Por Gustavo González |
Pregúntense esto: ¿qué cosas no estarían tan mal… si nadie
se enterara de que las hicimos? Hoy, la diferencia esencial entre ser y parecer
se encuentra con un terrible escollo, no filosófico sino tecnológico: el
celular.
La imagen viralizada del DT de la Selección humillando a
policías por hacer bien su trabajo, deja al desnudo no lo que Jorge Sampaoli
dice que es, sino lo que es. O al menos lo que es cuando algo lo saca de su
eje.
El “Boludo, ganás 100 pesos por mes, gil!” que le echó en
cara a un agente que paró el auto en el que viajaban ocho pasajeros, se
contrapone con sus habituales frases políticamente correctas, como ésta:
“Cuando uno logra que en esta sociedad individualista haya compromiso a algo
intangible, con humildad, permite que todos se junten. Da lo mismo el origen
social o cultural”. En privado se reveló distinto: “¿Qué mirás gato,
vigilante?”, le dijo a otro agente. Y cuando la policía detuvo a su preparador
físico, que circulaba detrás de ellos, porque el control de alcoholemia le
había dado positivo, agregó un rasgo autoritario: “¡Vos le devolvés ya el
registro! Acá no le hacen más alcoholemia a nadie, son todos una porquería,
basuras, gatos de mierda.”
El Sampaoli oficial no habla así y muestra un pasado de
lucha contra el autoritarismo militar: “Yo era parte de un movimiento
revolucionario, la Juventud Peronista, que fuimos perseguidos por exigir el fin
de la dictadura”.
¿Cuántos miembros o
herederos de esa “juventud maravillosa” ratificaron su altruismo cuando
llegaron al poder y tuvieron que optar entre robar o no? Las cárceles están
pobladas de ex funcionarios que daban su vida por los más humildes y hoy nadie
pone las manos en el fuego por su honestidad. Ni siquiera Cristina Kirchner.
Nada daría más tranquilidad que convencernos de que la
corrupción es solo K. Lo podríamos creer si cerráramos bien los ojos para no
ver el pasado ni el presente. Ni a nosotros mismos.
Autoengaño. El principal objetivo del hipócrita no es
engañar a otros, sino a sí mismo. El último estudio de opinión pública de
Latinobarómetro, el más serio a nivel regional, revela la profundidad del
autoengaño.
Una de las preguntas indaga en si se denunciaría un acto de
corrupción si se lo presenciara. Los argentinos están a la cabeza de los que
responden que sí lo harían (91%). El problema es que las respuestas siguientes
revelan que, en verdad, la tolerancia del argentino con la corrupción es muy
alta.
El 41% piensa que se puede sobornar a un policía, el 40% a
un funcionario y el 36% a un juez. Un alto porcentaje está seguro de que los
demás son corruptos: los legisladores (el 46% piensa que lo son), los empleados
públicos (28%), la policía (46%) y los empresarios (38%). Un 19% también cree
que los líderes religiosos son corruptos. Si esa percepción que los argentinos
tienen de otros argentinos fuera cierta, son millones de corruptos, entre
policías, jueces, empresarios, legisladores, funcionarios, empleados públicos,
religiosos. Además, como en todo acto de corrupción hay dos partes, habría que
sumar a otros millones que ante la ley también serían corruptos.
De hecho, cuando se interroga sobre si el propio
entrevistado tuvo actitudes corruptas, las respuestas confirman esa sospecha.
Por ejemplo, al preguntar si en los últimos doce meses se pagó alguna forma de
soborno (dinero, regalos, favores) para obtener un beneficio, el 25% acepta
haberlo hecho frente a un policía. Porcentajes similares se repiten entre los
que pagaron de alguna forma para facilitar trámites en Tribunales, entidades educativas,
de salud o para obtener algún documento.
Más: el 21% está seguro de que sus vecinos compran objetos
robados y el 33% dice que le ofrecieron esos objetos. El 34% responde que es
“aceptable” algún grado de corrupción (el “roba, pero hacen”). Ese porcentaje
representa a 10 millones de argentinos. Los resultados se ajustan a lo que
Chomsky define como hipocresía: “La negativa a aplicar en nosotros los mismos
valores que aplicamos en otros”.
