Por Pablo Mendelevich |
Mauricio Macri siempre dijo que el camino estaba lleno de
piedras, pero no avisó que éstas serían arrojadas en su contra, en dirección al
Congreso, por enmascarados incontrolables. Piedras es un decir, una concesión
piadosa. Cascotes, baldosas, pedazos de monumentos, munición producida al
instante, elaboración propia, para complementar Molotovs, armas tumberas y
pirotecnia apuntada para causar daño. Violencia con algo de pretensión
ideológica y algo de ese arrojo anárquico que exuda cualquier motín carcelario.
Haya sido ahora militante, rentada o tercerizada, la violencia política es una vieja conocida en la Argentina. Sólo admitirla en el paisaje de la democracia ya es volver para atrás. Y vaya si acá fue admitida que casi ningún opositor la condenó. Una perversidad resguardarla bajo el envoltorio de la protesta, glándula vital de la democracia. Otro diciembre de furia y pena que evoca aquella frase de Aldous Huxley: "La más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia".
Con una crudeza inapelable que los diputados se perdieron
por tener que sesionar, el lunes la televisión renovaba postales de 2001 que
nadie hubiera querido ver en otro formato que no fuera el de un documental.
Nadie, se entiende, exceptuados los que esa tarde pensaban conquistar el
Palacio Legislativo de una, ahorrándose el trámite de lidiar por años en los
tedios de la política. En realidad su meta no era ocupar las bancas sino
desalojarlas.
También se supo de televidentes que tuvieron desagradables
sensaciones setentistas. Como si asomara el pasado mal sepultado que hace
cuarenta años legitimó la destrucción física del oponente. Pero como las cosas
nunca se repiten de la misma manera, lo que hubo fue un batido: dramas
legendarios, traumas reacondicionados y claves nuevas.
Huelga repetir que lo nuevo no fue la violencia política en
sí: ella nos acompaña desde el siglo XIX. Incluso en estos 34 años de
democracia se sucedieron el asalto al cuartel de La Tablada, los levantamientos
carapintadas, la caída de De la Rúa, los saqueos organizados por punteros, los
asesinatos de militantes sociales, los tiros entre sindicatos enfrentados,
decenas de protestas callejeras que derivaron en enfrentamientos entre
facciones, choques duros con la policía. ¿Cuál fue la novedad? El contexto
político y económico en el cual se incubó esta violencia volcánica. Nunca había
sucedido que el contexto fuera, en ambos rubros, positivo.
El primer estallido ocurrió 53 días después de que el
gobierno ganara en forma rotunda las elecciones. Gracias al respaldo popular
obtenido en las urnas el presidente Macri venía de hacer un acuerdo sin
precedentes con casi todos los gobernadores. Es decir, con la parte de la
oposición que administra poder real. Dos de cada tres gobernadores son peronistas.
En 2001 De la Rúa venía de perder las elecciones intermedias (en las cuales,
además, había sido repudiado el sistema como nunca antes). La economía iba de
mal en peor -ahora la tendencia es la inversa- y el presidente, que arrastraba
la crisis de la coalición gobernante abierta con el portazo del vicepresidente
Chacho Alvarez, no había tejido con el peronismo ningún entendimiento, al punto
que éste le había arrebatado la presidencia provisional del Senado.
A Macri le tocó, es cierto, un peronismo con características
que nunca antes habían confluido: acéfalo, dividido y sin libreto. Derrotado ya
había estado, hasta fue bicéfalo, pero el peronismo sin líder reconocido por la
mayoría (ni casting para tenerlo pronto), sin proyecto y con una CGT colegiada
y dubitativa, eso sí es una novedad. Más todavía con un accesorio de usos
múltiples, Cristina Kirchner, líder de una facción interna tan importante como
repelida por casi todo el no peronismo en primer lugar y, más ambiguamente, por
el peronismo no kirchnerista en segundo lugar, acorralada como está por la
Justicia bajo cargos tan graves como haber robado dineros públicos y haber
cometido traición a la patria. Siempre rico en paradojas, el peronismo de hoy
tiene como mayor recolectora de votos y como máxima piantavotos a la misma
persona. Que es senadora y que ni bien volvió a la cámara el bloque peronista
se la sacó de encima y la mandó a hacer rancho aparte, mientras le aseguraba
blindaje institucional para que la Justicia no la meta presa.
