Cómo se han
distorsionado los valores
del liberalismo
Por Aurora
Nacarino-Brabo (*)
Albert Einstein se quejaba amargamente de que su teoría de
la relatividad general había sido malentendida por el gran público, que la tomó
como una confirmación del relativismo político y moral. Si el espacio y el
tiempo eran relativos, pensó la gente, también habrían de serlo la verdad o la
justicia, el bien y el mal. Einstein era un judío no practicante, pero se había
educado en valores firmes sobre lo que era correcto, y lo guiaba un afán
sincero de descubrimiento de lo factual.
Ese relativismo que creció en los años 20 y que culminó en
el auge de los fascismos en la década siguiente está también presente en las
sociedades posmodernas, y constituye uno de sus rasgos fundamentales. La
posmodernidad ha tenido sobre el consenso liberal posterior a la Segunda Guerra
Mundial el efecto de esos espejos que Valle Inclán nos legó para el esperpento
o, por decirlo con mi tiempo, ha cobrado la apariencia de ese mundo al revés
que dibuja Stranger Things, donde
todo es lo mismo pero apenas nada es reconocible, merced a una atmósfera que
hace de la realidad un lugar extraño.
Así, los viejos valores del liberalismo han quedado
distorsionados. El pluralismo de antaño
ha derivado en el mencionado relativismo, de forma que la respetabilidad
y la convivencia de opiniones e intereses diversos ha dado paso al
cuestionamiento de la objetividad. Por ejemplo, poner en entredicho el acuerdo
científico en torno a la necesidad de las vacunas se presenta como un punto de
vista más, tan válido como su agón positivista y legitimado por el pluralismo
democrático. Es cierto que este reto no ha logrado derribar las posiciones
consensuadas, y prueba de ello es que los negadores de las verdades aceptadas
por la comunidad científica pretenden también imbuirse de autoridad científica,
esto es, han aceptado el marco que hace de la ciencia el paradigma dominante y
de prestigio.
El caso no es anecdótico. Otros valores clásicos del
liberalismo se han visto deformados en el espejo posmoderno. La libertad de
expresión ha derivado en una democracia de la expresividad, donde las
aspiraciones materiales han cedido lugar a la afirmación de lo sentimental y lo
personal. La salvaguarda de las minorías en tanto que sujetos con iguales
derechos ha dado lugar a las políticas de la identidad, donde los destinatarios
del mensaje y la acción política ya no son ciudadanos individuales, sino grupos
homogéneos separados por atributos étnicos, sexuales, religiosos, genéricos.
Ello no ha supuesto la desaparición del individuo, pues
paralelamente a las ideas sociales dominantes ha seguido funcionando la
maquinaria capitalista, que preserva y desarrolla necesariamente la conducta
individual. Sin embargo, también el individualismo de antaño, que tuvo un papel
emancipador y de afirmación de derechos y libertades inviolables,
personalísimas, ha devenido en narcisismo. La dimensión narcisista tiende a
anteponer el valor de la propia experiencia sobre la frialdad estadística y
sobre el empirismo aséptico, desapasionado. Esto tiene mucho que ver con el
triunfo del relativismo, así como con la equiparación de verdad con
circunstancia o percepción personal.
Como anécdota marginal, estos días han gozado de espacio
mediático los llamados terraplanistas, seguidores de una teoría que considera
nuestro planeta un inmenso disco amurallado. En una entrevista, el presidente
de la Sociedad de la Tierra Plana aseguró: “Yo no creo en nada porque lo diga
un libro. Tengo que sentarme, pensar en ello y ver si lo puedo experimentar”.
Se trata de una postura excéntrica y poco representativa de las sociedades
occidentales, pero ilustra los mecanismos psicológicos que operan con
frecuencia: la confusión del empirismo con la propia experiencia como
herramienta de conocimiento del mundo, la sospecha ante los expertos y el
consenso científico, y la desvirtuación de la idea ilustrada que invitaba a
mantener una actitud crítica y escéptica ante el dogma. La duda cartesiana, la
provisionalidad positivista han sido deformados hasta vernos instalados en una
posverdad favorecida por la hipertrofia de los egos.
Es revelador que algunos de los fenómenos que ocupan hoy la
agenda política hayan situado el “yo” en el centro de la legitimación de la
realidad. El lema de la manifestación que rodeó el juicio por violación
múltiple en Pamplona fue “Yo sí te creo”, poniendo en evidencia que los hechos
han pasado a un segundo plano en el proceso judicial. Fuera del amparo de lo
contrastable, las víctimas solo pueden quedar vendidas a la veleidad de la
confianza. Pienso en Dolores Vázquez, a la que solo los hechos absolvieron de
un crimen del que la opinión pública la había encontrado culpable. A ella no la
creyeron.
Tampoco es banal que estos días se haya atacado a los jueces
bajo la premisa de que el pueblo no les ha elegido. La idea de que el pueblo
está capacitado para impartir justicia de forma directa es la contestación del
principio liberal de la mediación, así como el cuestionamiento del sistema de
pesos y contrapesos en que se fundamenta el Estado de derecho. En la pretensión
de democratizar la justicia o de ampliar hacia el ámbito de lo técnico las
competencias de la decisión popular resuenan los ecos de ese tránsito de la
democracia a la hiperdemocracia de la que hablara Ortega en la década de los
30.
