Por James Neilson |
Cuando las tormentas los amenazan, los peronistas suelen
soltar lastre; entienden que desprenderse de trastos inútiles acumulados en
tiempos menos agitados los ayudará a mantenerse a flote. Hace décadas el
movimiento echó al mar el ideario original que el general había confeccionado
de pedazos rescatados del ya moribundo fascismo europeo y del laborismo inglés,
transformándose en un “sentimiento” livianísimo que, según las circunstancias,
navegaría sin complejos hacia el neoliberalismo rudimentario de Carlos Menem o,
piloteado por los Kirchner, hacia las costas agrietadas del credo nacional y
popular.
¿Y ahora? Sin un capitán y con una tripulación que está
sumida en la tristeza, el barco peronista está a la deriva. Si bien ya han
transcurrido dos años desde que, para incredulidad de muchos, el ingeniero
Mauricio Macri los privó de lo único que realmente les importa, el poder y el
dinero de la gran caja estatal que lo acompaña, los peronistas aún no han
decidido hacia dónde les convendría meter proa. Pocos quieren subordinarse
nuevamente a los dictados caprichosos de Cristina; temen que hacerlo llevara el
país, con ellos adentro, a un destino venezolano, pero tampoco hay muchos que
confíen demasiado en la moderación reivindicada por otro senador, Miguel Ángel
Pichetto.
En cuanto a las variantes sugeridas por Sergio Massa,
Florencio Randazzo y Juan Manuel Urtubey, no son más que síntomas de la
fragmentación de un movimiento que antes hacía gala de lo “monolítico” que
supuestamente era. Ninguna está en condiciones de conseguir la adhesión de más
de una proporción reducida de los compañeros, lo que, por tratarse de un
movimiento que es orgullosamente verticalista –el gorilaje que está mirando el
espectáculo con una mezcla de fruición y ansiedad, optaría por otro
calificativo, servil–, es de por sí motivo de angustia.
En efecto, el clima de resignación imperante en el peronismo
se ha hecho tan sofocante que algunos dirigentes han dejado de pensar en las
elecciones presidenciales previstas para octubre de 2019 para concentrarse en
las de 2021. Si fuera cuestión de un partido “normal”, sería una opción
razonable porque sus líderes necesitarían mucho tiempo en que elaborar un
programa de gobierno no sólo coherente sino también atractivo, pero los
peronistas jamás se han preocupado por lo que podría suceder en el futuro. Por
principio han sido cortoplacistas; lo suyo es el poder, de suerte que a los más
impacientes les costará permitir que un gobierno de otro signo terminara su
mandato constitucional, y ni hablar de resignarse a que completara dos.
No extraña, pues, que haya convencidos de que lo más sensato
sería acompañar a Cambiemos, una fuerza que está expandiéndose y ya cuenta con
una cantidad notable de patitas peronistas. Tal actitud es lógica. Muchos se
hicieron peronistas porque, además de querer compartir un “sentimiento”
entrañable con otros de mentalidad parecida, les ofrecía oportunidades para
encontrar un lugar económicamente satisfactorio en la gran corporación estatal
o paraestatal que tanto prosperaba mientras se hundían amplios sectores del
resto del país. Puesto que a sus ojos Cambiemos podría cumplir la misma función
en adelante, lo que ocurriría si emulara al peronismo para conformar una
especie de asociación de ayuda mutua de alcance nacional, es comprensible que
intendentes municipales y sus dependientes del conurbano bonaerense se hayan
acercado a los nuevos dueños del poder.
No sería del todo sorprendente que el éxodo así supuesto se
hiciera masivo en los años próximos a pesar de la voluntad declarada del
gobierno de ir eliminando cargos políticos que son claramente superfluos pero
que han servido para tranquilizar a militantes que de otro modo se dedicarían a
provocar problemas. Sea como fuere, los peronistas siempre han sido
trashumantes ideológicos; si los compañeros del montón se convencen de que
Cambiemos se haya erigido en el nuevo movimiento nacional, no tendrían por qué
seguir oponiéndosele.
Sin poder y, lo que es más llamativo aún, sin la esperanza
de recuperarlo pronto, el peronismo es sólo una sombra de la fuerza que de una
forma u otra dominó el país durante mucho más de medio siglo, una etapa en la
que la Argentina se depauperó hasta tal punto que según muchos índices se ha
visto superada por vecinos como Uruguay y Chile. Luego de tantos fracasos
imputables al peronismo, a sus adherentes no les es fácil creerlo una alternativa
viable al liberalismo compasivo de los macristas que, para disgusto de ciertos
simpatizantes que creen que persistir con el gradualismo significaría cometer
suicidio a cámara lenta, parecen tomar muy en serio la “lucha contra la
pobreza”, de ahí la voluntad de llenar las zonas más ruinosas del conurbano de
cloacas y otras obras públicas. La tarea que han emprendido los macristas es
muy ambiciosa y acarrea muchos riesgos financieros. Por lo demás, no hay
garantía alguna de que consigan modificar radicalmente la cultura de la pobreza
que se ha difundido en distintas partes del país y que está contribuyendo al
atraso, pero dadas las circunstancias se trata de la única opción.