Maldonado sí, Nahuel no. La semana pasada se cumplió un mes
de la muerte del mapuche Rafael Nahuel. Casi nadie lo recordó. Fue en medio de
un supuesto enfrentamiento entre mapuches y Prefectura. Hasta donde avanzó la
investigación, los mapuches habrían desoído la orden judicial de desalojar
terrenos ocupados arrojando piedras, lanzas, palos. Los prefectos usaron sus
armas reglamentarias. Nahuel murió con un balazo proveniente de una de ellas,
por la espalda.
Antes de su muerte, el líder qom Félix Díaz le había dicho a
Noticias que “si Maldonado fuera indígena, lo ignorarían”. Por su desaparición
y la posterior comprobación de su muerte, marcharon cientos de miles de
personas en todo el país y los medios cubrieron ampliamente los hechos. Por la
de Nahuel, no. En la última edición de la revista, volvieron a entrevistar a
Díaz: “Si nosotros convocamos a una marcha, apenas juntamos 500 o mil personas”.
¿Por qué una persona que resultó ahogada en circunstancias
que la Justicia aún debe dilucidar generó una conmoción incomparablemente mayor
que la de alguien que está probado que murió con un disparo por la espalda?
¿Será como dice el líder qom? ¿Tenemos un doble estándar moral para diferenciar
a un artesano de clase media de un mapuche de origen?
Aristóteles sostenía que no se puede ser y no ser algo al
mismo tiempo y bajo el mismo aspecto. No podemos indignarnos por una muerte
supuestamente injusta y no indignarnos por otra muerte que se supone tanto o
más injusta. ¿O sí podemos?
Cuando el jefe de Gabinete habla en privado sobre el
accionar de las fuerzas de seguridad, también habla de la hipocresía social de
exigirle a sus miembros cualidades y perfecciones que otros argentinos no
tienen. “Si entre los periodistas, los políticos, los empresarios, los médicos
hay profesionales que actúan mal, es hipócrita rasgarse las vestiduras porque
algunos policías no tienen conductas ideales”. Marcos Peña habla de años de
destrato del Estado sobre la formación de esas fuerzas y compara con policías
de países desarrollados en donde sus miembros ganan bien y poseen título
universitario.
Los argentinos decidimos pagarle 15 mil pesos a un policía
para que se quede solo en una esquina a enfrentar el delito, y nos sorprende
que pida una pizza gratis.
Sturzenegger, el autárquico. La hipocresía nacional no tiene
dueño. El pasado jueves Peña brindó una conferencia junto a los ministros
Dujovne y Caputo. Lo raro fue que al lado estuviera Federico Sturzenegger, el
presidente de una entidad autárquica como es el Banco Central. No fue
presentado así, pero lo que sucedió fue que el Gobierno instruyó al Central a
manejarse con los indicadores económicos que fija el poder político.
Sturzenegger ya no es tan autárquico, ni independiente.
El propio Dujovne pregonó que respalda “la necesidad de un
Central que debería funcionar totalmente independiente”. Será para más
adelante.
Al final, Sturzenegger recomendó que “los argentinos deben
pensar en pesos”. Estará por tomar una decisión sobre sus ahorros, ya que posee
en dólares en el exterior el equivalente a 13 millones de pesos. Y Dujovne
argumentó que “el dólar va a dejar de ser un tema para los argentinos”. El 88%
de su patrimonio está afuera del país, incluyendo el equivalente en dólares a
55 millones de pesos. Se cree que la palabra hipocresía provendría del griego y
significaría algo así como “responder con máscaras”. Puede ser que esas
máscaras faciliten la convivencia con el otro y con nosotros mismos, aunque
siempre se trata de una cuestión de grados.
La hipocresía no es un invento argentino, pero su
exageración quizás sí. Lo trucho es un argentinismo que la Real Academia aceptó
incluir en su diccionario como noción de falso o fraudulento.
Nadie dice que con la suma de nuestras hipocresías hayamos
construido un país trucho. Pero sí que seguimos trabajando duro para lograrlo.
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