Por Sergio Sinay (*)
La responsabilidad es un atributo exclusivamente humano, y
se define como la capacidad de responder por las consecuencias de los propios
actos. No se le puede pedir responsabilidad a un bebé o a alguien con serias
patologías mentales, pero sí a cualquier individuo que haya alcanzado un
desarrollo de conciencia suficiente como para saber lo que hace.
Tanto quienes
atentaron contra el funcionamiento de la Cámara de Diputados desde adentro del
Congreso, valiéndose de su cargo de legisladores, como los de afuera del
Parlamento, con quienes aquellos parecían estar perfectamente coordinados,
deberían responder por las consecuencias de sus actos. Son responsables. Sin
embargo, en pocas horas no quedó un solo detenido. Y los barrabravas de adentro
siguen atornillados a sus cargos y fueros, cosechados gracias a la democracia
de la que descreen y contra la que atentan una y otra vez.
En un breve y sustancioso ensayo titulado Observaciones
referentes a la teoría y práctica de los Estados democráticos (incluido en la
recopilación La responsabilidad de vivir), Karl Popper (1902-1994), uno de los
grandes filósofos modernos de la política y la ciencia, advierte: “Es sumamente
inmoral considerar a los adversarios políticos como moralmente malos o malvados
(y al propio partido como bueno). Esto conduce al odio”. Unos acostumbrados a
la prepotencia y la impunidad del número y el autoritarismo (los
kirchneristas), y otros habituados a la impotencia de representar minorías
marginales (los trotskistas), se unieron para transgredir todas las nociones de
debate, de argumentación racional, de disenso, de respeto por el bien común y
por el otro. El resultado fue un huracán de violencia salvaje, de
irracionalidad extrema, de brutalidad física e intelectual sin precedentes
cercanos. Pretender que todo eso se hacía en defensa de los jubilados
(invitados de piedra en esta barbarie que los tomó como excusa) equivale a
tomar por tarada al resto de la ciudadanía.
“Un Estado es libre si sus instituciones políticas hacen
posible a sus ciudadanos llevar a cabo un cambio de gobierno sin derramamiento
de sangre en caso de que una mayoría desee ese cambio de gobierno”, dice Popper
en A propósito del tema de la libertad (otro de los ensayos incluidos en la
antología mencionada). Nada más ajeno a la mentalidad de los responsables
intelectuales y físicos de la barbarie de estos días.
El oficialismo no está, a su vez, exento de responsabilidad.
También cayó en el pecado de la prepotencia numérica, creyendo que la victoria
electoral de octubre lo autorizaba a desentenderse de un deber republicano y
democrático primordial, como es comunicar con claridad y argumentos accesibles
a la ciudadanía las razones y los efectos de sus actos y decisiones. Acaso esto
no forme parte de la cultura empresarial, pero es una norma primordial en la
democracia. Y en una sociedad analfabeta en materia de debate, sin práctica ni
conocimiento elemental de lo que significa dialogar en el disenso y respetar la
diversidad, esa omisión no es un hecho ni liviano ni menor.
Las sucesivas falencias comunicativas del Gobierno ya no
pueden tomarse como errores puntuales ni justificarse con la liviandad
irresponsable de “nos equivocamos, pero corregimos”. Dos años después, ya
parecen ser estilo y cultura. Y autorizan a sospechar que se comunica mal
porque no se tiene las ideas claras. Los humanos somos también las únicas
criaturas que hablan, y el lenguaje ordena el pensamiento o expone su desarticulación
y confusión. En este caso, no solo se trataba de explicar la reforma, sino
también los dos groseros errores en materia de seguridad: la brutalidad de la
Gendarmería y el martirio de la Policía de la Ciudad. Ni un modo ni el otro
garantizan la seguridad ciudadana, otro elemento importante en la democracia.
Tanto en el Congreso como en la calle quedó claro, en fin,
que la vida democrática sigue siendo en la Argentina una dolorosa deuda
pendiente. Y que la irresponsabilidad tiene vía libre.
(*) Periodista y escritor
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