Después de los días
calientes, buscará volver al jefe único.
Hugo Moyano, con poder en las sombras.
Por Roberto García |
Fecha de extinción, marcha fúnebre: febrero o marzo. Hay que respetar
las vacaciones. Para entonces, se supone, el trío que está al frente de
la CGT depondrá su mandato y le cederá el cargo a una conducción
unipersonal, ese estilo de vida que el gremialismo reclama: siempre devotos de
un jefe. Nunca en la historia de la central obrera hubo comodidad con los
colegiados, más cuando parecen representar a otras figuras ocultas: como
se sabe, para muchos Acuña era embajador de Luis Barrionuevo; Schmidt,
de Hugo Moyano, y Daer, de los “gordos” o
independientes (Lingeri, Cavalieri, Rodríguez, West Ocampo y Martínez, entre
otros ).
Tanta dispersión en la jefatura produjo hendijas que habilitaron el
ingreso de organizaciones sociales que, del trabajo, son expertas en cobrar
planes del Gobierno. Léase Pérsico, sobre todo Grabois, primerizos del quinto piso o
el salón Felipe Vallese, que ocuparon sin pagar entrada. Esa
penetración subterránea convirtió a la CGT en un organismo vacilante, sin
norte, que en una jornada propiciaba una huelga y, en la otra, una marcha. En
esos episodios confusos, el errante triunvirato padeció públicas vejaciones por
parte de sus socios, perdió autoridad, no sirvió para negociar con el Gobierno
ni, tampoco, para protestar o contener.
Demasiadas voces. Hasta los presuntos padrinos tomaron distancia, se expusieron más divisiones internas; la UOM, que había entrado por la claraboya, se disparó como Papá Noel, y la Uocra de Martínez se perfila como sostén casi único de la actual cúpula.
La agonía de la CGT se alcanzó la última semana con
el debate sobre la ley previsional: tardíos, primero lanzaron un
paro de queja por si la norma era sancionada, no para impedir su sanción:
gremialismo de ocasión. Además, lo determinaron absurdamente por medio día y
autorizando excepciones. Mientras, algunos sindicatos desertaban luego de
votar la medida de fuerza, y quienes la habían consagrado no pudieron explicar
la razón por la cual habían llamado a la huelga. Como reina el estupor en
Azopardo, para prevenir el desenlace, antes de concluir el año habrá
una cumbre con dirigentes de varios sindicatos en un local de la calle Boedo,
justamente el mismo donde una vez se gestó el nacimiento del trío que
ahora vislumbra el final de su ciclo. No será el único encuentro, tampoco
los mismos participantes: la CGT está bifurcada. Por lo menos.
Un nombre, otra vez, planea sobre el futuro de la central obrera: Hugo
Moyano (ya que otro referente, Barrionuevo, parece marginado del
entorno oficial por la ira que desata su mujer, la diputada Camaño, con sus críticas al Gobierno).
Sea para conducir o para determinar un heredero, se aguarda la voz del líder
camionero, inesperadamente afónico ante los salvajes episodios de la última
semana. Su excusa banal: me dediqué a las elecciones en Independiente, club
donde ganó con guarismos soviéticos.
Como se sabe, ha pasado del amor oculto con Macri en la
Municipalidad y en el gobierno a una desavenencia manifiesta: rechaza un
encuadramiento para su gremio (Camioneros), negocia la continuidad impositiva
de su protegida OCA y un exceso obvio de personal: no menos de 3 mil personas.
No sabe aún si confirmará el magro porcentaje que pide el Gobierno para las
nuevas paritarias (como ya lo hizo este año que finaliza, a pesar de los
distanciamientos) y, con muñeca quirúrgica, controla silencios, vociferaciones
y actuaciones de su hijo Pablo (cercano a Cristina),
también la venia de su hijo menor y abogado, Hugo, a la reforma laboral de
Triaca, mientras conserva en un limbo al tercero, Facundo, el diputado del
espectáculo, que dice no tener nada que ver con Camioneros.
El dilema de un Moyano protagonista será unificar al movimientismo
cegetista, sus múltiples tentáculos. Lo que no logró el trío actual de Schmidt,
Acuña y Daer, víctimas de un epílogo anunciado, en apariencia, que coincide con
la postergación del tratamiento de la reforma laboral, vértice sustantivo según
Macri –junto a la previsional e impositiva– para regularizar el trabajo en
negro, que recuperaría lo que la asociación lícita
gobierno-Parlamento-gobernadores les quitó a los jubilados.
Piano, piano. Ahora ya no hay prisa, menos urgencia para esta demanda, y el Gobierno tropieza con cierta reticencia del peronismo legislativo, llamado federal o no cristinista, luego de que en su momento consintiera estos cambios prometidos. Ahora, juran que nunca aprobarán el proyecto, que hiere el corazón de los trabajadores: de pronto, todo es más efímero que un fósforo. Como si asumiesen que le han concedido demasiados favores a Macri y el precio por ese servicio no hubiera sido el conveniente. Por lo tanto, en febrero o marzo tal vez se requiera de renovadas atenciones para estampar la firma.
Al Gobierno, mientras, esa dilación le despeja inquietudes ante
eventuales movilizaciones o actos de violencia en este fin de año, cuando
prosperan esas iniciativas por moda, necesidades o aspiraciones políticas. Ya
tuvo bastante con las dos bataholas disparatadas de los últimos días, en las
que no fue ajeno ni prescindente en materia de seguridad, donde en una apareció Bullrich con sus leones de la
Gendarmeríay, en la otra, se la notificó desaparecida y lejos de
las suicidas libélulas de la Policía municipal que envió Rodríguez
Larreta.
Si no era suficiente esta acefalía oficial, contradictoria, se sumó la
pequeña burguesía K, que suele reivindicar a las formaciones especiales de los
70 y, de la mano, variedades de izquierda. Una caracterización de la
Argentina contraria a la teoría evolutiva, a la inteligente comprensión
entre los hombres, que no solo desafía a Darwin, también a la comprobación de que
la mayor parte de las sociedades ha mejorado los niveles de vida. Por la
fatuidad de parecer distintos, por la birome o el dulce de leche, por los
premios Nobel o la inflación, en el país se repiten los gobiernos soberbios,
los opositores extremistas y las mayorías volátiles. Un retrato de la
decadencia.
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