Por Norma Morandini (*) |
La furia callejera nos dejó tristeza, impotencia y la plaza de los dos
Congresos en escombros. Sin embargo, el parlamento pasó otra prueba de fuego en el camino de
sincerar el estadío de desarrollo de nuestra democracia, un sistema de gobierno
que desde hace algunos años no parece significar para todos lo mismo. Una
parte de la dirigencia política descree del sistema que fundamenta su
representación.
Son los que llegan a las bancas del Congreso por
elecciones libres pero luego no acatan las reglas de la democracia y por eso la
ponen en riesgo; confunden ciudadanía con militancia, participación con movilización
y hacen de la calle el lugar de la disputa política. En lugar del
Congreso, la institución sobre la que asienta la democracia constitucional, el
lugar del parlare, la deliberación de las diferencias y la casa política por
excelencia. Precisamente lo que en estos días se intentó cancelar, Fuera y
dentro del parlamento.
En el recinto, con argucias reglamentarias, las llamadas “cuestiones de
privilegio” que le permiten a un legislador usar el micrófono antes del inicio
de la sesión para “resguardar su decoro” y que sin embargo, han sido
desvirtuadas ya que la utilizan para hacer declaraciones políticas coyunturales
que terminan postergando el debate. Afuera, la furia callejera que fue
sospechosamente invocada para pedir el levantamiento de la sesión, bajo la
extorsión del miedo y la amenaza de posibles muertes, que sonaron casi como
deseo. ¿No es acaso la función de un dirigente político la de impedir la
irracionalidad cuyas consecuencias siempre son a futuro. Dado que la violencia
no es poder sino coacción, la verdadera sustancia de las acciones violentas
radica en la idea de que el fin justifica los medios, derrotada ampliamente por
el fracaso de todas las experiencias políticas en las que los medios autoritarios
terminaron distorsionando los fines nobles que invocaron. La violencia
es la negación misma de la política, asesinada tantas veces en nuestra
historia por la predica autoritaria y ensuciada por los que hicieron de los
bienes públicos, botines privados.
Esta confusión democrática ha ofuscado y distorsionado la vida de
convivencia. El que detrás de cada uniformado se vea a un represor es la mejor
prueba del escaso desarrollo de nuestra cultura democrática. Sin que se termine
de aceptar que el fin último de la democracia es la pacificación, no una
preparación para el combate. Y los derechos humanos la protección del ciudadano
frente a los abusos del poder. Por eso, si las fuerzas de seguridad están
subordinadas a la Constitución, deben reprimir el delito y disuadir, disolver
las manifestaciones violentas. No las que se expresan en paz.
El Congreso es la institución fundamental para impulsar ese debate y
construir el consenso indispensable para dotar a nuestro país de las leyes y el
control necesario para salir del estancamiento y el atraso, con promesas de
futuro y no amenazándonos todo el tiempo con nuestro tenebroso pasado. Sin la
uniformidad ni la imposición de la mayoría. El monocolor político es
antidemocrático hasta por definición. Al final, los escombros que
quedaron en la plaza del Congreso son una metáfora de las ruinas políticas que
nos dejó el 2001 y al que irresponsablemente se nos pretendió regresar. A
juzgar por lo que vivimos estos días, sigue siendo más fácil tirar piedras,
destruir que erigir sobre esos escombros el gran edificio de la democracia. Al
menos, ya sabemos dónde estamos parados.
(*) Periodista
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