de jóvenes que tienen motivos de sobra para
sentir rencor y que, astutamente manipulados por expertos en la materia, están
en condiciones de hacer del país un aquelarre en nombre de “la justicia
social”.
Con la reforma del sistema jubilatorio, el gobierno de
Mauricio Macri les brindó un pretexto perfecto para convertir el Congreso y
alrededores en un campo de batalla. A Cristina Kirchner, Sergio Massa, los
duros de la izquierda combativa y los ricachones de la CGT no les importa en
absoluto el destino de “los abuelos” –caso contrario, estarían a favor de
jibarizar el obscenamente inflado gasto político–, pero entendían que el tema
serviría para dar una pátina de legitimidad a los desmanes que tenían planeados
con el propósito de movilizar “la calle” en contra del orden democrático.
De más está decir que les preocupan mucho más otras reformas
que Macri tiene en mente, sobre todo las que, de concretarse, reducirían los
ingresos de los políticos y sus dependientes, las jubilaciones de privilegio,
la cantidad excesiva de empleados públicos que no aportan nada al país y que
pondrían fin a la costosísima industria de los juicios laborales, pero sucede
que no les sería del todo fácil organizar disturbios callejeros en defensa del
parasitismo institucionalizado.
Lo que quieren quienes están detrás de los estallidos de
violencia que amenazan con hacerse rutinarios es recordarle a Macri que, en la
Argentina por lo menos, un triunfo en las urnas no necesariamente servirá para
fortalecer al ganador. Para los kirchneristas y, más todavía, para la gente de
Massa, los resultados de las elecciones legislativas de octubre fueron muy dolorosos.
Cristina y sus dependientes vieron achicarse drásticamente el poder de veto que
creían tener. Por su parte, Massa aprendió que “la ancha avenida del medio” que
aspiraba a dominar era sólo un sendero resbaladizo que se hacía cada vez más
estrecho. Puede que el tigrense ambicioso haya sido el gran perdedor de los
días de ira que, para desazón de oficialistas que esperaban disfrutar de una
luna de miel post-electoral prolongada, ya han asegurado que diciembre sea un
mes muy caliente. Fue tan patético el oportunismo explícito de Massa al aliarse
festivamente con sus presuntos enemigos kirchneristas que en adelante pocos lo
tomarán por un dirigente confiable.
Además de procurar intimidar al Gobierno para que abandone
el intento de “modernizar” un país que, tal y como está, ocupará un lugar
llamativamente humilde en el mundo hipercompetitivo que se avecina con rapidez,
algunos revoltosos, en especial los kirchneristas que fantasean con reeditar
los horrores de los años setenta del siglo pasado, quisieran convencerlo de
que, pensándolo bien, no tiene más alternativa que la de tratar de apaciguar a
sus adversarios – mejor dicho, enemigos–, frenando la ofensiva judicial que
está en marcha. Desde su punto de vista, la voluntad de Macri de despolitizar
la Justicia, negándose a presionar a los fiscales y jueces como corresponde, es
un alarde de herejía que no están dispuestos a tolerar. Se entiende; la soñada
autonomía judicial sería incompatible con las tradiciones políticas del país.
Para Cristina y quienes aún la rodean, lo que está en juego
no es el futuro del “modelo” fantasioso que improvisaron ni, huelga decirlo,
aquel del sistema previsional sino su propia libertad. Puesto que no les ha
sido dado frenar a la Justicia por medios que podrían calificarse de legales,
dan por descontado que tienen derecho a aprovechar al máximo el poder residual
que conserva fomentando conflictos callejeros con la esperanza de que resulten
ser tan brutales que, para pacificar el país, el Gobierno les garantice la
libertad. Nada les complacería más que algunas víctimas fatales que podrían
atribuir a la represión policial, es decir, a la ferocidad sin límites de aquel
neoliberal notorio Macri.
Dadas las circunstancias, al Gobierno no le cabe más opción
que la de ordenar a las fuerzas de seguridad disponibles enfrentar a los
violentos. La única alternativa sería declarar la Capital Federal una zona
liberada, entregándola a bandas de saqueadores disfrazados de luchadores
sociales. Puede que, como muchos dicen, las distintas unidades policiales, la
gendarmería y la prefectura no están preparadas para mantener el orden en una
ciudad sitiada por delincuentes politizados, pero a juzgar por los episodios
truculentos que se han registrado en metrópolis europeas como Hamburgo y
Londres, además de diversas localidades norteamericanas, no se trata de un
problema exclusivamente argentino. Por desgracia, a veces es imprescindible la
represión policial.