¿Cómo se vincula esto con la violencia del jueves y del
lunes? Es que también ella fue la mentora, la inspiradora, la patrocinante o
quien, en definitiva, consagró en la política grande (ya no en el petardismo
lateral de la izquierda radicalizada) el uso de la violencia. Por cierto que
Cristina Kirchner no lo inventó. Lo que ella hizo fue incrustar en la
democracia un comportamiento que el peronismo frecuentó cuando estaba
proscripto.
Durante los 17 años que Perón pasó en el exilio, el
peronismo desarrolló lo que llamó la Resistencia, que incluía tomas de
fábricas, sabotajes, bombas, distintas formas de violencia, en fin, que algunos
selectos grupos tradujeron en lucha armada. La desestabilización de los
gobiernos, cuando no el golpismo desembozado, subyacían en la acción política,
que se legitimaba, según la óptica de los peronistas, por la condición de
perseguidos, sin importar demasiado que en el poder hubiera una dictadura o un
gobierno surgido de las urnas. Los presidentes Frondizi e Illia padecieron el
acecho, aunque hoy las corrientes historiográficas del peronismo les tributan a
ambos, en especial al primero, un respeto tardío. La relación del peronismo con
la violencia ganó volumen a comienzos de los setenta, cuando el propio Perón
fogoneó las "formaciones especiales" para desgastar a la dictadura de
Lanusse. Poco después, al volver del exilio como un "león herbívoro",
el general no conseguiría desmontar el monstruo que había inflado. Fue cuando
echó de la plaza a los "estúpidos e imberbes", también el origen de
contrasentidos como la guerrilla peronista puesta a luchar contra un gobierno
peronista.
Nunca el peronismo revisó nada de eso ni volvió a hablar de
López Rega ni de la Triple A ni del origen del terrorismo de estado. Maniqueos,
cultivadores de antinomias in vitro, los Kirchner dividieron el Bien y el Mal
sobre la base de la palabra dictadura y embotellaron la historia de los setenta
azucarando el papel de la guerrilla peronista sin entrar en detalle alguno.
Esas reminiscencias acríticas, esos trazos gruesos, con espejismos groseros,
son los que le permitieron a Cristina Kirchner instalar, para deleite de los
suyos, a Macri en una especie de Eje del Mal.
El discurso político de Cristina Kirchner desde que se negó
a trasmitir formalmente el mando asimila a Macri con la dictadura. Si Macri es
la dictadura, la violencia, inadmisible en democracia, se vuelve legítima. La
senadora no lo pone en su boca, lo expresa a través de sus militantes y lo
insinúa, por ejemplo, mediante diagnósticos que niegan el estado de derecho.
La gran novedad de la violencia reciente es el papel del
kirchnerismo, que actuó en la Cámara de Diputados como el brazo político de los
activistas de la Plaza de los Dos Congresos. Agustín Rossi, líder del Frente
para la Victoria en Diputados, empezó temprano el lunes a quejarse por
televisión porque según él la policía requisaba a los manifestantes que se
dirigían a la protesta. A esa altura cualquiera podía ver por televisión que
entre los que "protestaban" sobresalían varios con armas caseras,
quienes no alzaban su voz por los jubilados ni por nadie, ocupados como estaban
picando mampostería y cargando pólvora. Cabía preguntarse si la preocupación de
Rossi se refería al derecho de los violentos a concurrir a la
"protesta" mejor pertrechados. ¡Que no los requisen más!
Los diputados de su bloque, que en forma reiterada pidieron
que se levantase la sesión, y los violentos de afuera, quienes querían lo mismo
pero lo reclamaban con otros métodos, parecían mancomunados en la misión de
impedir una votación que iba a ganar el Gobierno. A la vez, regodeados unos en
la faena de herir policías y los otros en la glorificación de la protesta (y la
condena a la "salvaje represión") juntos removían recuerdos de las
partes más oscuras y onerosas de la historia reciente.
© La Nación
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