Por Beatriz Sarlo |
En dos años se puede gastar un valioso capital político. Las últimas
elecciones mostraron que Macri y su portaviones llamado
Cambiemos todavía tienen resto. Por un lado, mérito suyo. Por el otro, el
obediente y oportuno fantasma de la herencia kirchnerista. Cristina dejó en
estado de pánico a quienes nunca la votarán y Macri se beneficia con el aporte.
Cuando se menciona la herencia del kirchnerismo, este capital político debe
contabilizarse como parte de lo recibido: con tal de que no vuelva Cristina (ni
la dulce, vestida de celeste, ni la agresiva abogada de las carteras y los
cinturones anchos), se prefiere la alternativa macrista. La sombra de Cristina
presta sus servicios. Sin embargo, el miedo a la destronada reina puede cansar
por monotonía.
Cristina
Kirchner usó de modo irrestricto e irresponsable el
discurso ideológico nacionalista y populista. Macri representa su opuesto: no
es sensible a los efectos ideológicos ni estéticos de la palabra. Desea
mostrarse capaz de gerenciar un país: trabajador, verticalista, atento a cada
una de sus medidas, dirige su “equipo” con una gestión dinámica, omnipresente y
donde vale siempre el principio de autoridad. El hecho de que llame “equipo” a
su gabinete ya no despierta atención. Sin embargo, pensemos la atención que
podría darse al hecho de que el dirigente de un club deportivo o el dueño de
una empresa llamara “gabinete” a su comisión directiva o a sus gerentes.
Las palabras indican mucho; con las palabras se pueden hacer cosas,
cometer actos, condenar y salvar. No es perder el tiempo criticar la retórica
política. Macri, por cierto, no incurre en esta torpeza, ya que tiene un equipo
de discurso que le prepara las frases que, despojado de habilidad, repite con
persuasiva convicción.
La palabra “equipo” merece ser pensada. En un “gabinete” puede
haber discusiones, incluso conflictos, que el presidente y el secretario
consideran parte de la vida de las ideas políticas aplicadas a la acción. Los
integrantes de un “equipo” tienen que ser eficaces y tratar de que la máquina
funcione bien aceitada. El “equipo” debe tramitar las diferencias con el menor
ruido posible.
Macri es nuestro primer presidente gerenciador. Aunque fue ocho años
jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, no tiene pasado político en el
sentido en que lo tuvieron Alfonsín, Menem o Kirchner. Muy poco de lo que sabe
lo aprendió en los partidos. Muy poco de lo que sabe lo leyó en los libros. Se
podrá decir que ésta es su ventaja y el signo de su elegante independencia
respecto de las viejas formas de la acción pública. También se podrá decir que
es preferible tener dirigentes jóvenes (en ese caso, Macri no lo es) y
dinámicos, pero que no desprecien la cultura política que vienen a renovar o a
integrar.
Medido en relación con un presidente político, sería descabellado que se
le pidiera a Macri algo cercano al fundante discurso de Parque Norte,
que pronunció Raúl Alfonsín el 1º de diciembre de 1985. Como recuerdan quienes
saben un poco de historia, fue un programa para la transición democrática en un
país devastado moral y económicamente por la dictadura. Dos años después de
llegar a la presidencia, Alfonsín trazó un mapa ideal para la república.
Todavía hoy el discurso de Parque Norte es una de las grandes piezas políticas
del siglo XX, inalcanzable para el desprecio cool de los que entierran toda
idea cada vez que cambia la moda.
En aquellos primeros dos años, Alfonsín hizo posible el Juicio a las
Juntas. Sobre el discurso de Parque Norte y la condena a esos jefes militares
se construyó la transición democrática. El plano de televisión con la sentencia
a los criminales condenados es el soporte del histórico Nunca Más. No fueron
palabras ni ilusiones; fueron actos fundadores, realizados en momentos
peligrosos, que exigían coraje, inteligencia, determinación y firmeza. Macri ya
era un hombre cuando sucedían estos hechos cruciales.
Han pasado dos años de Macri como presidente. Fue a Davos a
pocas semanas de asumir y anunció (con el cómplice optimismo de la mayoría de
los medios periodísticos locales) que todo empresario con el que se cruzaba
estaba dispuesto a invertir en Argentina. Esa seguridad fue un fracaso.
Macri lo explica ahora por la ley de contrato de trabajo y los altos
impuestos que erigen sus barreras a la inversión. A esta explicación hay que
hacerle sólo dos preguntas: si esos obstáculos existían hace dos años, ¿por qué
impidieron las inversiones y permitieron las promesas y los sueños infundados?
Los mismos empresarios nacionales e internacionales que todavía no han
invertido sus capitales, ¿los ignoraban o los pasaban por alto en el clima de
festejo?
Macri caía preso en la espontaneidad de sus deseos, lo que demuestra la
persistencia de las ideologías cuya defunción se ha declarado a los
cuatro vientos. En estos dos años, el Presidente trató de convencer y
entusiasmar con un discurso simple: felicidad, autoconfianza, sueños. Le agregó
la idea, no por conocida menos equivocada, de que la Argentina es un “gran
país”, otra imaginaria base de la ilusión. Los enemigos por derrotar son los
enemigos que todos odian: desempleo, inflación. El método consiste en achicar
el Estado y conseguir inversiones. Objetivos vagos para un presidente
gerenciador. ¿Quién será tan perverso como para desear que siga el desempleo,
se mantenga la inflación y no haya capitales dispuestos a ingresar en el cielo
de los negocios locales? ¿Quién es tan realista o tan escéptico como para
pensar que éste no es un “gran país”?
Pero un gerenciador no puede ser medido solamente por
sus deseos. Y ésa es la cuestión que Macri no logró solucionar. Creyó que sus
hermanos empresarios le entregarían su plata y su confianza. Creyó que le
creerían. Sin embargo, por ahora las únicas inversiones son las que el Estado,
que había que achicar, hace en infraestructura. Macri aprendió que la razón
técnica no alcanza para dirigir los intereses de los empresarios y atender las
necesidades de los pobres. Aprendió que el tiempo político no depende
enteramente de las órdenes impartidas ni de los conmovedores deseos.
Hay algo que no aprendió y que debería exigírsele. Un político
gerenciador debe mostrar objetivos cuantificables y controlables. Los objetivos
cuantificables no se cumplieron (inflación, hipótesis optimistas de inversiones
y creación de empleos). Nos quedan, en consecuencia, los sueños. Despierte,
señor Presidente. Los gerentes sólo sueñan cuando van al country o a los lagos
del sur. Usted es un hombre rico. Vea si puede conseguir la explicación de
algunas cosas. Por ejemplo, que el tiempo de la política no depende de los
deseos; que los símbolos no son eliminables de la cultura pública (usted lo debe
haber aprendido en el fútbol); que la complejidad define las grandes ideas; que
es propio de los populistas despectivos hablar con el pueblo poniendo las cosas
en el nivel más bajo de la explicación.
Sin embargo, debo estar equivocada. Una encuesta reciente muestra que
los líderes de opinión están muy contentos con Macri.
© Perfil
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