El que los resueltos a impedir que el país salga del
corporativismo populista que tanto lo ha perjudicado se hayan puesto a
desestabilizar a un gobierno cuya legitimidad es incuestionable puede tomarse
por un síntoma de la desesperación que sienten. Se saben minoritarios y no
pueden sino sospechar que las escenas salvajes que están protagonizando sus
simpatizantes les costarán aún más votos en los años venideros. De ser así, las
perspectivas ante el kirchnerismo y el massismo, en el caso de que la variante
peronista así supuesta logre sobrevivir, son sombrías; corren el riesgo de
degenerar hasta tal punto que terminen asemejándose a las pequeñas sectas
trotskistas que, por ser tan limitado su poder electoral, han aprendido a
conformarse con liderar la oposición extraparlamentaria al Gobierno “burgués”
de turno. Para quienes se habían acostumbrado a dominar el país, se trataría de
un destino muy humillante.
Al negarse a entregarle el bastón de mando a Macri, Cristina
dejó saber que a su juicio particular el ganador de las elecciones
presidenciales de 2015 era un intruso sin derecho a reemplazarla. No habrá sido
por motivos ideológicos que actuó así sino por intuir que no levantaría un dedo
para protegerla cuando, por fin, la Justicia comenzara a ocasionarle dolores de
cabeza. Fue de prever, pues, que tarde o temprano ordenara a sus simpatizantes
hacer lo posible por sabotear la gestión de Macri. Esperaba poder hacerlo desde
el Congreso, pero al privarla el electorado de dicha alternativa, sólo le quedó
la calle, de ahí los choques violentos entre “activistas” encapuchados, con
palos, bombas molotov, morteros caseros, trabucos tumberos, piedras y otras
armas apropiadas para una guerra de baja intensidad. De no haber sido por el
interés personal de Cristina en sembrar caos, nada de eso hubiera ocurrido.
Macri no es Fernando de la Rúa. Tampoco es Eduardo Duhalde.
Para desalojarlo de la Casa Rosada y Olivos, y de tal manera devolver el país
al camino hacia la decadencia que tanto añoran los miembros de cierta elite
supuestamente permanente porque colma de beneficios a individuos de sus
características, Cristina y los suyos tendrían que ganar elecciones, algo que a
esta altura parece improbable.
Con todo, ya es evidente que a Macri no le será tan fácil
como muchos creían llevar a cabo las muchas reformas, tanto económicas como
sociales y educativas, que en su opinión y la de muchos otros la Argentina
necesitaría para hacerse más productiva. Desgraciadamente para el gobierno de
Cambiemos, el conservadurismo argentino, que se defiende hablando
conmovedoramente de las penurias de los desposeídos, sigue siendo muy fuerte.
Cuenta con el respaldo de muchos políticos profesionales, intelectuales que se
imaginan progresistas, sindicalistas que se han eternizado en sus cargos y
empresarios asustados por el riesgo que les supondría tener que medirse con
competidores extranjeros muchísimo más eficientes.
La semana pasada, tales adversarios del Gobierno le
enseñaron los dientes. ¿Habrá sido cuestión de nada más que algunos episodios
pasajeros, después de los cuales se restaure la tranquilidad relativa de antes,
o del comienzo de una etapa convulsiva que afecte a toda la gestión de Macri?
En aquellos países en que la democracia tiene raíces culturales profundas,
algunos días de anarquía callejera no modificarían nada; agotadas las pasiones,
la normalidad se impondría nuevamente. En cambio, en sociedades en que amplios
sectores aún no han internalizado los valores democráticos, podrían tener
consecuencias nada felices. Pronto sabremos si la Argentina se encuentra entre
los países que son irremediablemente democráticos porque es parte de su ADN, o
sí todavía es uno en el que la democracia sigue siendo una aspiración.
(*) Periodista y analista político,
exdirector de “The Buenos Aires Herald”
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