Por Manuel Vicent |
Los que suelen ir a misa los domingos saben que durante la
ceremonia llega el momento en que el cura desde el altar dice a los fieles:
“Hermanos, daos la paz”. Los fieles se vuelven hacia sus vecinos de banco, a
derecha e izquierda, y amagan una especie de abrazo o apretón de manos. Tener
que abrazar a personas que no conoces de nada no deja de causar cierta
incomodidad. De hecho, la mayoría sale del paso con una leve inclinación
de cabeza acompañada con una mueca más o menos afectuosa.
Pero en el caso de un
funeral donde suelen asistir a la misa ciudadanos, que salvo por compromiso
social, no pisan nunca una iglesia, ese gesto de darse la paz produce una
violencia insuperable y más si, como pasa a veces, en el duelo participan
juntos y revueltos herederos y desheredados, amigos y enemigos que en vida ha
generado el difunto.
No es extraño que alguien en plena misa aproveche el abrazo
para arrancarle una oreja de un mordisco a un primo hermano.
Algo semejante podría suceder en el sepelio de este
magnífico cadáver en que se ha convertido el proceso soberanista de Cataluña,
expuesto para unas honras fúnebres. Las elecciones autonómicas se presentan
como la forma de llevar este fiambre a la sepultura, unos para que se pudra del
todo, otros a la espera de que resucite al tercer día.
El esfuerzo principal de un gran gobernante, independentista
o no, debería consistir en restañar heridas, en pacificar y restablecer la
convivencia entre familias, amigos y ciudadanos, pero la paz social parece una
misión en el filo de lo imposible hoy en Cataluña.
El político equilibrista, que en medio de los bandos
enfrentados a cara de perro, diga: “Catalanes, daos la paz”, será tomado por un
blandengue y desde el fondo de un iberismo irredento oirá la respuesta: “¡Por
encima de mi cadáver!”. Y es que en este funeral las campanas doblan por todos
nosotros.
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