Por Fernando Savater |
Hace bastantes
años, cuando comenzaba a asentarse el éxito entre los lectores de las novelas
de Javier Marías, recibí una malencarada misiva procedente de una secta de
autonombrados justicieros literarios. Tenía ese sonsonete perdonavidas que
logra sublevarme hasta en mis momentos más plácidos. Señalaba unas cuantas
heterodoxias gramaticales y semánticas del estilo de Javier, que lo convertía
según ellos en la última versión del abominable hombre de las letras y a mí en
su cómplice no menos inmundo por haberle elogiado en varias ocasiones.
Me conminaban a un
acto de contrición perfecta y pública en nombre de la ética que, indigno de mí,
mancillaba en mis clases. Como el ultimátum me hizo gracia y por entonces me
preciaba de responder a cuantos me escribían (vicio del que afortunadamente me
he curado), les contesté risueño que el achaque de incorrección estilística ha
sido también frecuente entre pedantes contra Cervantes o Dostoievski. ¡Ah,
blasfemia!
A partir de
entonces, en una hoja inquisitorial de un laborioso ingenio que ellos tomaban
por desparpajo (La fiera literaria creo que
la titulaban) dedicada a denigrar a Marías y a casi todos los escritores que no
lo merecían, se regodeaban repitiendo que yo comparaba a Javier nada menos que
con Dostoievski y Cervantes... Meo culpa.
He recordado a esa
torpe jauría mientras disfrutaba con la admirable Berta Isla. En efecto, el
estilo de Marías tiene una sintaxis heterodoxa y chocante, parece imitar el
balbuceo mental que somos dentro. Como si reprodujese el tapiz del lenguaje por
el revés, con sus nudos y groseros pespuntes.
Pero así resalta
más eficazmente el misterio y a la par la sencillez de la trama hasta la
fascinación cómplice del lector. O lo pillas o no, como los buenos chistes: no
se puede explicar.
© El País (España)
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