Recientemente escribí un artículo sobre este caso de la
violación múltiple, encontrándome con una crítica muy sugerente. La de alguien
que afirmaba que la justicia no puede ser “objetiva” porque es el resultado de
las “relaciones de poder” que atraviesan la sociedad. Es un buen resumen de una
posmodernidad que parece desterrar la posibilidad del conocimiento objetivo y
que evoca irremediablemente a los intelectuales constructivistas y
estructuralistas.
El comentario me recordó aquel pasaje de la Microfísica del poder de Foucault en el
que un grupo de maoístas se dispone a formar un tribunal revolucionario.
Entonces Foucault les dice que el tribunal, con una mesa en torno a la cual se
separa físicamente a los jueces de los juzgados, estableciendo una relación de
poder, es una institución necesariamente burguesa. Los maoístas lo miran con
desconcierto y le dicen que hay que juzgar a los enemigos de la revolución de algún
modo.
La conclusión, claro, solo puede ser una: que todo intento
por suprimir las relaciones de poder, que efectivamente existen, conducirá a la
parálisis y a la renuncia de la praxis política y social. La ausencia de una
filosofía propositiva encaja bien con el carácter de una época en la que los
nuevos líderes políticos ponen más énfasis en el relato y en el diagnóstico que
en la acción, y subraya quizá la superación definitiva de los postulados del
materialismo histórico contenidos en la tesis once de Marx sobre Feuerbach.
Así, no es extraño que el acontecimiento político más
disruptivo de la posmodernidad haya sido el populismo, que reúne todos los
atributos del momento histórico. La posverdad, el relativismo, la contestación
de la ciencia y del experto, el foco en el diagnóstico, el ánimo plebiscitario
e hiperdemocrático, la expresividad, la hipertrofia identitaria, el narcisismo.
Hace unos días, el exdirigente de Izquierda Unida Gaspar Llamazares dijo de
Podemos que “se queda en una política de gestos que no atrae a la izquierda
seria”. No es casual que Llamazares lidere ahora la plataforma Actúa, que
predica un retorno a la izquierda materialista de voluntad transformadora.
En todo caso, el populismo se ha convertido en un concepto
odioso para los académicos, pues comprende fenómenos de apariencia heterogénea
y de los que participan electorados diversos si atendemos al eje ideológico, al
generacional o al socioeconómico. Es difícil extraer conclusiones y situar bajo
el mismo paraguas del populismo a colectivos tan dispares como los votantes del
Brexit, los partidarios de la independencia en Cataluña, los electores de Trump
o los de Podemos.
Sin embargo, es posible que esta contradicción aparente
tenga que ver con la naturaleza misma de la posmodernidad. Fue Helen Puckrose
quien me puso sobre la pista para interpretar el código populista, en un
artículo brillante donde la autora se detiene sobre la definición del
posmodernismo:
La Enciclopedia Británica dice que el posmodernismo es “en
gran medida una reacción a las suposiciones y valores filosóficos del período
moderno” (...), mientras que la Enciclopedia de Filosofía de Stanford lo niega
y dice que “(...) el posmodernismo es una continuación del pensamiento moderno
de otro modo”. (...) Si vemos la esencia de la modernidad como el desarrollo de
la ciencia y de la razón, así como del humanismo y del liberalismo universal,
los posmodernos son opuestos. Si vemos la modernidad como el derribo de las
estructuras de poder, incluyendo el feudalismo, la Iglesia, el patriarcado y el
Imperio, los posmodernos están tratando de continuarla, pero sus blancos son
ahora la ciencia y la razón, así como el humanismo y el liberalismo universal.
En efecto, el posmodernismo es tanto la reacción contra la
modernidad como su continuación por otros medios. Y el populismo, como
resultado de la posmodernidad, está también inevitablemente recorrido por esas
divisiones. Así, hay un populismo de reacción contra las rápidas
transformaciones de un mundo progresivamente globalizado, que no ofrece
certidumbres ni la seguridad de la vieja era industrial; pero también un afán
posmaterial de superación de las estructuras de poder tradicionales, desde el
heteropatriarcado al “régimen del 78”.
Puckrose apuntaba la definición que Lyotard hace de lo
posmoderno como “incredulidad con respecto a los metarrelatos”, entendiendo por
metarrelatos las explicaciones omnicomprensivas que surten las religiones y las
grandes ideologías. El autor proponía su sustitución por minirrelatos, verdades
menores que también dotan de sentido pero que operan en marcos identitarios más
estrechos y diferenciados.
Como el posmodernismo de reacción, hay un populismo que
podemos llamar apocalíptico que aboga por un retorno a los metarrelatos, a los
valores sólidos de la religión, la ideología o la nación. Y hay un populismo
integrado, cargado de insatisfacciones económicas y representativas, pero que
se siente cómodo en la política líquida, en la democracia de los símbolos y la
expresividad.
La relación entre ambos es la tensión entre el viejo mundo
industrial y sus filiaciones de clase, sus fronteras nacionales y su promesa de
emancipación e igualdad; y el mundo posmaterialista, construido en esferas de
socialización más pequeñas pero universales: el feminismo, la causa LGTBI, el
veganismo, el decisionismo o el animalismo son algunos de estos minirrelatos.
Aunque uno reaccione contra la modernidad y el otro pretenda profundizar en
ella, ambos son un producto de su tiempo y se han mostrado exitosos empleando
las herramientas de la posmodernidad.
(*) Politóloga
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