Por sus propias razones, Cristina apuesta al fracaso del
proyecto macrista y, desde su escaño en el Senado, tratará de asegurarlo. Es lo
que ha hecho el peronismo en muchas ocasiones en el pasado, pero
desgraciadamente para la ex presidenta, otros peronistas, encabezados
actualmente por Pichetto, quieren que en esta oportunidad la oposición se
comporte con sensatez. Critican los “ajustes”, en especial los tarifazos que
golpean a la clase media porteña y las modificaciones del régimen jubilatorio,
sin estar dispuestos a ayudar a Cristina y su gente a organizar un gran
movimiento callejero capaz de dinamitar al Gobierno.
La actitud asumida por los moderados requerirá un grado
sustancial de sintonía fina, por decirlo así, pero es de suponer que hasta los
enemigos más virulentos de los malditos números se han dado cuenta de que será
forzoso “ajustar” muchas cosas para que la economía nacional pueda disfrutar de
los años de crecimiento sostenible vaticinados por el macrismo. Sin embargo, en
el caso de que la Argentina se las arreglara para salir de la espiral decadente
en que se ha visto atrapada desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, las
perspectivas frente al peronismo se harían aún más sombrías de lo que ya son.
Para el gobierno macrista, el que el peronismo se vea en
tantos apuros es una bendición a medias. Caso contrario, le sería sumamente
difícil concretar las reformas estructurales que a su juicio el país precisa,
pero así y todo tendrá que manejarse con cuidado, resistiéndose a la tentación
de entrometerse directamente en los conflictos internos del adversario herido
para que se agraven todavía más. Macri parece entenderlo. No hay evidencia de
que se haya propuesto movilizar a miembros de la familia judicial para que
sigan encarcelando a aquellos peronistas que participaron del saqueo
sistemático del país durante la larga década ganada por los kirchneristas.
Antes bien, hay motivos para suponer que el Presidente preferiría que la
Justicia prolongara un poquito más su letargo tradicional, pero, le guste o no
le guste, en Comodoro Py los más influyentes han interpretado de otra manera
los mensajes codificados procedentes de la Casa Rosada.
La rama política del peronismo está ensimismada y todo hace
prever que seguirá así por mucho tiempo más. En cuanto a la rama sindical que
una y otra vez le ha servido de ariete, debilitando tanto a gobiernos intrusos
que no han podido continuar administrando el país, está tan dividida como la
política. Lo está en buena medida merced a la belicosidad del clan Moyano que
tiene razones de peso, sobre todo los vinculados con la empresa OCA que debe muchísima
plata a la AFIP y los asuntos nada transparentes de la barra brava del Club
Independiente, para querer llamar la atención a su presencia en el escenario
nacional, como hizo Pablo Moyano cuando insinuó que, para impulsar la reforma
laboral que cree fundamental, el Gobierno echaba mano a “la Banelco” para
sobornar a sindicalistas y senadores peronistas. Como no pudo ser de otro modo,
lo dicho por el camionero en jefe enojó mucho a quienes recuerdan el impacto
devastador que tuvo la misma acusación más de 17 años atrás cuando la formuló
su padre, Hugo Moyano.
Con todo, mientras que en aquel entonces la denuncia pareció
lo bastante verosímil como para herir al ya tambaleante gobierno del presidente
Fernando de la Rúa, en esta oportunidad no ha hecho mella en el caparazón
macrista. Para más señas, los camioneros, sucesores ellos de los metalúrgicos
de Lorenzo Miguel en el papel de los más duros del mundo obrero, se han
granjeado muchos enemigos debido a su prepotencia y sus esfuerzos por
incorporar a sus filas a miembros de otros sindicatos. Es poco probable, pues,
que la hostilidad reciente hacia Macri de una dinastía sindical aún poderosa
cuyo patriarca quisiera que el Gobierno lo ayudara a solucionar un problema
empresarial espinoso tenga consecuencias tan graves como hubiera provocado hace
veinte años, cuando el peronismo se preparaba para regresar al poder sin
preocuparse por lo que encontraría una vez conseguido tal objetivo.
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